Según Foucault, este dispositivo de saber-poder protege a la sociedad de tres figuras arquetípicas criminales: de los monstruos humanos, que son aquellos individuos que por su naturaleza acarrean trastornos para el sistema jurídico como los hermafroditas; de los incorregibles, que son aquellos que escapan a la normatividad médica y legal como los nerviosos, los desequilibrados y los sordos; y por último, del onanista: el masturbador infantil que amenaza la organización sexual de la familia heterosexual mojigata. Tres figuras criminales que para Foucault ayudaron a transformar el discurso legal en un discurso cientificista que ya no apelará al derecho, sino a ‘leyes naturales’ que a través del discurso médico se han superpuesto al discurso legal.

Foucault sostiene que somos herederos de esta genealogía de arquetipos criminales que se construyen gracias a la preeminencia supralegal de los argumentos de autoridad médicos y psiquiátricos y concluye que por tanto, nuestra definición de criminal no es el resultado de aplicar la ley, sino que es el fruto de nuestras ansiedades sobre lo que como sociedad heterosexual y normativa consideramos que es natural. Como muestra Jasbir K. Puar y Amit Rai en su artículo de 2002 “Monster, Terrorist, Fag: The War on Terrorism and the Production of Docile Patriots”, nuestras ansiedades y su papel en la creación de la figura del criminal no parecen haber cambiado, si acaso ha ganado peso el elemento racial, pero lo que sí ha cambiado son los medios técnicos de los que disponemos para protegernos, ordenar y definir al criminal contemporáneo. En la actualidad, la verificación de identidad (KYC por sus siglas en inglés) es un paso obligatorio para acceder a los servicios de banca on-line, y es también un negocio al alza que se sirve de la pretendida objetividad de la inteligencia artificial y la automatización de análisis visuales rudimentarios para emitir un juicio sobre la veracidad de la identidad del cliente en base a ansiedades y prejuicios culturales.

La problemática relación entre verdad y justicia que Foucault localizó en el momento en el que se situaron por encima de la ley y se aceptaron como verdad los textos grotescos que recitaban los médicos y psiquiatras del S.XVIII podría estar dándose hoy en la pantalla de nuestros teléfonos móviles cuando, al solicitar un servicio financiero, nuestros datos y fotografías pasan por una empresa de KYC que, con técnicas tan grotescas e irrisorias como las del psiquiatra de hace tres siglos, se sirve del discurso cientificista de los algoritmos para emitir un enunciado privilegiado con presunción de verdad sobre nuestra identidad.

Las ansiedades sobre las que se construye el nuevo criminal digital —al que estas empresas de KYC denominan fraudster en sus publicaciones— siguen girando en torno a los mismos ejes: clase, raza e identidad de género. Tanto es así, que el Journal of Banking Regulation en una publicación de 2019 señala a las compañías de KYC como un obstáculo para que los refugiados y solicitantes de asilo accedan a servicios financieros básicos y sugiere que estas empresas privadas tienden a operar con unos criterios que exceden los que recomienda la European Banking Authority y desoyen la recomendación de mantener un equilibrio entre su objetivo de prevenir el fraude, el blanqueo y la financiación de actividades terroristas con el de asegurar el acceso a los servicios financieros básicos de estos grupos vulnerables.

El KYC como instrumento de ordenación y protección de las sociedades blancas heteronormativas europeas se va naturalizando a través de la tecnología y es cuestión de tiempo que, como ocurre con los casos estudiados por Foucault, consideremos el juicio de una empresa privada veraz, irrefutable y con un origen difícil de rastrear mientras que la realidad es que la definición de ‘fraudster’ se construye día a día desde las oficinas que estas empresas de KYC tienen en ciudades como Barcelona, donde analistas que trabajan de lunes a domingo en horarios imposibles y dentro del convenio estatal de empresas de consultoría y estudios de mercado y de la opinión pública alimentan con sus decisiones —¿u opiniones?— diarias, repetitivas y cansadas una inteligencia artificial que con el tiempo se considerará objetiva y con valor legal.

Si Foucault viviera, probablemente dedicaría un seminario a investigar esta nueva transformación de los discursos de verdad a través del KYC y de la inteligencia artificial y los alumnos del Collège de France asistirían estupefactos a lo que él llamaba ‘practicas grotescas e irrisorias’ y que sin embargo, son cotidianas en el sector como corregir la marca de género/sexo en las solicitudes de clientes transexuales para conservar el que aparece en sus documentos (aunque los documentos hayan sido expedidos por un país abiertamente tránsfobo y las empresas de KYC se consideren LGTBIQ+ friendly), o la creación de áreas geográficas de ‘alto riesgo’ que coinciden con aquellas zonas en las que se concentran poblaciones vulnerables, o el análisis inevitablemente tendencioso que se hace a partir del aspecto físico de los solicitantes racializados. Todo esto sin entrar a discutir lo violento de un proceso que conserva y almacena las imágenes de los clientes para su propio beneficio sin respetar la cantidad de elementos privados que aparecen en ellas.

En un momento como el actual, a las puertas de la creación de una identidad digital europea y con estas empresas privadas de KYC como Safened-Fourthline firmando acuerdos con departamentos de policía de los países miembro, Foucault consideraría urgente pararnos y someter a estas empresas a los procesos democráticos propios de una institución pública. No sólo para evitar que se automaticen y naturalicen procesos que ofrecen resultados potencialmente inhumanos, sino también para evitar que las pretensiones de objetividad y estandardización que estas empresas venden consigan ofrecernos el lavado de responsabilidades que como sociedad europea tanto deseamos: el de ser justos y objetivos sin tener que pensar en las necesidades y la historia de vida del cliente que solicita un servicio financiero, que generalmente lo hace porque lo necesita.

Igual que el discurso del médico y el psiquiátrico del S.XVIII, el KYC basado en inteligencia artificial y algoritmos, más que responder a criterios de justicia, refleja nuestras ansiedades y nos ordena y protege de nuestros monstruos mientras socava los valores democráticos y sostiene situaciones de desigualdad e injusticia dentro y fuera de la fortaleza europea.

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