La reciente crisis medioambiental de la laguna salada del Mar Menor, las manifestaciones de agricultores y agricultoras en 2019 y 2020 pidiendo precios justos por sus productos o las precarias condiciones laborales de muchos trabajadores y trabajadoras agrícolas visibilizadas durante la crisis de la pandemia de la COVID-19 ponen de manifiesto la necesidad de poner en práctica políticas públicas que traten de solventar algunos de los problemas estructurales del sector agrícola español. Curiosamente, la política pública más importante afectando a este sector es de ámbito europeo, la conocida como Política Agrícola Común (PAC), cuya reforma para el período 2023-2027 está actualmente en fase de negociación. La PAC nació en 1962 para asegurar la provisión de alimentos y la sostenibilidad económica de los agricultores y agricultoras europeas en el contexto de crecimiento económico y demográfico de la posguerra. Desde su origen, la PAC ha sido mayormente un sistema de ayudas directas a las explotaciones agrícolas, cuya base en la actualidad es el llamado Fondo Europeo Agrícola de Garantía (FEAGA), que financia a los agricultores y agricultoras dependiendo de su producción y el tamaño de la explotación, facilita a los y las jóvenes el acceso a tierra y tecnología, y facilita medidas de regulación del mercado. Durante las últimas dos décadas, la PAC se ha ido adaptando para dar cabida a objetivos estratégicos de la Unión Europea (UE) relacionados principalmente con la sostenibilidad medioambiental y el desarrollo rural (p.ej. el ‘Pacto Verde Europeo’ o la estrategia ‘De la Granja a la Mesa’), los cuales están incluídos en un segundo sistema de pagos llamado Fondo Europeo Agrícola de Desarrollo Rural (FEADER). El FEADER cuenta con el 30% del presupuesto de la PAC, mientras el FEAGA, con el 70%.

Desde sus inicios y hasta la actualidad, la PAC ha sido objeto de importantes críticas. En primer lugar, su diseño en un paradigma económico eminentemente productivista y su énfasis en los pagos directos basados en tamaño y producción han incentivado la expansión del terreno cultivable y el desarrollo de un sector agrícola industrial en Europa cada vez más concentrado (menos explotaciones y más grandes) y dependiente de insumos químicos. La sobreproducción de productos agrícolas es una de las consecuencias de este proceso, que en ocasiones ha llevado a una caída de los precios y al desperdicio de miles de toneladas de productos alimenticios (p.ej. leche). En segundo lugar, la expansión de la superficie cultivable y la intensificación de la explotación agrícola tiene consecuencias medioambientales negativas, sobre todo teniendo en cuenta que la agricultura es la principal causa de degradación medioambiental en Europa. La condicionalidad de los pagos directos de la PAC a unos objetivos medioambientales poco ambiciosos ha sido objeto de crítica por parte de numerosos activistas medioambientales. En tercer lugar, socialmente hablando, los pagos por tamaño y producción han reproducido desigualdades estructurales entre pequeñas y grandes explotaciones en favor de las segundas: alrededor del 80% de los pagos son recibidos por un 20% de los agricultores y agricultoras. Esto ha contribuido parcialmente a la despoblación del medio rural europeo.

A pesar de las críticas, la importancia de la PAC para el mantenimiento de la agricultura europea es indiscutible, sobre todo durante las últimas décadas de reducción relativa de la importancia de la actividad agraria sobre la actividad económica total de los países europeos (p. ej. en España ha pasado del 8% del total del PIB al 3% entre 1976 y 2008) y reducción del gasto relativo de las familias en productos alimenticios. El total de las ayudas asignadas por la PAC es enorme: su asignación presupuestaria en 2019 representó el 36% del total de la Unión Europea para ese año. En contextos macroeconómicos adversos (p.ej. la bajada de los precios de productos agrícolas en 2019 y 2020 debido a la imposición de aranceles a la importación por parte del Gobierno de los EEUU) y para sectores con un margen de beneficio bastante bajo (p.ej. el aceite de oliva), los pagos de la PAC constituyen una parte muy importante de la renta anual. Es por ello que, aunque sea receptora de importantes críticas, la PAC no puede ser eliminada, puesto que la existencia de la agricultura europea depende de ella. No obstante, la inclusión de aspectos medioambientales y sociales en sus reformas más recientes abren la puerta a explorar la PAC como una política pública que, más allá de cumplir con su objetivo de mantener el sector agrario europeo a flote, también puede ayudar a resolver algunos de los problemas estructurales de la agricultura continental.

Las actuales negociaciones en la Comisión Europea (CE) y en el seno del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación (MAPA) sobre la reforma de la PAC para el período 2023-2027 nos pueden servir de escenario para mencionar dos de estas oportunidades. El Gobierno español debe remitir un Plan Estratégico nacional a la Comisión Europea en enero de 2022, en el cual se recoja la adaptación específica de ciertos aspectos generales de la PAC que ya han sido pactados a nivel comunitario. A nivel medioambiental, la inclusión de los llamados ‘eco-esquemas’ se presenta como la primera oportunidad. Los eco-esquemas serán una serie de pagos opcionales que estarán incluídos dentro del FEAGA, adscritos a buenas prácticas agrícolas y ganaderas que tengan beneficios medioambientales, ayuden a la conservación de espacios naturales y reduzcan el impacto medioambiental de la agricultura. Ejemplos de estas prácticas propuestas por el MAPA son la implantación y mantenimiento de la cobertura vegetal viva en los cultivos; la implantación y conservación de márgenes e islas de vegetación, y la valorización energética de estiércoles de rumiantes y equinos y biomasa de origen vegetal. A pesar de que serán previsiblemente insuficientes para la sostenibilidad medioambiental del sector agrario y que su impacto se verá probablemente reducido por su condición voluntaria, los eco-esquemas se separan del paradigma productivista original de la PAC y plantean que las agricultoras y ganaderas reciban pagos por los servicios medioambientales que proveen, incentivando buenas prácticas. Además, este entendimiento de la agricultura como una actividad multifuncional más allá de su productividad primaria abre la puerta a una diversificación de las actividades económicas a su alrededor y, por ende, a mayores rentas agrarias. En resumen, son un buen paso hacia medidas más exigentes y una muestra de un potencial cambio de paradigma dentro de la PAC.

Para concluir, refiriéndonos ahora a la segunda oportunidad que ofrece la negociación de la PAC 2023-2027, la CE ha puesto encima de la mesa la posibilidad de condicionar los pagos directos al cumplimiento de la legislación europea en torno a materia social y laboral. Esta llamada ‘condicionalidad social’ reconoce por primera vez dentro de la PAC uno de los mayores problemas de la agricultura europea: las precarias condiciones laborales de muchos de sus trabajadores y trabajadoras asalariados, principalmente los de origen extranjero. Esta medida tiene potencial para mejorar la calidad de vida de las 44 millones de personas que se dedican al sector agrario y sus industrias en la UE al crear incentivos económicos para reducir las irregularidades por parte de los empleadores y empleadoras. De cualquier forma, su impacto estará supeditado a la eficacia de la Inspección de Trabajo. Finalmente, el alcance de estas dos oportunidades dependerá del Plan Estratégico presentado por el MAPA a la Comisión Europea. En manos de la ambición de sus negociadoras y de la flexibilidad de las organizaciones agrarias de la sociedad civil española queda que la nueva PAC se convierta en una herramienta útil para resolver los problemas estructurales de la agricultura o para que los continúe reproduciendo.

Pedro Navarro es miembro del Espai 08

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