La financiarización es la estrategia usada por el poder financiero para hacerse con el control de buena parte del mercado de la vivienda española. Hay que entenderla como la utilización de los métodos del mercado financiero en el sector inmobiliario. Métodos basados en el endeudamiento, el uso de paraísos fiscales y las apuestas en los mercados, resultado de la expansión del capitalismo neoliberal y su propensión a la mercantilización de todas las esferas de la vida. Esto favorece al sector privado el apropiarse de la vivienda y transformarla en un producto.
La transformación completa de la vivienda en bienes, no sólo una mercancía en los mercados inmobiliarios, sino también en los mercados financieros, permite la especulación y la reducción de la función social de la vivienda, como una necesidad social esencial y un derecho humano fundamental.
El sistema financiero, las élites, los inversores inmobiliarios, se vuelven cada día más ricos, mientras las desigualdades crecen. Las ejecuciones hipotecarias y los desahucios aumentan a medida que disminuyen los salarios, crece la deuda familiar, suben los precios y la vivienda se privatiza con fondos de inversión. La vivienda se usa para generar ganancias, sin importar el daño causado por la violación de derechos humanos.
Catorce años después, las consecuencias de la crisis financiera de 2007-2008 siguen golpeando a la ciudadanía. Tomando como referencia los datos del INE, relativos a la media de personas por hogar, el coste, de momento, han sido más de 1.700.000 personas desahuciadas. Los informes trimestrales Efecto de la Crisis en los órganos judiciales del CGPJ, muestran claramente cómo la curva de los desahucios se mantiene a pesar de un supuesto descenso. Descenso que no es más que la suspensión temporal de miles de ejecuciones hipotecarias a la espera de una resolución por parte del Tribunal Supremo, referente a las cláusulas abusivas y el vencimiento anticipado. Aun así, en el periodo 2020-2021, en plena pandemia por la Covid-19, han aumentado como hacía años que no lo hacían, las ejecuciones hipotecarias (27,4% en 2020) y los desahucios derivados de ellas (6’5% el primer trimestre 2021).
Cifras aterradoras, que han provocado decenas de suicidios por desesperación, los dos últimos recientemente. La burbuja del precio de los alquileres, en este mismo periodo, ha provocado el 71,7 % sobre el total de los desahucios. Sobre datos no registrados en los juzgados, por tanto, no contemplados en las cifras oficiales, un estudio reciente alerta que la mitad de las mudanzas en pisos de alquiler, en el área metropolitana de Barcelona, son desahucios invisibles.
A pesar del precio humano a pagar, ni el estado de alarma, ni la crisis sanitaria, han logrado que el Gobierno de coalición progresista ponga fin a esta sangría social. El único ”avance” durante 17 meses de pandemia, ha sido un escudo social insuficiente que ha mostrado su ineficacia al coste de 40.367 desahucios. Un escudo social, prorrogado la semana pasada hasta el 31 de octubre sin añadir ninguna mejora que soluciones los errores cometidos.
El Decreto anti desahucios sigue dando la espalda, con unos criterios de acceso muy estrictos y burocratizados, a familias que sobreviven en la economía sumergida, sin contrato laboral, personas en situación administrativa irregular… Por no hablar de la libre interpretación a la que es sometido por algunos jueces que deciden obviar el informe de servicios sociales y seguir con el desahucio. Se está dejando atrás al sector más vulnerable de la sociedad, al tiempo que el PSOE contempla compensaciones a los grandes propietarios y Pedro Sánchez se reúne con los fondos buitre para tranquilizarlos.
Con una media de 122 desahucios diarios y una previsión de 79.000 por venir, estamos a las puertas de superar el mayor pico producido en 2012 (70.257). No hay mejor forma para no repetir la parte más oscura de nuestro pasado reciente, que superarla.
¿Cómo hemos llegado a esto?
En 2007, el 87 % de la población del Estado español accedía a una vivienda en régimen de propiedad. Algo totalmente anómalo en el resto de países europeos. Pero no siempre fue así. En 1950, el 51 % de la población vivía de alquiler, superando el 90 % en grandes ciudades, como Madrid o Barcelona. El germen de esta mutación lo encontramos en 1957 durante un discurso del primer ministro de Vivienda de la historia española, José Luis Arrese. La frase «queremos un país de propietarios, no de proletarios» marcaría el principio rector de la política de vivienda de finales del franquismo y más allá.
Alimentar la cultura propietaria, durante la dictadura, servía a un doble fin. Por un lado, se evitaban conflictos que suponían un auténtico desafío para el régimen, entre el Estado (propietario de las viviendas sociales) y los arrendatarios, los trabajadores y los sectores populares de la población. Por otro lado, la propiedad debía actuar como un mecanismo de control social, convirtiendo los espíritus insubordinados en individuos disciplinados. El propio Arrese afirmaba que «el hombre, cuando no tiene hogar, se apodera de la calle y perseguido por su mal humor, se vuelve subversivo, agrio y violento».
En 1958, en una entrevista para el periódico ABC, Arrese decía que «la misión del Ministerio de Vivienda es dedicarse preferentemente a ordenar el suelo, planificar los créditos, distribuir materiales, fijar módulos de construcción, abriendo cauce a la iniciativa privada, individual o colectiva, para que la actividad y el ahorro concurran a resolver nuestro problema de alojamiento… el Departamento construirá siempre que no lo haga la iniciativa privada». Al preguntarle por su concepción idea en materia de vivienda, su respuesta no podía ser más clara: «El ideal es que cada familia sea propietaria de un hogar». El ministro planeó varias medidas para invitar a invertir a los promotores: desde subvenciones y exenciones tributarias, al suministro de materiales, tramitaciones rápidas y ventajosos créditos complementarios. Un plan que sigue marcando las políticas de vivienda actuales.
En la década de 1960, la vivienda entendida como un bien de primera necesidad que tenía que cumplir una función social, quedó relegada a un segundo plano, ante una nueva concepción del término. Más que un bien de uso, la vivienda se fue convirtiendo progresivamente en un bien de inversión. En el tránsito hacia la democracia la construcción residencial se erigió en el principal eje del crecimiento económico. Había nacido la economía del ladrillo. Empieza la fiesta inmobiliaria.
Durante las siguientes décadas, en España se construyeron más viviendas que en Alemania, Italia y Francia juntas. Pero esta sobreproducción no se tradujo nunca en una mayor accesibilidad. Desmintiendo el dogma neoliberal, los precios no dejaron de aumentar. España se convirtió en uno de los países europeos con el acceso a la vivienda más caro.
Gracias a los bajos tipos de interés y la liberalización del crédito (que permitió a bancos y cajas de ahorro prestar todo el dinero que quisieron y a quienes quisieron, con plazos cada vez más largos) se forjó un modelo que facilitó al Estado generar la confusión entre el derecho a una vivienda y el derecho al crédito. Esto impulsó la propiedad privada más allá de los límites razonables a costa del sobreendeudamiento de una buena parte de la población. Paralelamente se permite mantener millones de viviendas vacías, esperando su especulación, sin ninguna clase de penalización.
El mensaje predominante en boca de la Administración, de inmobiliarias, de promotores, de constructores, de entidades financieras y de medios de comunicación era: “¡Compra! La vivienda nunca baja de precio, la vivienda es una inversión segura. ¡No tires el dinero alquilando! ¡No pagues por algo que nunca será tuyo!”. Mientras, el Ministerio de Economía se encargaba de políticas que animaban a la población a endeudarse: una política fiscal que desgravaba únicamente la compra, una política de suelo que incentivaba la especulación, una liberalización del alquiler que lo desautorizaba como alternativa real y un parque de viviendas sociales insignificante.
La llegada al poder del PSOE dio continuidad a las políticas de vivienda franquistas. La entrada de España en la CEE, vino acompañada de una importante cantidad de dinero que pudo propiciar la reestructuración de las regiones industriales, pero se invirtió en el heredado modelo inmobiliario. Seguir con el mismo modelo generó lo que es conocido como la segunda burbuja inmobiliaria (1986-1992). Tras años de falsa riqueza, España regresó a la dura realidad post-burbuja y al enorme déficit. Sin industria y bloqueada la construcción, no existía ningún modelo alternativo que permitiese la recuperación. El gobierno optó por esperar al nuevo ciclo inmobiliario. La tercera y última burbuja de momento, llegó en 1997 y duró una década hasta su estallido en la crisis de 2008.
Durante el período 1997-2007, llegó la liberación del suelo por parte del Gobierno de Aznar. La entrada del Euro abarata el precio del dinero y facilita el sobreendeudamiento de particulares y empresas. Ya en tiempos de Zapatero, la burbuja inmobiliaria se convirtió política y comunicativamente en tema tabú. Se normaliza la negación de su existencia y se popularizó el ‘España va bien’, hasta el absurdo. Recordemos el «este es un buen momento para alguien que quiera comprar una vivienda para vivir o para una familia que quiera cambiarse de casa» de Beatriz Corredor en septiembre de 2008, ya en plena Gran Recesión, Crisis Global y las familias perdiendo sus viviendas condenadas a una deuda impagable de por vida.
Tras años de educación y alienación social, en que la hipoteca era señal de éxito y símbolo de estatus, al tiempo que el alquiler era un síntoma de fracaso e inferioridad, el dogma se desmontaba.
Estalla la burbuja y lo peor está por llegar
400.000 ejecuciones hipotecarias en cinco años (2008-2012) fueron motivos suficientes para desmontar un relato alimentado durante medio siglo. ¿Las consecuencias para las personas? Nefastas. ¿La respuesta política? Increíble por impensable. Nuevos actores y factores. Lo veremos en el próximo artículo, Vivienda ‘Made In Spain’ (II): Emergencia crónica.
El art.47 de la Constitución, manda todo lo contrario a lo expuesto hasta ahora, pero a los distintos gobiernos democráticos que ha tenido España les ha dado igual. La máxima siempre ha sido la mercantilización de la vivienda para tener una gran fuente de ingresos para sectores privados y para la propia Administración. El Derecho a la vivienda queda relegado al ostracismo, por mucho mandato constitucional, tratados internacionales o Declaración Universal de los Derechos Humanos que haya.


