Pocos periodistas revolucionaron más el periodismo español del último cuarto del siglo XX que Antonio Franco. Él, con el apoyo empresarial de otro visionario, Antonio Asensio, encabezó el equipo de jóvenes profesionales procedentes sobre todo de Diario de Barcelona y Mundo Diario que en 1978 supieron crear un diario atractivo, fácil de leer, de izquierdas y, al mismo tiempo, muy riguroso.
La apariencia de El Periódico de Cataluña recordaba los tabloides británicos y alemanes, pero el contenido no tenía nada que ver ni conceptual ni ideológicamente: estaba bien redactado, editado y documentado; la maquetación estaba cuidada hasta el último filete y implantó definitivamente la costumbre de pre maquetar antes de escribir el texto; y la línea editorial era progresista y catalanista.
Un diario de los llamados de calidad con un envoltorio atractivo y divertido, destinado a las personas que quieren conocer qué pasa el mundo, pero que no les gusta leer grandes “parrafadas”; una publicación alejada de los rotativos grises, con pesados panes de letra y sin apenas fotos ni ilustraciones. “Serio no tiene que significar aburrido”, era la consigna. Ni resultar atractivo significaba ser sensacionalista.
La revolución de Franco llegó tan arriba que consiguió remover los cimientos del secular ‘statu quo’ de la prensa barcelonesa: El Periódico descabalgó La Vanguardia del primer lugar del ranking de lectores y obligó al conde de Godó, con la dirección de Joan Tapia, a cambiar radicalmente el diseño de las páginas del envejecido portaaviones de la calle Pelayo. Años después, Franco y Tapia recogerían el mismo día el premio Ortega y Gasset que concedía la empresa editora de El País (la biblia periodística de la Transición), presidida por Jesús Polanco.
Ahora quizás diré una exageración. O no. Pero la influencia de El Periódico de Franco, la huella del estilo de hacer periodismo que él y su equipo marcaron en las jóvenes generaciones de periodistas (la mayoría ahora sexagenarios y septuagenarios) fue tan profunda que los tres últimos directores y otros cuadros altos de La Vanguardia, el eterno rival, han sido antes redactores de base durante muchos años de El Periódico.
Otros dos saltos mortales que nadie hasta entonces había hecho (con éxito) y que osó probar el intuitivo Franco fue la incorporación de fotos en color (los periódicos “serios” se resistieron, pero claudicaron años después) y la aparición de una edición catalana del buque-insignia del grupo editorial de Asensio. Un diario con dos lenguas fue algo insólito (¡una cabecera no controlada por Pujol escrita en catalán!) Que amplió la base de lectores hasta el punto de que las encuestas de la Generalitat indicaban que El Periódico era, a comienzos de este siglo, el medio de papel más leído por los votantes de ERC en cifras absolutas. Internet y el proceso independentista lo volverían a cambiar todo, pero esa es otra historia.
Un amigo del oficio no soporta aquellos obituarios que de hecho comienzan con un “el muerto y yo” y que sirven a menudo para destacar la vida y los méritos de quien escribe en lugar de hablar del finado. Espero que el colega me perdone que explique que, por casualidades de la vida, tuve la oportunidad (entonces lo vi así) y el privilegio (ahora así lo considero) de comer con Franco el pasado 13 de julio. Nos acompañó a un grupo de cuatro amigos del diario que nos encontramos de vez en cuando para charlar. Nos alegrarnos de encontrarlo bastante animado a pesar del terrible castigo que sufría con las interminables sesiones médicas para combatir el cáncer. Tan vivaracho estaba que no dejó de contarnos anécdotas, expresar opiniones y -sin pretenderlo porque, aunque su físico imponía, era un tipo bastante modesto- dar un montón de lecciones de vida y de periodismo.
¡Qué extraordinario libro de memorias habría podido escribir! Pero se negaba. Era consciente de que desde los lugares que había ocupado había tenido la oportunidad de conocer secretos políticos y empresariales -ninguna ilegalidad, por supuesto- que no dejarían en muy buen lugar a sus protagonistas.
Mientras degustábamos diferentes tipos de arroz, nos contaba confidencias -¡verdaderas primicias! – sobre personalidades y personajes que nos sorprendían, divertían o nos dejaban perplejos. Felipe González, José María Aznar, Antonio Asensio, Jesús Polanco, Juan Luis Cebrián, Jordi Pujol, Alfons Quintà, Manuel Milián Mestre, José María García, Emilio Romero, Manuel Martín Ferrand, Manolo Campo, Jaume Roures… fueron desfilando por aquel off the record exclusivo, que era una muestra de confianza (de ahí confidencia) que nunca romperemos los cuatro que le escuchábamos embobados.
Hablamos de los nuevos dueños de El Periódico, del nuevo diseño del diario y nos dijo que entonces aún desconocía cuál era el destino que Antonio Asensio hijo, El Niño, tenía reservado para la, en su momento, espectacular y fotogénica redacción del diario de la calle de Consell de Cent, la tercera que yo llegué a conocer como trabajador del diario y que Franco y algunos integrantes de su staff convirtieron en una impresionante fábrica de reportajes y exclusivas, un equipo de periodistas que creían y disfrutaban de su oficio y una de las mejores escuelas prácticas de periodismo de España.
El genial cronista parlamentario Víctor Márquez Reviriego, que popularizó el término “culiparlantes” para definir los diputados que en los inicios de la Transición sólo servían para calentar los escaños del Congreso, dijo del entonces presidente de la cámara baja, el socialista Gregorio Peces-Barba, que era “un latifundio de humanidad”. Me permito parafrasear-lo para asegurar que Antonio Franco ha sido “un latifundio de periodismo”.
Posdata: también fue pionero en la manera de hablar; era la única persona conocida que te decía en la cara “joputa”, “canalla”, “bandido” o “cabrón” y no te lo tomabas mal.


