La Catalunya contemporánea es hija de la Catalunya de Jordi Pujol y de la coalición electoral que gobernó el país durante veintiocho de los cuarenta y cuatro años de historia democrática reciente. Durante veintitrés tres años (1980 – 2003) Jordi Pujol construyó de manera ininterrumpida la Catalunya convergente basada en un nacionalismo conservador de raíces cristianas y con elementos propios de la socialdemocracia liberal. En los años de Artur Mas (2010-2016), la formación política hegemónica en Catalunya fue pasando del nacionalismo conservador al independentismo de derechas, con una clara fijación en el perjuicio económico que Catalunya – argüían – sufría por el hecho de permanecer en España. En época de crisis, CiU se erigió como principal valedor de las políticas de austeridad y de la ortodoxia económica (neo)liberal. Poco después pasó lo que es por todos conocido: la cantidad ingente de los casos de corrupción de CiU y la caída en la miseria de un hombre que se había erigido en padre de todos los catalanes. Se había destapado el gran engaño. El partido que había representado mayoritariamente Catalunya se hizo añicos, y, con él, la identidad de tantos catalanes que habían dicho, con orgullo: “Yo, soy catalán. Yo, soy de CiU”.

El Proceso de independencia fue útil para los intereses políticos de una formación que vivía su propia perestroika, ya que permitía poder trasladar un aparato político (antes glorioso, ahora tóxico) en un “nuevo” proyecto, pero manteniendo gran parte de sus integrantes. Muchos de los dirigentes de Junts por Catalunya de hoy han seguido este camino: Carles Puigdemont, Jordi Turull, Josep Rull, Joaquim Forn. Incluso muchos de los que han conseguido presentarse como “caras nuevas” acumulan una larga experiencia política que se remonta en los tiempos del “gran padre”, como puede ser el caso de Jordi Puigneró, que se inició con cargos en 2003 en su municipio, Sant Cugat del Vallès.

Desde que federación electoral de CiU saltó por los aires los diferentes analistas políticos nos hemos referido al conglomerado de las múltiples marcas electorales como “espacio posconvergente”, y lo hemos hecho principalmente por dos motivos: el primero, porque la laxitud del término es útil a la hora de definir un espacio aún en mutación. El segundo, para dejar patente la continuidad entre lo que representaba CiU entonces y lo que representa, por ejemplo, Junts por Catalunya hoy. Pero pasan los años y una constatación se va haciendo más evidente: el espacio posconvergente no se encuentra allí donde se le esperaba. Junts por Catalunya ha sido incapaz de mantener su electorado, y, éste, ha ido migrando a diferentes formaciones políticas. Fruto de estas migraciones, los partidos receptores han aceptado modificar algunos aspectos de su discurso con el fin de acoger los votos huérfanos de la antigua Convergencia, provocando que no se pueda hablar de Junts por Catalunya como el verdadero – único – heredero de CiU. ¿Qué formaciones políticas, pues, son hoy en día portadoras de la herencia de CiU en alguno de sus aspectos simbólicos, discursivos y programáticos?

El PSC de antes…

 En aquellos tiempos donde CiU mandaba por decreto, los socialistas eran la alternativa de izquierdas. Si bien es cierto que también existía – y existe – Iniciativa per Catalunya els Verds (ICV), y que la izquierda que podríamos llamar “radical” no aceptaría que un partido socialdemócrata como el PSC pudiera verse representado en tal etiqueta, sólo por el hecho de ser el antagonista de un partido de corte conservador como era CiU, aquello que querían proyectar les exigía resaltar la ese de la palabra socialista. Esta izquierda del PSC se bifurcaba en dos sensibilidades diferentes que fueron representadas por los dos presidentes socialistas que ha tenido Catalunya: Pascual Maragall y José Montilla. La primera, asociada a una cierta intelectualidad burguesa heredera de la tradición política del PSUC. La segunda, vinculada a la ola migratoria del sur de España que Catalunya recibió durante la década de los 60 y 70 y en un imaginario relacionado con la emancipación de la clase obrera.

Pero la llegada con fuerza del movimiento independentista, y la emergencia de un partido a la izquierda del PSC con una potencia mayor que la que nunca había tenido ICV (hablamos de Podemos, claro) desubicó completamente el PSC, que fue perdiendo apoyos de manera gradual. De los 52 diputados que obtuvo Maragall en 1999 sólo le quedaban 16 al PSC de Iceta en el año 2015. El año 2017 ganaron uno más, y se quedaron en 17 diputados. Esto ocurría en diciembre, menos de dos meses después del uno de octubre y de la peor crisis política y territorial entre Catalunya y España en la historia democrática reciente. Con Artur Mas (última gran figura del pujolismo) a la papelera de la historia, y con Carles Puigdemont exiliado en Bélgica, el legado político de CiU se descomponía rápidamente. Una parte de este espacio fue a parar al PSC, que vio la ocasión de ocupar uno de los muchos espacios vacíos que dejaría ahora ya sí, el mundo postconvergente.

Orden y seguridad

La premisa es sencilla. CiU, como partido hegemónico de Catalunya, incorporaba en sus tres letras un conjunto de discursos que sentían cómodos en la “Casa grande del Catalanismo”: nacionalistas de derechas, socialdemócratas, liberales de clase alta, cristianos catalanes del Opus Dei, y, también, parte de las generaciones venideras de que veían en el espíritu del padre el camino a seguir para que sus hijos e hijas pudieran ser vistos en el futuro como ciudadanos de primera. Pero aparte de todo esto, CiU era, sobre todo, un partido de orden que protegía los intereses de la burguesía propietaria y que, a diferencia de los partidos de izquierdas, no tenía ninguna contradicción a la hora de gestionar y defender los cuerpos policiales. Por ejemplo: si se había de echar a los jóvenes acampados en plaza Cataluña durante el 15M y tildarlos de sucios, se hacía. El imperio convergente contaba con dos de los principales diarios (La Vanguardia y Avui) que hacían de brazo ideológico de unas ideas afines también a los intereses de las élites económicas al frente de ambos grupos editoriales. CiU era – en el imaginario de muchos -, la garantía de una vida ordenada que demandaba el establishment empresarial. Junts per Catalunya, así como las formaciones previas del espacio postconvergente, no han sido capaces de mantener el discurso del orden. Quieren, pero no pueden. Aunque orgánicamente, la actuación al frente de la Consejería de Interior en manos como las de la actual de Miquel Samper siguen con la tradición de alinearse con el discurso policial a ciegas, en el ámbito del discurso público, tener un presidente de la Generalitat como Quim Torra que les dice a los CDR que “aprieten”, deslegitima toda posibilidad de representar este ideal de sociedad ordenada. Tanto da que después de animarles a “apretar”, la propia Generalitat se presente como acusación particular.

La sensación de imprevisibilidad es enemiga del discurso del orden. Esto es lo que transmite Junts por Catalunya, y el PSC no ha desaprovechado la oportunidad para llenar el vacío que han ido dejando. A medida que se hacía evidente la imposibilidad del espacio posconvergente de heredar el monopolio político del orden, los socialistas han visto la oportunidad de hacerlo suyo en una operación que se ha ido gestando en dos niveles distintos. El primero, postulándose como garantía de “controlar” la supuesta pulsión por el desorden de la izquierda parlamentaria. El ejemplo más paradigmático de lo encontramos en el Ayuntamiento de Barcelona: antes de la llegada de Albert Batlle, ex director de los Mossos y actual responsable de seguridad, las campañas mediáticas contra la gestión policial de Ada Colau eran constantes. Durante unos meses se gestó una sensación de inseguridad en la ciudad que, a pesar de no corresponderse con los datos disponibles, sí afectaba la percepción que los ciudadanos tenían de ésta, y es que el discurso a menudo no entiende de empirismo. Se mueve por unos terrenos más gaseosos, y, sin embargo, el discurso produce efectos, provengan de donde provengan. Medios como los anteriores citados detuvieron sus campañas de golpe. Hoy, en Barcelona, ​​ya no se habla tanto de inseguridad. Una victoria para los socialistas.

Moderación y economía

La segunda de las estrategias de los socialistas para hacerse con esta parte del mundo simbólico convergente se relaciona con su posicionamiento respecto de la economía. Con Podemos apretando por la izquierda, y con una derecha abiertamente neoliberal (C’s-PP-VOX), los socialistas han conseguido situarse en el terreno discursivo de la moderación empresarial. Un camino que les comporta algunas contradicciones ideológicas y algunos costes electorales, pero que, en última instancia, les compensa. El ejemplo más claro en este sentido lo encontramos en la negativa de avalar la Ley catalana de los alquileres que, incluso – paradojas de la vida -, fue aprobada (con enmiendas, reticencias, y debates internos) por Junts por Catalunya . Hay que añadir, también, que si bien la existencia de Podemos ha obligado a los socialistas a resituarse, aún más importante ha sido la oportunidad de captar ex votantes convergentes que se ha ido quedando fuera durante los últimos años de Procés. Hablamos de los votantes de clase media – alta, no independentistas y tampoco demasiado nacionalistas – que habitaban plácidamente en el partido de Jordi Pujol. Muchos de estos votantes que miraron con escepticismo el giro de Artur Mas y que posteriormente huyeron por piernas en octubre de 2017, han ido a parar al PSC. Ciertamente, no se acaban de sentir cómodos. Incomoda la herencia obrerista, e incomoda una manera de hacer que no identifican nítidamente con la idiosincrasia catalana empresarial. Pero para este votante, saltar de CiU al actual PSC es la opción menos mala, y la única que puede garantizar el contexto económico de “moderación” que tanto anhelaban.

Vueltas que da la vida: el PSC, el antagonista histórico de CiU, es hoy una de las formaciones heredera de una parte importante de su electorado.

 

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