‘No sois pobres, sois cool. No sois precarios, seguís las tendencias’ | iStock

Los ricos se ríen de los pobres. No descubro América. Lo ilustra Owen Jones en su famoso libro “Chavs. La demonización de la clase obrera”, pero el fenómeno es histórico. La cuestión de clase –y la pobreza, a fin de cuentas-, se ha escondido tras dos estrategias: el presunto ensanchamiento de la clase media y la edulcoración de la desigualdad. A nivel de identificación individual, una gran capa de la población interioriza los anhelos y las aspiraciones de la clase media –un constructo indefinido y expresamente difuso-. Los datos, en cambio, muestran lo contrario: en el Estado español 11,8 millones de personas viven en riesgo de pobreza. Más de un 25% de la población, según datos del informe AROPE (At-Risk-Of Poverty and Exclusion) que publica la Red Europea Antipobreza. Esta realidad no acostumbra a verse reflejada en la mayoría de medios de comunicación, que prefieren ofrecer trucos para ahorrar calefacción en invierno, describir la nueva moda de compartir piso o anunciar la rompedora alternativa para pasar tus vacaciones: no irte a ningún sitio. No sois pobres, sois cool. No sois precarios, seguís las tendencias.

Y yo también. Yo soy de clase trabajadora porque dependo de un salario para no perder lo poco de lo que disfruto. Sin él, no tengo nada. Tan solo muchos problemas y unas cuantas facturas para pagar. Es probable que mi generación –tan millenial y tan instagramer– piense que eso de la clase obrera huele a combustible y suena a ruido de maquinaria industrial. Precariedad, en cambio, es un concepto más aceptable: eres precario un tiempo, hasta que alcanzas la estabilidad. Pero como la utopía, que está en el horizonte, esa estabilidad se aleja dos pasos cuando estás a punto de mover el pie.

El otro día mi madre me recordaba una conversación que manteníamos, siendo yo pequeño. Yo me quejaba, dolido, de que estaba harto de ser responsable, de sacar buenas notas. Que no había recompensa aparente a mis esfuerzos, mientras otros compañeros y compañeras disfrutaban de vacaciones o regalos después de recibir el boletín de calificaciones. Pronto entendería que el mérito o el esfuerzo era algo que se exige a quién no tiene nada; a quien no hereda nada. Decía el archicitado escritor uruguayo Mario Benedetti que los débiles de veras nunca se rinden. Si le quitamos lo artificioso de la frase, solo queda lo evidente: no se rinde quien no tiene otra opción. Estamos jodidos, vaya: nos tocará ser responsables toda la vida.

Para la clase trabajadora el dinero y el tiempo son más importantes. Unas buenas vacaciones valen el doble y una experiencia con amigos o familiares aún más. Tal vez por eso tengamos más vicios o seamos más proclives a invitar a tomar algo a aquel que comparta barra o terraza con nosotros. Nunca sabemos cuándo va a ser la última vez. Aunque seguro que los hay que cuentan los céntimos, claro. Al menos, tienen una buena excusa: su propia supervivencia.

Eso de pertenecer a las clases populares a mí me viene de familia. Mis padres siempre han tenido que usar sus manos y su esfuerzo para poner un plato en la mesa. No es ningún mérito, pero el camino no ha sido fácil. Y les estoy muy agradecido.

Hace unas semanas, mi madre tuvo un importante accidente laboral en su puesto de trabajo. La empresa se ha portado razonablemente bien con ella, se han preocupado y –de momento- no tengo nada que objetar. Pero, a sus casi 62 años, le espera una lenta recuperación, que se sumará a las secuelas físicas –y también psicológicas- de depender de su salud y de sus manos para desempeñar correctamente sus tareas profesionales. Durante toda su vida.

Y por esa razón he querido encabezar este artículo con la cuestión del orgullo. La ausencia de propiedades, estabilidad o recursos económicos no se suple con nada. Incluso nuestra salud puede verse comprometida por tener que hacer una tarea determinada. Lo único positivo es que nos podrán quitar derechos, ilusiones y oportunidades, pero nunca el orgullo. El de clase. El de sabernos personas que no tenemos nada, que no podemos dejar de ser responsables. Orgullo. Y yo estoy orgulloso de mi madre.

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