La pandemia del Covid-19 está poniendo sobre la mesa de la actualidad en los medios de comunicación problemas conductuales individuales y colectivos que superan esta situación puntual, ya que traducen dinámicas de interacción entre las estructuras políticas y de gobierno, la ciudadanía y los expertos que son cada vez más habituales en las sociedades del mundo desarrollado.
Los dirigentes políticos, los expertos y los medios de comunicación, actuando, aparentemente, de manera no coordinada y desde puntos de partida diferentes, han conseguido conducir a la ciudadanía a una especie de subyugación o secuestro de su capacidad de elaborar de forma autónoma, tanto en el ámbito personal como comunitario, sus propios análisis y, consecuentemente, decisiones en todos los aspectos relacionados con la pandemia.
Desde estos tres ámbitos se ha construido una “verdad” pandémica en la que el conjunto de la ciudadanía ha tenido que someterse de formas casi ‘borreguiles’, sin capacidad de oposición y análisis alternativa. Esta situación ha llevado a una clasificación binaria de la población en dos grandes bloques: obediente (responsable) y transgresor (irresponsable). La crítica a las actuaciones de los políticos y los expertos se admite en determinados aspectos puntuales pero no sobre la estrategia global adoptada en el campo de las medidas preventivas comunitarias no farmacológicas o en el de las vacunas.
En este ambiente de subyugación, con ciertos visos de autoritarismo, los responsables políticos y los expertos han visto prisioneros, por un lado, de sus propios errores y, por otro, de la dinámica evolutiva lógicamente variable en el tiempo del proceso pandémico. La necesidad de introducir cambios, tanto en las medidas restrictivas poblacionales como en los planes de vacunación, ha generado en la sociedad dos tipos principales de sentimientos: desconfianza y miedo.
Tomando como ejemplo paradigmático la vacuna Astrazeneca, no puede ser extraño que generen desconfianza en la población los sorprendentes cambios en la recomendación (o prohibición) de su administración en diferentes grupos etarios. En un primer momento se desaconsejó para las personas mayores de 55 años, argumentando que en los ensayos clínicos iniciales no se había incluido un número suficiente de personas mayores. En el día de hoy, la recomendación es justamente la contraria y se aconseja para personas mayores de 60 años y se prohíbe en los menores de esta edad. Todo parece indicar que tanto una decisión como la otra no se han fundamentado en una sólida evidencia científica, hecho confirmado por la variabilidad de las recomendaciones entre los diferentes países.
Políticos, expertos y medios de comunicación han pretendido convencer a la ciudadanía que las vacunas eran la solución única, total, inocua y definitiva del problema olvidando matizar el mensaje avisando de la posible aparición, como en toda actuación sanitaria farmacológica o no, de problemas y efectos secundarios graves, en este caso trombosis venosa cerebral y abdominal. De nuevo, la vacuna Astrazeneca, pero parece que también (hasta hoy) la de Janssen ha mostrado este problema en muy pocos casos. Al sentimiento de desconfianza se ha sumado ahora el de un miedo con cierto componente irracional que puede hacer tambalear las previsiones de cumplimiento de objetivos de los planes de vacunaciones.
Sería necesario (y extraño) que los políticos y los expertos que alimentan sus decisiones valoraran prioritariamente potenciar la capacidad de análisis de la ciudadanía y su empoderamiento autónomo en lugar de adoctrinarla.


