Recordar que hacienda somos todos es tan necesario como recordar que unos son más hacienda que otros. El llamado grupo del G7 (los ministros de Finanzas de Italia, Francia, Reino Unido, Canadá, Alemania, EEUU y Japón, más el presidente del Eurogrupo, el del Banco Mundial y el Comisario de Economía de la UE) se reunirá en Cornualles el próximo 11 de junio, con la previsión de acordar llevar propuestas a la reunión del G20 prevista para el mes de julio en Venecia en las dos direcciones: la obligación de tributar y una tributación más justa. Que hacienda seamos todos y que lo seamos de una forma más equitativa.

Se trata de acabar con la injusta práctica de la elusión y la ingeniería fiscal en el ámbito económico global que permite a grandes compañías no responder de las obligaciones fiscales. Así como, frenar la progresiva disminución de las cuotas tributarias aplicadas al impuesto de sociedades desde la expansión de las políticas neoliberales, con la implantación de niveles mínimos impositivos y la tributación por la actividad realizada en cada territorio. Parece una dirección correcta, aunque cuantitativamente insuficiente. Pero como señala Gabriel Zukman los tipos tributarios mínimos propuestos, 15 por ciento, son muy bajos, pero es más urgente y prioritario el establecimiento de un marco fiscal común de obligación tributaria. Apuntaré algunos argumentos para apoyar la prioridad de la institucionalización de la tributación internacional sobre los resultados de las compañías globales.

Los ministros de Finanzas de Francia, Italia, Alemania y España en una declaración conjunta apoyan estas iniciativas en el sentido de que las grandes empresas digitales han tenido beneficios hasta niveles nunca vistos, de que es urgente un sistema fiscal internacional eficiente y justo, de que hay que recuperar el consenso internacional y que el dumping fiscal no puede ser considerado como alternativa a las obligaciones tributarias de las compañías tecnológicas. Un camino a seguir y ampliar el fin de convertir los paraísos fiscales en paraísos perdidos.

Joe Biden, en el discurso en el Congreso del 28 de abril decía: “55 de las compañías más grandes del país pagaron cero impuestos federales el año pasado (2020) y obtuvieron más de 40.000 millones de dólares de beneficios”. Donald Trump en 2017 con la Ley de Empleo y Reducción de Impuestos rebajó la tributación de las sociedades del 35 por ciento al 21 por ciento. Rupert Neate, en The Guardian el 3 de junio de 2021, informaba de que Microsoft Round Island One, Microsoft en Irlanda, durante el 2020 declaró unos beneficios de 260.000 millones de euros (una compañía que no tiene empleados, sólo directivos y distribuir 45.400 millones de euros en dividendos a los accionistas) pagó cero impuestos. En el ámbito de la Unión Europea los tipos legales del impuesto sobre sociedades han pasado del 50 por ciento al 22 por ciento.

En España las grandes tecnológicas (Amazon, Apple, Microsoft, Facebook, Google, Airbnb, Twiter, HBO y Tripadvisor) el año 2018, en conjunto declararon una cifra de negocio de sólo 1.382 millones de euros, pero con un aumento del 37,3 por ciento sobre el año anterior, los resultados de explotación tuvieron un crecimiento anual del 23,8 por ciento. Al mismo tiempo el impuesto sobre los beneficios liquidado bajó un 9,6 por ciento respecto al año anterior, situándose en una cuota tributaria del 2,1 por ciento.

En el caso de España esta anomalía fiscal añade a un sistema fiscal que como sistema de distribución fiscal de la renta está bien oxidado. Sólo hay que señalar dos aspectos. Uno, la brecha fiscal respecto a la media de la zona euro. Situar la presión fiscal al nivel equivalente de la media de la zona euro, se estima que conllevaría un incremento de ingreso público del orden de 70.000 millones de euros. Para situar una referencia, es un importe equivalente al gasto total en sanidad pública de un año, y una y media del gasto total en educación pública. Por otra parte, esta baja presión fiscal está repartida de forma injusta. La recaudación líquida por IRPF, sin incluir las rentas de capital mobiliario e inmobiliario, entre 2007 y 2017 aumentó el 9,1 por ciento. Durante el mismo período la recaudación líquida por el Impuesto de sociedades disminuyó en un 48,3 por ciento, y hay que recordar que en estos años tuvo lugar una subvención pública a las sociedades del sector financiero del orden de 40.000 euros. Esta es otra reforma fiscal.

Tanto la práctica fiscal internacional como las políticas fiscales nacionales en el tráfico de la crisis de 2008 y de 2010 son un factor que está detrás del crecimiento de la riqueza y de la renta de los sectores más favorecidos de la sociedad, simultánea a la devaluación salarial ya la desregulación laboral, a los recortes de los servicios públicos. En definitiva simultánea al crecimiento de la desigualdad. Una crisis económica y social preexistente sobre la que ha impactado la pandemia, amplificando sus efectos y acelerando los debates sobre una recesión económica que no es convencional. La crisis actual no deriva de decisiones de política económica tales como la llamada “austeridad expansiva” del FMI, que aplicada durante una década sólo expandió el desastre.

La incertidumbre hace mirar al sector público, aquel que se ha recortado de forma insistente. Nadie cuestiona la necesidad de aumento del gasto público, no hay topes al déficit público y la deuda pública. Un cambio de paradigma tan insólito como rápido, como Pablo cayendo de su caballo.

Se ha hecho evidente que todos dependemos de todos y por lo tanto la importancia de lo público. Hemos descubierto que los gobiernos son una red de protección, protección que se activa con aumento de gasto público. Gasto que sólo podemos financiar de dos maneras: con más deuda pública, que endeudará las próximas generaciones, o con más ingreso público, aumentando la presión fiscal sobre aquellos que eluden sus obligaciones fiscales.

La paradoja es que los mismos que antes de la pandemia cuestionaban medidas expansivas ahora las defienden. Las reformas apuntadas por el FMI, la OCDE, la UE, el BCE… Sacan del horizonte las rígidas normas de ajuste fiscal, del déficit y de la deuda, que antes imponían. Ahora recomiendan gastar. Ni la ortodoxia de los ordoliberales ha reaccionado ante la mayor emisión de deuda pública de Alemania después de la II Guerra Mundial.

Actuar sobre la obligación de tributar y sobre aumentar la carga fiscal responde al convencimiento de que el Estado del Bienestar (pensiones, educación y sanidad) es necesario y sostenible. Que sólo afrontaremos con éxito la lucha contra la desigualdad, las mejoras en la productividad y la transición ecológica si son financiadas por recursos fiscales. Tal como decía Roosevelt en 1944, los aumentos propuestos de las tasas fiscales están diseñadas para reducir las desigualdades, no para obtener más ingresos. En un sentido similar Biden argumenta su propuesta el pasado 28 de abril: “no pretendo castigar a nadie. No añadiré cargas fiscales adicionales a la clase media de este país. Algunos no querrán que se aumenten los impuestos al 1 por ciento más rico, ni a las corporaciones globales. Pregúntales a ellos pues qué impuestos desean aumentar”.

Otros dirán que las propuestas del G7 son insuficientes. Pero hay la conciencia de que es un primer paso, un primer paso a seguir, hasta que sea un paso de referencia en la implantación de una fiscalidad internacional equitativa.

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