Un día me saltaré la ley y subiré al passatge de les Camèlies con una escalera para, desde la suya, contemplar el paisaje, ahora urbano al 100%, de belleza poco considerada desde lo convencional.
Mientras no transgreda el acceso a ese espacio abandonado, sólo recuperado con las palabras escritas en estas Barcelonas, deberé conformarme con analizar el entorno. El cruce de Camèlies, en su marcha hacia la Font Castellana, y el carrer de Sardenya es más bien extraño por distintos motivos. En la actualidad destaca por un peculiar silencio debido a la intersección de caminos existente en ese punto, desde la remozada travessera de Dalt hasta el carrer de Sardenya en su conclusión justo en plaça Sanllehy.
En esta encrucijada, donde creemos apreciar una falsa disminución del tráfico rodado, sobresale el Nou Sardenya, estadio del C.E. Europa, de enhorabuena tras su ascenso de categoría hará poco más de una semana. Este club, ahora emblema graciense, tuvo otros campos, entre ellos uno con vistas a la Sagrada Familia, por no mencionar, ops, ya lo hice, los terrenos del velódromo de Mostajo, representativos al contemplar el paso de este equipo como fundador de la Liga de fútbol.

Un poco más allá la calma se prolonga y entendemos la arqueología de un pasado bien distinto mediante dos casas del carrer de les Camèlies, la Barnolas, más conocida en mi léxico como el chalet del mono y el perro, y la Manuel Colchero, predecesora en pocos años a la primera y sede del Archivo histórico de Gràcia. Al lado de esta se abre un pasaje, dedicado por error, algo habitual en el nomenclátor barcelonés, a Camil Oliveras, arquitecto hoy en día ignorado salvo por el privilegio de tener otra calle en las alturas del Guinardó.
Este señor, fallecido en 1898, debería ser reemplazado por Josep i Marcià Oliveras, los propietarios de estas parcelas. Como no son el tema de la semana reconozco haber rebuscado poco en sus memorias. Liberaron sus hectáreas a mediados de los años veinte, o eso indicaría el estilo de las casitas de su travesía, hermosa por la frondosa vegetación y un suelo gastado por tantas pisadas.

Si lo abordamos desde Camèlies apreciaremos dos verjas a izquierda y derecha. Corresponden a la antigua travessera de Dalt, con inicio en plaça Lesseps, a finales del Ochocientos rural hasta la médula, y conclusión, tras un pequeño desvío, en la Masía de Can Sampere, inmensa, tanto como para abarcar del Campo del Europa al carrer de la Providència, si bien su ingreso principal se enclavaba entre el carrer de Balcells y el passeig d’Amunt, curiosa perversión del Monte, sobre todo por impedir comprender mejor a través de los nombres su porqué.
En este caso el paseo del Monte, aún hoy hermoso, configuraba un arbolado interior para Can Sampere, pródiga a nivel agrícola, famosa por sus higos coll de dama y preciada por sus utensilios de altísima categoría.
Un documento de 1882 del Archivo Municipal da luz a determinados misterios, resueltos con artículos y otras fuentes secundarias. El amo de Can Sampere y Can Baró era el madrileño Joaquín de Las Llanas y López de Huerta, quien con toda probabilidad los compró a los herederos de Josep Pascual de Pascali i Sant Pere, Barón de San Luis, de ahí que Can Baró recibiera esa denominación.

Joaquín de las Llanas se hizo con ambas e inauguró el habitual proceso de urbanización, centrándose en el tramo de su finca adyacente a Gràcia. De este modo su plan comportaba la ampliación del carrer de la Salut, el passeig de la Font Castellana, hoy en día Verge de Montserrat, passeig d’Amunt, carrer de Sant Salvador, Camèlies, Martí y Providència.
Lo interesante es superar esa fecha de 1882, avanzar en las pesquisas y ver cómo, pese a tanta ambición, en la década de los 30 la masía, así lo indica un planisferio, continuaba impertérrita en su apabullante despliegue, con el capitalista capitalino empeñado en crecer y crecer sin cese, como si así se asegurara no perder comba, por ejemplo con la adquisición, en pugna con nuestro Ayuntamiento, de esos decisivos metros de Sardenya, Pau Ibáñez y el camino de la Legua, con vida hasta los años setenta de la pasada centuria, cuando fue aniquilado por la ronda del Guinardó.
La relevancia de Can Sampere en el pequeño mundo antiguo, a punto de extinguirse con el fin de siècle decimonónico, puede colmarse desde dos perspectivas. La geográfica apunta a varios privilegios. Se conectaba por el norte con Can Toda, demolida en los ochenta para crear las piscinas del Club Natació Catalunya, casi en la entrada del Park Güell; en el descenso de esta vía irrumpía, como por arte de birli birloque, una senda directa con el colofón del antiguo camino de la travessera, desviándose de su rectitud para engarzarse con la masada, como vimos al hablar del pasaje de Camil Oliveras.

La otra es fronteriza y venía determinada por el torrent de la Partió, más claro agua, nunca mejor dicho, originado en el Coll del Portell y en veloz descenso hasta rebautizarse como el del Mariner, superviviente en el recuerdo por el homónimo pasaje del barri de Romans, entre Gràcia y el Baix Guinardó, analizado con profusión aquí durante lo más hondo de la pandemia.
El campo del Europa se construyó en 1940, modificándose en 1972 por culpa de las obras del cinturón de Ronda, símbolo de la orgía automovilística emanada por el alcalde Porcioles, empecinado por aquel entonces en cargarse Gràcia con la vía O, algo arruinado por las protestas vecinales, y fundador del desbarajuste de la pobre plaça de Lesseps, en obras de 1957 hasta 1973, con una réplica socialista para no olvidar tanto por su duración como por esos agujeros medio atómicos.
Más abajo del Europa tuvo sus instalaciones, entre Providència i Sardenya, el club Hispano-Francés, surgido en 1943 desde la iniciativa de un grupo de amigos de ambas nacionalidades. Además del inevitable fútbol tuvo secciones de baloncesto, atletismo y voleibol, cuyos éxitos resonaron en toda España.

El Hispano-Francés no sufrió las rondas de Porcioles, sino una operación inmobiliaria tan bestia como para ser reconocible desde el mismísimo turó de la Rovira. ¿Les suena un rascacielos blanco y de cuerpo rotundo? Muchas veces lo miramos como si fuera único, cuando en realidad es la punta de lanza de la muerte definitiva de Can Sampere. Por cierto, en el carrer de Balcells vivió durante muchos años Juan Marsé en ese pequeño salto desde su domicilio de infancia, adolescencia y primera edad adulta en Martí 104. En sus novelas la protagonista de hoy se disocia de su periplo sentimental, más afín a Can Comte, embrión del presente del carrer Escorial y el de Pi i Margall. Tan cerca tan lejos. La arena del ayer devino el cemento del mañana.


