Según la Asociación Contra la Anorexia y la Bulimia (ACAB), en 2020 se duplicaron (de 291 a 598) las visitas a familias y personas afectadas por estos trastornos alimentarios. También se duplicaron las llamadas de consultas (de 556 a 1096), y las consultas por correo electrónico pasaron de 410 a 2717. Estos incrementos evidencian que las emociones, en este caso por la situación de pandemia, han tenido un impacto directo en la conducta alimentaria.
Compensar con comida determinados estados emocionales es un acto habitual de las personas. Premiarse o castigarse con los caprichos del paladar hacen de la alimentación un elemento de cambio que la aleja de su función nutricional.
Priya Fielding-Singh, profesora adjunta del Departamento de Estudios de la Familia y el Consumidor de la Universidad de Utah, en Estados Unidos, entrevistó a 73 familias, más de 150 niños y sus padres, y observó sus hábitos alimenticios durante más de 100 horas, también en las tiendas de alimentación. Su investigación sugiere que el estatus socioeconómico de las familias afecta no sólo a su acceso a los alimentos saludables, sino a algo todavía más fundamental: el significado de los alimentos.
La mayoría de las personas entrevistadas por la socióloga -unidades familiares de distintos niveles económico- querían que sus hijos comieran alimentos nutritivos y creían en la importancia de una dieta sana. En todos los casos, los hijos reclamaban comida con alto contenido en azúcar, sal o grasa, comida a la que nos referimos popularmente como ‘basura’. Algunas de las conclusiones del estudio, publicadas en el diario The New York Times, indican que, ante la misma demanda de los hijos, en el 96% de los padres con altos ingresos, al menos uno de los dos padres confirmaba que regularmente rechaza las peticiones de comida ‘basura’ de sus hijos. En este caso, como explica la autora del estudio, los padres con menos recursos económicos honraron las peticiones de comida ‘basura’ de sus hijos “para nutrirlos emocionalmente”. Sólo en el 13% de las familias con bajos ingresos, padre o madre, de manera regular, rechazaba la petición de sus hijos.
La diferencia en la respuesta de los padres radica en las posibilidades de unos y otros de satisfacer las demandas de sus hijos. En aquellos hogares de entorno con más bienestar económico, los padres podían responder a muchas de las peticiones de sus hijos de objetos materiales, como el último iPhone o un patinete. No obstante, en el caso de los padres más pobres, acostumbrados a tener que decir que no a la mayoría de las peticiones de compra de juguetes y artículos a sus hijos, la única cosa que de vez en cuando podían comprar para complacer a sus hijos era comida ‘basura’. Un refresco y una bolsa de patatas fritas se convierten así en una gran dosis de felicidad para sus hijos, al mismo tiempo que agradecimiento y cariño de estos a sus padres. Y estos padres de situación económica modesta conciben, por lo tanto, el consentimiento de compra de comida no saludable, pero sí barata, como un acto de estimación hacia los hijos.
Según explica la psicóloga Andrea Arroyo, coordinadora del Grupo de Trabajo de Trastornos de la Conducta Alimentaria (TCA) y Tratamiento Psicológico de la Obesidad del Colegio Oficial de Psicología de Catalunya, “en términos generales, es más común de lo que pensamos utilizar la comida como premio o incluso como castigo. Lo normal es que se utilice el dulce como un premio para que un niño deje de llorar o se calme o, al finalizar una comida, los cuidadores se sirven de alimentos dulces para reforzar el premio de haberse acabado todo lo del plato. Pero este hecho sólo favorece que el niño se desconecte de sus propias sensaciones de saciedad, además de favorecer que tenga una mayor motivación por los dulces y la comida excesivamente rica en azúcares añadidos”.
Ambiente obesogénico
El gran poder de la industria alimentaria y el marketing alimentario tienen mucho que ver con estos alimentos poco saludables que se utilizan como premio. “Diseñan productos muy atractivos, especialmente destinados al público fácil y vulnerable, como los niños y jóvenes, por ejemplo”, afirma la psicóloga. “Esto hace que nos rodee lo que se denomina ambiente obesogénico, donde el exceso de comida y el acceso a ella están muy disponibles y favorecen que la comida procesada tenga un alto consumo”.
Pero, ¿Qué hace que estos alimentos sean más apreciados? La especialista en trastornos alimentarios explica que “existe una asociación entre la ingesta de azúcares y grasas y la activación de ciertas zonas cerebrales que hacen que la persona sienta una sensación de recompensa o placer similar a lo que ocurre cuando se consume algún tipo de droga o tóxico. Esto provoca un refuerzo positivo del comportamiento y cada vez sea más apreciado aquel alimento rico en grasas y/o azúcar, y por lo tanto, una alimentación poco saludable”.
Para evitar esto, afirma Andrea Arroyo, “es muy importante, de entrada, respetar la autorregulación de la persona desde las etapas iniciales. Nunca hay que forzar a comer o a terminarse la comida del plato si no se quiere más, simplemente por el hecho de dejar el plato vacío. Como alternativa al premio con alimentos, se puede utilizar cualquier otro tipo de refuerzo positivo que no sea el alimento. Puede ser un abrazo, un juguete o la visita de un familiar, etc.
¿El amor como premio?
De todos modos, ante este fenómeno de recompensar a través de caprichos alimentarios y poco saludables, Arroyo plantea que ello nos lleva a una cuestión más profunda. “El amor en forma de comida ‘poco saludable’ equivaldría a una falta de conciencia de lo que es bueno y no para los niños y jóvenes, y también sobre lo que es amar, qué entendemos como amor, si es complacer simplemente sin analizar nada más allá”.
La especialista señala que “para cubrir nuestras necesidades afectivas no necesitamos alimentos, para cubrir nuestras necesidades nutricionales, sí. La comida también es un placer y está claro que existe una fuerte asociación emocional entre nuestro mundo interno y emocional y nuestra dieta. Pero demostrar afecto o amor a través de permitir o decir sí a los alimentos poco saludables no es una buena manera de practicar amor de forma funcional. Un abrazo, un beso, una mirada o simplemente una acaricia, son formas más adaptativas de mostrar amor”, concluye.
Entre las conclusiones del estudio realizado por la socióloga estadounidense, se explica que “los padres pobres honraron las peticiones de sus hijos de comida ‘basura’ para nutrirlos emocionalmente. En contraste, los padres ricos que negaron a sus hijos los alimentos procesados lo hicieron para enseñarles hábitos de vida saludables, y no para privarlos de un gusto”. Así, Piya Fielding-Singh considera que “la desigualdad nutricional en Estados Unidos tiene más que ver con el nivel socioeconómico de las personas que con su ubicación geográfica”. El autor del estudio también valora que “vivir en la pobreza o la riqueza afecta más que nuestro acceso a alimentos saludables, porque da forma a los significados que le damos a la alimentación”.
Y como posibles vías de cambio, ella sugiere que “abordar la desigualdad nutricional requerirá algo más que abrir supermercados en barrios de bajos ingresos. Estas intervenciones no cambiarán lo que significa la alimentación para las familias pobres que conocí”, afirma. Concluye que “si los padres de bajos ingresos tuvieran los recursos para satisfacer los deseos de sus hijos, tal vez una bolsa de Doritos sería solo una bolsa de Doritos, en lugar de un símbolo excepcionalmente importante del amor y el cuidado de los padres a sus hijos”.


