Es la imagen que desde hace un tiempo me viene a la cabeza cuando acudo al centro de educación secundaria en el que trabajo por las mañanas: un tsunami que se acerca y que, salvo algunas excepciones, no se quiere o no se puede ver. Un artículo de Íñigo Errejón -que también alude a una ola- señala una medida a tomar de forma urgente: aumentar el número de profesionales de la salud mental, tanto en los centros sanitarios como en los educativos. Lo que parece una evidencia, no se está produciendo.

Trabajo desde hace 15 años en el Departamento de Educación de Catalunya (por cierto, en fraude de ley, y bajo el riesgo de perder mi puesto como interina a raíz del Proyecto de ley para reducir la temporalidad en el empleo público). En mi recorrido por un Hospital de día, una Escuela de educación especial, y diversos institutos de secundaria, he constatado el aumento de problemáticas mentales entre los adolescentes. Y a pesar de la creación de nuevos dispositivos para atenderlos -Hospitales de día, Aulas integrales de soporte- el desborde de los servicios ha llegado a un punto alarmante, directamente proporcional al desborde de muchos adolescentes.

Podemos hipotetizar que la pademia ha contribuido a abrir aún más una brecha que apareció hace años. La falta de sentido ante un real que transformó el mundo de un día para otro, que inundó de muerte la cotidianeidad, tiene que estar pasando factura: escucho, tanto en la pública como en la consulta, a jóvenes, especialmente chicas, muy angustiadas ante la posibilidad de que muera la madre, el padre, los abuelos, el perro… ideaciones de quitarse la vida y dejar de ser una carga, pasajes al acto autolíticos, una tristeza nombrada como depresión, y ataques “de ansiedad” -de angustia- recurrentes, invaden a muchas, demasiadas adolescentes.

Y entre los chicos -desde mi experiencia, es un interrogante a investigar- el número de descompensaciones en el paso de primaria a secundaria ha sido este curso, en comparación con los anteriores, espectacular. Vemos en las aulas chicos con alucinaciones, invadidos por insultos y gritos; otros con una composición corporal muy frágil, que en primaria habían podido mantenerse más compensados y al llegar a los institutos -lugares estresores para muchos, llenos de cambios, y bajo el peso de la pubertad que atraviesa sus cuerpos- se desbordan; chicos con vivencias persecutorias que los llevan una y otra vez a actuar para defenderse de la certeza de agresión del otro, siendo una y otra vez expulsados (lo que no siempre es negativo, dado que les permite tomar distancia de lo persecutorio y estar tranquilos durante unos días).

La incapacidad de los Centros de Salud Mental Infanto-Juveniles para atender el número de demandas de atención que se ha disparado, la dificultad de muchas familias para costear tratamientos privados, y el empuje a la inclusión escolar de todos los alumnos hasta los 16 años, ha convertido los centros educativos en lugares de contención del sufrimiento mental. Contención que lógicamente fracasa ante algunos jóvenes que no deberían haber estado asistiendo al colegio en un momento crítico de sus vidas (dos pasajes al acto mediante acuchillamientos a profesores se produjeron, el pasado abril y hace pocos días, en instituciones escolares).

Dado que la propaganda contra la supuesta segregación de las Escuelas de Educación Especial ha surgido efecto (pese a tratarse de una lógica neoliberal de reducción de los costes que suponen estos centros), la escuela ordinaria se ha convertido en el lugar donde alojarlos a todos, donde hacer “vida normal”, como le indicaban desde un hospital a la madre de una adolescente tras un ingreso -de una noche, pues los hospitales también están desbordados- por una actuación autolítica… “Vida normal”, a alguien que ha intentado borrarse de esa vida normal.

Este es el día a día en los centros educativos, donde los profesores intentan enseñar mientras deben ir parando las clases ante los distintos momentos de crisis que sufren los adolescentes; los tutores reciben llamadas de atención -de socorro-; los técnicos de integración social (“recursos Covid” que esperemos que hayan venido para quedarse) lidian con el absentismo y las expulsiones; y los orientadores, con las apenas 10 horas de atención directa marcadas por el Departament d’Educació, atendemos a una cantidad extraordinaria de adolescentes. Nos servimos de las reducciones horarias para suavizar la exigencia, imposible de cumplir para cada vez más jóvenes, del horario completo; del trabajo en red con CSMIJs, CRAEs, Hospitales de Día, UECs, recursos bajo una presión asistencial extrema; y de reuniones periódicas con los padres para acompañar la angustia y la incomprensión ante las descompensaciones de sus hijos.

La cuestión es cuánto tiempo podremos aguantar, ante el límite al que ha llegado la red de Salud Mental pública, éste todos a la escuela, a hacer vida normal. El tsunami que se acerca.

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