La gran pregunta sobre Afganistán la planteó Lailuma Sadida, periodista de origen afgano del diario Brussels Morning, en una rueda de prensa de la OTAN el pasado 17 de agosto. «¿Cómo es posible -decía entre lágrimas- que Estados Unidos y la Unión Europea, con el más alto nivel de civilización en el mundo, hayan acabado con el fascismo, el nazismo y el imperialismo […], pero no hayan sido capaces de derrotar a un grupo de talibanes?».

El portavoz de la OTAN repitió los mismos argumentos que el presidente de Estados Unidos, Joe Biden. La ‘versión oficial’ es que la OTAN había formado y financiado un Estado y un ejército afgano para que se hicieran cargo de su propio país. Pero no se explican como el sistema político y militar que habían construido durante veinte años se había desplomado en cuestión de días.

Mónica Bernabé escribió en 2012 un libro que se titulaba Afganistán, crónica de una ficción. Lo afirmaba con conocimiento de causa porque ejerció de periodista durante ocho años en Afganistán. Después de la derrota, recuerda, en un artículo en el diario Ara, que «ni se había instaurado una democracia, ni las mujeres tenían derechos, ni el ejército afgano tenía capacidad para frenar el avance de los talibanes, como ha quedado demostrado en los últimos días. No es que yo fuera una visionaria, sino que viviendo allí resultaba evidente que el país no se sostenía por ningún sitio».

La historia, tristemente, le ha dado toda la razón. Mónica Bernabé concluye su artículo afirmando que «a Estados Unidos les importa un bledo la población de Afganistán. No les importó al inicio de la invasión ni les ha importado ahora». Y eso que los derechos de las mujeres fueron la excusa que hizo aceptable la guerra de Afganistán a ojos de la opinión pública. A diferencia de la de Irak, que provocó grandes movilizacionesen todo el mundo.

¿Cómo puede la civilización occidental, que se basa en la democracia y el respeto a los derechos humanos, convivir en el mismo planeta con un régimen que niega la condición de personas a las mujeres?Que, con la excusa de la religión, aplica un fanatismo y crueldad comparable a los ejemplos históricos que citaba la periodista afgana. ¿Cómo podemos soportar el sufrimiento de las personas que se creyeron las promesas de progreso social y político que acompañaban las tropas extranjeras? Y que, precisamente por eso, ahora están amenazadas de muerte. ¿Cómo podemos vivir con la carga moral de haber abandonado a las mujeres que durante veinte años soñaron en un futuro de igualdad y ahora viven escondidas mientras temen la venganza de los talibanes?

No es la primera vez que Occidente debe hacer frente a este sentimiento de culpa. Los valores europeos ya se desmenuzaron cuando Francia no hizo nada para evitar el genocidio de Ruanda (1994); o cuando los cascos azules holandeses de Naciones Unidas se apartaron en Srebrenica y permitieron la masacre de 8.000 bosnios a manos de paramilitares serbios (1995). Del mismo modo, «el más alto nivel de civilización» naufraga cada día en nuestras costas, con la muerte de personas (más de 1.200 este año) que buscan refugio en Europa. O cuando son deportados, como ocurría hasta ahora con los afganos.

Esta muerte cotidiana en nuestras costas corre el riesgo de acabar difuminándose en una amnesia (y anestesia) colectiva. Como la aceptación tácita de tantos regímenes que vulneran los derechos humanos, pero que son socios preferentes de Occidente a la hora de hacer negocios, empezando por Arabia Saudí. Ahora estamos conmocionados por lo que hemos visto y leído sobre la tragedia de los y las afganas. ¿Y dentro de un tiempo?

El fracaso en Afganistán ha puesto en crisis el concepto de ‘guerra humanitaria’ y la capacidad de aceptar víctimas propias en su nombre. Ha abierto dudas sobre el potencial de los Estados Unidos y sus aliados a la hora de intentar implementar sistemas democráticos. Ahora, tras la cura de humildad, tal vez debemos recuperar el espíritu de cooperación internacional que puso fin al apartheid en Sudáfrica. Son dos momentos históricos y dos escenarios geopolíticos que no tienen nada que ver, pero la esencia es la misma: un poder político deshumaniza y oprime a millones de personas. En el caso sudafricano, era la mayoría negra. En Afganistán son las mujeres.

Occidente debe sumar complicidades entre el mayor número de países para recordar cada día que el régimen de los talibanes es intolerable, que la población afgana es la primera víctima y que, en ningún caso, los líderes políticos y las opiniones públicas de las democracias pueden mirar hacia otro lado y dejar sin respuesta la pregunta de Lailuma Sadida.

Este artículo se ha publicado originalmente en el Diari de Tarragona

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