Llevamos más de tres meses de guerra en Ucrania y en el debate público no se escucha ninguna voz argumentada a favor de la paz. Todo por la guerra se ha convertido en el pensamiento único, en la consigna que nos ocupa. ¿Existe hoy alguna posibilidad de explicar y debatir alguna idea que no se sintetice en una consigna?
Se permite estar en contra o a favor de los unos y de los otros, pero no de la guerra en sí misma. La guerra, difícil sostener lo contrario, es el hecho humano más destructivo de todos. Pero la guerra -increíble paradoja- sigue siendo el ideal redentor de los conflictos humanos. Para defenderla desde “la razón” solo hay que saber escoger, parece ser, el bando correcto. Buenos contra malos. Los buenos serían aquellos que destruyen a los malos mediante el ejercicio “quirúrgico” -menuda palabreja cuando se trata de matar- de la violencia. Su intención, dicen los buenos -uno se autoproclama bueno cuando gana-, es la de enderezar el curso de la historia por el camino correcto. Y deshacerse del mal.
Lo que este “ideal” significa en vidas humanas parece tener menos importancia que lo que consigue. El historiador Adam Hochschild (a quien los que se interesan por el continente africano deberían leer y agradecer su imprescindible libro Los fantasmas del Rey Leopoldo II), tiene una imagen en su libro dedicado a la Primera Guerra Mundial (End all Wars: A Story of Loyalty and Rebellion, 1914-1918) que pulveriza cualquier sueño de virtud que uno pueda tener sobre el precio humano de una guerra: escribe Hochschild que la mitad de los jóvenes franceses de edades comprendidas entre los 20 y 32 años cuando estalló la guerra, habían muerto cuando terminó. Y que los canteros que mandó el gobierno británico a Bélgica para que grabaran en lápidas los nombres de sus soldados desaparecidos, al empezar la Segunda Guerra Mundial – ¡veinte años después! – todavía no habían acabado su trabajo: nuevos candidatos a la muerte cogían el relevo de los muertos olvidados, quienes, de haber sobrevivido, cumplirían la cuarentena.
Pero en su libro, Hochschild explica muchas más cosas: dice, por ejemplo, que, gracias a la guerra, el creciente y entusiasta movimiento en favor del voto de las mujeres -las sufragistas- fue aplastado. La revolución social de los mineros ingleses y los obreros alemanes reciclada en guerra patriótica: dejar de mejorar tu casa para ocuparte de la causa de la patria. ¡El bien superior! es un clásico de los beneficios que encuentran en la guerra los poderosos, con tal de que no se les ponga en duda. Las libertades públicas recortadas, especialmente la libertad de información y de expresión: la guerra convierte en traición cualquier duda. (Uno de los intelectuales que fue a parar a la cárcel por oponerse a la guerra fue Bertrand Rusell).
Pero lo más absurdo de todo es que, cuando hoy se analiza aquella guerra, descubrimos que fue una guerra idiota, de sonámbulos, completamente evitable si los gobiernos, en vez de ofuscarse en quien la tiene más grande, hubieran considerado la vida de las personas y el bien público como la principal preocupación que debería guiar la acción de todo gobernante.
No sería ninguna tontería tratar de analizar las guerras haciendo el ejercicio de prestar atención a los años previos al estallido de la violencia. Veríamos que en todas ellas se producen algunas constantes que nos indican que la guerra podría haberse evitado. A condición, por supuesto, de que se hubiera cambiado el ideal de la guerra por el de la paz, fortaleciendo la predisposición al entendimiento frente a la intransigencia de la propia razón. Aceptando, también, -y celebrándolo- que el compartir resulta más razonable que el tener. Y, sobre todo, entendiendo de una vez -la era global, no permite dilaciones- que uno no está solo en el mundo, solo con los suyos, porque los suyos son nosotros.
Ni siquiera cuando la locura de un adolescente que decide acabar con todo, incluido él mismo, con la redención de las armas, somos capaces de dedicarle un tiempo a pensar sobre el monstruo que seguimos alimentando desde tiempos inmemoriales, cuando una diana -el otro- y un gatillo -las armas- siguen siendo lo más sólido que se nos ocurre para proyectar el futuro. Aquí las tenemos, cada día más destructivas, “mejores”, dicen, si estallan todas de golpe el planeta se va al infierno; aquí las tenemos, las armas, para reflexionar desde ellas, al servicio de cualquier loco que no sepa pensar sin ellas.


