“Noté un pinchazo en el ojo izquierdo, pero no le di más importancia y seguí trabajando. Pero más tarde seguí notando alguna molestia y pedí hora en urgencias en El Masnou, donde vivía. Cuando me vio el oftalmólogo me dijo que tenía que ir corriendo a Barcelona, porque tenía un desprendimiento de retina. La mutua me dirigió a un prestigioso centro, pero era viernes por la tarde y no había retinólogo alguno, y entonces la intervención la programaron para el lunes”. A Pilar Fernández le aplicaron una vitrectomía posterior por vía parsplana el lunes 14 de enero de 2008.
Han pasado casi catorce años, pero Pilar Fernández puede explicar con detalle todo lo que ocurrió ese día y los siguientes. Al día siguiente de la operación veía edificios que caían por el ojo malo mientras que por el bueno tenía doble visión. La intervinieron de nuevo aquella semana. Pero cuando volvió a abrir los ojos los edificios seguían desmoronándose. Entonces estuvo más de un mes inmovilizada, mirando boca abajo las 24 horas del día. Y una nueva intervención. Y nada. “Es entonces cuando el médico me dice que se había creado un agujero macular de 9 milímetros en el ojo; no me dijo que tenía el ojo perdido, sino que seguirían trabajando en él, pero ya entendimos, mi marido y yo, que la cosa no tenía remedio”, recuerda Pilar. La reunión tuvo lugar con un testigo con bata blanca que ni se presentó. “Aquello nos escamó, pero no lo suficiente”, comenta Pilar.
Yo no entendía nada, ¡me habían asegurado que quedaría mejor que antes! Aunque eso no era posible, porque yo tenía una visión del 100%”, explica. La confianza de la paciente con los médicos y el centro que le intervino el ojo no se rompió entonces. Seguía visitándose en el mismo centro, y confiando en que encontrarían la forma de recuperar visión. “Entonces un día el médico me dice que tengo cataratas en los dos ojos y que tengo que operarme de nuevo, pero de los dos. ¿Pero por qué? ¡Si yo por el derecho veía perfectamente!”. El 1 de septiembre de ese año se le practica una facoemulsificación e implante de lente intraocular en bolsa capsular.
La operación de cataratas del ojo derecho fue un nuevo desastre, puesto que quedó también afectado con un nuevo agujero macular. Más pruebas, más visitas, mayores intervenciones. Pero nada. Ese año 2008 acabaría pasando por el quirófano del prestigioso centro oftalmológico en siete ocasiones, y no fue hasta el final cuando se decidió a pedir una segunda opinión. Le atendió un doctor de un hospital público. Cuenta Pilar que “me examinó y me dijo tres cosas: ‘¡pero que te han hecho!’, ‘no lo entiendo’ y ‘no se puede hacer absolutamente nada'”. Entonces pidió una tercera opinión. Y una cuarta. Y una quinta. Y una sexta… “Todos decían lo mismo: no entendemos por qué ha pasado lo que ha pasado”. Pero una cosa es lo que le decían verbalmente, y otra, mucho más prudente, lo que ponían por escrito.
El 1 de junio de 2010 el Departament de Salut reconocía la ceguera legal de ambos ojos de Pilar Fernández Franco. Ahora tiene un 0% de visión en el ojo izquierdo y un 2% en el derecho. Sólo ve sombras, asegura.
La vía judicial
Obviamente, el centro tiene nombre, y los doctores que intervinieron y visitaron, nombres y apellidos, pero no aparecen en este reportaje. Ésta no es su historia, sino la de Pilar. Y sobre todo no salen porque la justicia –que se supone tan ciega como Pilar– les exoneró de toda responsabilidad. La paciente demandó a los médicos, la clínica y la mutua. Y perdió, con cuestas. O sea que no solo no sacó nada (reclamaba una indemnización de 310.000 euros, según el cálculo que le hizo el abogado), sino que aún tuvo que pagar. Pese a la pérdida de ambos ojos por causas distintas, el asunto judicialmente está cerrado: no hubo mala praxis. O, si la hubo, no pudo demostrarse.
En la sentencia, la jueza de primera instancia se agarra a la jurisprudencia para determinar que un médico no está obligado a curar, sino a hacer todo lo que esté en sus manos para curar, y que en este caso se habían puesto todos los medios disponibles. El resultado había sido ceguera, pero no intervenir habría tenido el mismo resultado, afirmaban los demandados. Los peritos presentados por la defensa, dos oftalmólogos expertos en retina, fueron determinantes para llegar a la conclusión de que no había podido hacerse nada más de lo que se hizo. El perito que presentaba la acusación, un médico especialista en medicina del trabajo, no tuvo ningún peso… O quizás sí, porque en su informe afirma que se trataba de una intervención muy compleja y que podía tener complicaciones graves, y subrayaba que los tiempos entre los diagnósticos y las intervenciones habían sido correctos y que la paciente había firmado el consentimiento informado. Casi parecía de la parte contraria.

Pilar está convencida de que el abogado la dejó en la estacada, ya que tenía muchos informes médicos y no los aportó. “A mí no me dejaron abrir la boca; fui tonta, cuando me dijeron que no podría hablar debería haber dicho que no quería ese juicio”, se lamenta. “Una semana después –añade Pilar– recibí una llamada anónima diciéndome que no apelara porque mi abogado estaba comprado. De hecho, él me había dado el mismo consejo. Entonces le llamé para contarle lo que me habían dicho y que era una poca vergüenza, y me respondió que no me creyera todo lo que se dice. Hay gente muy mala, este señor sabía todo el daño que me habían hecho y le importó un pimiento”.
Evidentemente, Pilar había firmado el consentimiento informado. El de la intervención de enero de 2008, y el de todo el resto de intervenciones que le siguieron. “¿Qué iba a hacer? Si me dicen que debo firmar para que me operen, yo firmo”, comenta. En ningún lugar el formulario consta que una de las posibles consecuencias de la operación sea perder la visión, pero el redactado es suficientemente ambiguo para que no haga falta. La paciente acepta que ha sido informada por el médico de todos los “efectos beneficiosos y efectos indeseables”, y que renuncia a formular ninguna reclamación “por la no obtención del resultado deseado”.
Efectos secundarios
La demanda contra los facultativos y el centro se presenta en 2014, y la sentencia es de 2016. ¿Por qué esperó tanto tiempo? En buena parte, por lo que las desgracias nunca vienen solas. El proceso de aceptación y adaptación a la nueva vida fue muy duro. De hacer una vida normal a ser dependiendo absolutamente por todo. “Estuve un año yendo a la ONCE, pero cuando tú ya has vivido una vida viendo esto es muy difícil, nunca puedes adaptarte. Yo no puedo dar veinte pasos sola, necesito ayuda para vestirme, para ducharme, para pasearme; sólo soy un poco autónoma en casa, y aun así tropiezo, me caigo, me equivoco al poner las cosas, al vestirme, y ni puedo ir de compras ni cocino, sólo escucho música y un poco la tele”.
Este escenario desembocó en un cuadro de ansiedad con ánimo depresivo y la necesidad de medicarse con ansiolíticos y antidepresivos. “Lo he pasado muy mal, te crees que no puedes hacer nada, y no dejas de pensar que no le has hecho ningún daño a nadie porque te hayan dejado así. Le decía a mi marido que no quería vivir, pero le veía sufrir, a él y a mi hijo, y dejé de decirlo”, recuerda.
A finales de 2012, un día se mareó. Estaba blanca. La llevaron al Hospital de Terrassa, porque entonces ya se habían mudado a Sant Quirze del Vallès, a un piso cercano al de su hijo, y allí le diagnosticaron anemia y pólipos de estómago y duodeno. Tenía tantos que los médicos consideraron que sería inútil extirparlos todos, porque se reproducirían, y que mejor arrancar el estómago entero. “El médico me dijo que los pólipos podían ser consecuencia de los mismos nervios que estaba pasando”, comenta Pilar. El 28 de enero de 2013 le practicaron una gastrectomía total con reconstrucción con Y de Roux. Al contrario que las demás, esta intervención sí fue bien, porque, según dice, no todo el mundo la sobrevive. Desde entonces come poco y necesita la ayuda de una píldora para digerir.
Han pasado muchos años, pero todo el trance no está digerido. Dice Pilar Fernández que “lo que más me ha molestado es que nunca nadie se haya disculpado ni reconocido el error. Todos podemos equivocarnos, ¿verdad? Pero ese médico, con su prepotencia, me dijo que él nunca se equivocaba. ¿Cómo puede decir alguien que nunca se equivoca?”.
“Solo mis nietas me quitan las penas”, asegura Pilar, que sonríe cuando cuenta cómo la pequeña le contó durante las últimas fiestas de Navidad que había pedido a Papá Noel ya los Reyes Magos que ella pudiera ver un poquito. “¿Verdad que ya ves un poquito, abuela?”, le preguntaba el 6 de enero. Y ella le respondía que sí, que creía que un poquito más sí veía.


