Ya se sabe que un periodista o un columnista de la prensa no tienen ni una cienmilésima parte del gancho de un futbolista. Incluso un comunicador de la televisión es un don nadie si no se dedica a cultivar las bajas pasiones que excitan el corazón, el bazo o la víscera que regule las funciones políticas del organismo. Por eso llama la atención el fichaje por parte de El País de Jordi Amat, articulista de referencia hasta ahora de La Vanguardia y autor del libro de éxito del año, El fill del xofer, sobre Alfons Quintà, fundador de TV3. El cambio de escudería se produce cuando el columnista, que se había cocinado durante años, se destapa como uno de los autores más vendidos en las librerías.

Los editores aún le andan dando vueltas a la remontada de ventas de libros precisamente durante la pandemia de covid-19, restregándose los ojos. A la cabeza de la tendencia, El fill del xofer, diez ediciones de la versión en catalán, una obra de no ficción que parecería una novela o un reportaje largo si no fuese porque es un ensayo político en clave narrativa basado en hechos. El autor, un filólogo que ha hecho el trabajo que debería haber comenzado a hacer un periodista de redacción y nos ha pasado la mano por la cara a todos los que deberíamos haber sido capaces de explicar al público con claridad y decisión cómo el cambio de hegemonía en Catalunya fue cosa de la osadía de unos (con fuertes dosis de intimidación) y de la desorientación de otros (con cantidades no menores de autoconfianza inconsciente).

Porque la gracia de Jordi Amat al construir su relato ha sido armarlo sobre un enorme macguffin: la personalidad enfermiza de Alfons Quintà y su triple destino de chantajista, asesino y suicida. El relato atrae al explicar lo que parece la aventura de un self made man torcido por una maldición psicoanalítica cuando en realidad quiere mostrar cómo las sociedades aceleran sus procesos de cambio de grado o por fuerza en momentos en que los dirigentes se guardan en el bolsillo las buenas maneras y dan paso adelante a los ejecutores desacomplejados. Y, sobre todo, en ausencia de clases dirigentes dignas de tal nombre y en la presencia de un intento de crear una nueva.

La brillante capacidad de interrogarse a sí mismo que ha llevado a Jordi Amat a ser fichado por un diario que quiere recuperar liderato y prestigio se produce en uno de aquellos momentos en que El País se muestra al público con voluntad de crear opinión y envía esta señal mirando a Catalunya. La nueva dirección nombra a un catalán, Jordi Gràcia, subdirector de opinión, y precisamente, igual que Amat, crítico literario, historiador de la literatura y ensayista de la crítica social y política, que ha reivindicado la vigencia de una socialdemocracia despojada de sus peores vicios.

Gràcia y Amat aman el periodismo y están fascinados por la profesión (uno diría por lo que es y sobre todo por lo que podría llegar a ser). El primero es hijo de uno de los mejores reporteros de la prensa barcelonesa en el momento de la ruptura generacional en la profesión pasado el franquismo, Vicenç Gràcia, miembro del equipo que llevó a Interviu a su gran éxito de la mano de Josep Ilario y Darío Giménez de Cisneros; el segundo, un observador atento del hábitat de los periodistas catalanes desde un exterior muy próximo que le lleva a saber más cosas de nosotros que nosotros mismos, y de aquí el éxito del libro sobre Quintà y la elección del personaje.

Recordemos la advertencia que en los ferrocarriles franceses nos avisa del peligro de cruzar las vías: “Un train en peut cacher un autre”. El tren al cual Jordi Amat está atento en su bestseller es si en Catalunya existe aún una clase dirigente o si el macguffin simboliza en realidad una autoimmolación. Lo que parece destacable del traspaso del ‘Barça’ al ‘Madrid’ del articulista estrella nos lleva a preguntarnos –un tren que oculta otro— no tanto por el fichaje sino por la renuncia de La Vanguardia a un autor brillante, fresco, agudo y que ha demostrado en el mercado puro y duro la capacidad de atracción de público.

Un observador fino como él mismo habrá hallado indicios que le puedan llevar a responder las grandes preguntas: ¿es todavía el catalanismo capaz de ser un espacio sociopolítico, cultural y económico que pueda ser un ámbito de encuentro y acuerdo entre clases, grupos y corrientes culturales o un tren que ya ha pasado mientras otro convoy, ruidoso, lo estaba escondiendo? ¿Quedan clases dirigentes en Catalunya, lo son realmente las que parecen serlo? ¿Hay posibilidades de que en Catalunya aparezcan grupos con visión de futuro capaces de conducir el país hacia el progreso? ¿Hay medios de comunicación con esta última visión?

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