Madrid, barrio de Carabanchel, María y Julián tienen dos hijos. Viven en una casa modesta de alquiler por la que pagan 750 euros. María trabaja de dependienta, horario comercial, ingresa el salario mínimo, tiene suerte. Un horario que puede cumplir porque Julián, de 45 años, está en el paro desde hace cinco y se encarga de llevar y traer a los niños al colegio. Entre el salario de María y algunos curros que hace Julián ingresan unos 1.400€ al mes. No está mal, quién los tuviera. Pero no pueden separarse porque su economía colapsaría, pero no pueden pagar a su hijo mayor la ortodoncia que necesita, pero no ponen la calefacción porque la última factura les dejó en números rojos.
Barcelona, barrio del Carmel, Miquel tiene 26 años, después de mucho esfuerzo se ha sacado el grado y el master. Ha hecho diversas prácticas, pero ya no puede hacer más, y no consigue trabajo. Acaba currando como comercial, puerta a puerta, pues tiene que pagar el alquiler. Cada vez que llama a una puerta se mortifica, imagina a la gente empleada en sus rutinas, enfrascada en sus problemas, qué pinta él llevando el ruido hasta su hogar. Hace algo que odia, que considera violento, y a la vez le incomoda, gran parte de su tiempo. Se dice que es el precio para poder sobrevivir, pues tanto esfuerzo a penas le sirve para pagar el alquiler, y cubrir el poco ocio que puede permitirse.
Sevilla, barrio de Triana, Raquel tiene un hijo pequeño llamado Blas. Lo tuvo ella sola, pensaba que iba a ser difícil, pero no tanto. Como vio inviable cuidar de Blas y mantener trabajos a jornada completa, decidió trabajar por su cuenta. Hace diseño gráfico, es muy buena en lo suyo. Pero los ingresos son irregulares y a veces no alcanza. Hay días que tiene mucho trabajo y está tan estresada que grita a Blas y luego se siente culpable. Hay temporadas que casi no entra dinero y apenas puede dormir. Se pregunta por qué si ella hace todo lo que puede, debe vivir siempre así, entre el agotamiento y el miedo. Se siente culpable: no quiere transmitirle a su hijo ese legado.
Bilbao, casco viejo, Mauro, Pedro y Jalid viven en la calle, se han hecho con el portal de un edificio abandonado, han amontonado cartones y mantas, se han repartido equitativamente el espacio. A veces Mauro se emborracha demasiado, no ve ningún futuro, nadie logra convencerle de que esto cambiará. Pedro se siente enfermo, pero no sabe por dónde empezar, no tiene tarjeta sanitaria, no está empadronado, en los albergues se siente un número rodeado de otras personas sin futuro como él. Jalid es consciente de que se ha equivocado un par de veces en su vida, errores gordos, admite, pero se pregunta si ya está, si no hay nada que puede hacer, si el castigo es pasar frío y hambre y tristeza para siempre. Si los tres tuvieran un ingreso, un ingreso modesto pero constante, podrían pagar quizás un alquiler, dar el primer paso hacia fuera del abismo.
Valencia, el Cabanyal. Mariana tiene setenta años y no está tranquila. Se pasó toda la vida trabajando, cuidando, velando por el bienestar de otros, pero ella no se ha ganado el bienestar. Sus ingresos apenas alcanzan para sobrevivir hasta el día 20 del mes. A partir de ahí toca apretarse el cinturón y cruzar los dedos para que no haya ningún imprevisto. Mariana conserva la ironía, calcula que le quedan unos 15 años de vida, con 10 días complicados al mes de cada 30, son 15 años por delante con dos tercios de más o menos calma, y un tercio de estrechez. A no ser que las cosas empeoren, cosa que se dice, pensando en sus frágiles caderas, y en las varias pastillas que toma al día, siempre puede pasar. A mejor, en general, nunca piensa que puedan ir las cosas.
A Coruña, Jennifer tiene 17 años y tampoco piensa que las cosas puedan ir a mejor. No ha podido seguir estudiando, tenía que llevar dinero a casa, pero no parece que nada de lo que haga sea suficiente. Lleva comida en bicicleta de un sitio a otro, cocina con su madre para un restaurante, cuida niños de vez en cuando. La vida se presenta como un sumar y sumar tareas, sin que la suma de todas, acabe de pagar un futuro en el que el cansancio y la prisa queden atrás. Quizás si tuviera un colchón podría construir cimientos para levantar algo más firme: seguir estudiando, pensar un negocio propio, encontrar un oficio que le resulte interesante, que se le dé bien. Por las noches, antes de dormir, piensa que es una pena ser tan joven y tener tan poca esperanza.
Toda esta gente no existe, pero es fácil darles forma, inventarlos, porque con otros nombres y similares cargas, están en todas partes. Lo que cuesta más es entender por qué tanta gente como ellos tiene que resignarse a una vida de mierda, por qué deberían asumir que no hay tranquilidad para ellos, que no se merecen noches tranquilas. Asumir la irreversibilidad de la precariedad, de la mano de la irreversibilidad del extractivismo de los recursos de todos, avalar la cultura de la acumulación de unos pocos por sobre la miseria de tantos, es un veneno antropológico que consumimos cada día, que nos va a matar como sociedad, como especie. Una muerte lenta, que se manifiesta en una gran parte de la población que no está muerta, pero que vive existencias mermadas, que vive lejos de la vida.
La hipnosis neoliberal empuja a aceptar que cada cual es responsable de sí mismo. La anomia nos hurta la capacidad de mirar a nuestras vecinas y entender que no hay esfuerzo colosal, curso de empoderamiento, o inesperado euromillón que les permite sortear la falta de poder y tranquilidad que supone la brecha entre lo que ingresas y lo que necesitas para vivir. Es cierto que el derecho a una vivienda digna, a becas que te permitan estudiar, a un salario o una pensión suficiente, a políticas sociales contra la exclusión, a ayudas a las familias monomarentales o apoyo a la infancia harían estos escenarios menos cruentos, es cierto que eso nunca habrá que dejar de pelearlo. Pero una renta básica universal, un ingreso que cubriese las necesidades básicas de las personas podría ser el primer paso para apuntalar esas vidas. Es fácil imaginar cómo la existencia de tanta gente mejoraría con una renta básica. Cuesta más entender por qué algo tan evidente no consigue permear el sentido común, las reivindicaciones de los movimientos sociales, los programas políticos.