Mientras el coronavirus va quedando atrás, es comprensible que queramos mirar hacia adelante y olvidarnos de la era de los contagios, los confinamientos y las restricciones. No obstante, la pandemia nos ha dejado una poderosa lección que debemos conservar en la memoria colectiva. Con el objetivo de reducir los contagios, los gobiernos de todo el mundo se vieron obligados a interrumpir todas aquellas actividades económicas que no fueran ‘esenciales’. Esta distinción es novedosa. Normalmente, los trabajos y profesiones se clasifican a través de distintas categorías, las cuales tienen asociado un determinado prestigio y remuneración. Pero, de golpe, los estados crearon una categoría nueva: un tipo de trabajo del cual la sociedad y el sistema económico no puede prescindir. Sin embargo, como parte del trabajo esencial encontramos las actividades peor remuneradas y menos valoradas socialmente. Para visibilizar este hecho y tratar de proponer soluciones, en Espai08 hemos sacado una serie de informes bajo el título común de ‘Trabajo Esencial: Precariedad y Políticas Públicas’.
La idea del trabajo esencial tiene un gran potencial transformador porque nos empuja a replantearnos el valor del trabajo. En nuestra sociedad, las diferentes profesiones que existen vienen acompañadas de su respectivo prestigio, remuneración y condiciones de acceso. Así, las grandes desigualdades entre ingresos se justifican básicamente a través de uno de los mitos de la economía neoclásica. La economía neoclásica teoriza que el trabajo es una mercancía como cualquier otra, y que su valor depende de la oferta y la demanda. Es decir, que como menos gente puede dedicarse a las profesiones que requieren más formación, o más ‘capital humano’, estas son más ‘valiosas’ y es natural que reciban un salario mayor. Del mismo modo, las ocupaciones que requieren menos formación y que más gente puede hacer, tendrán menor remuneración.
Sin embargo, la distribución de la renta no sigue las diferencias en el capital humano, sino que es el resultado de un proceso social conflictivo. En primer lugar, la mayor división de rentas no se da entre salarios, sino entre las rentas del capital y del trabajo. Los mayores ingresos se derivan de actividades empresariales y financieras. Además, gracias en parte a la creciente importancia de las finanzas, que hace más fácil hacer dinero a partir del dinero, la desigualdad entre capital y trabajo viene creciendo en las últimas décadas. En segundo lugar, las diferencias entre salarios no resultan de la oferta del trabajo, sino de la capacidad de quien ofrece el trabajo para organizarse. La historia del movimiento obrero muestra como las mejoras salariales y de condiciones de trabajo se consiguieron tras años de lucha y huelgas. Así, la pérdida de poder de los sindicatos desde los años 70, debido en parte a la deslocalización y a la desindustrialización, explica la paulatina devaluación en salarios y condiciones laborales. Además, gran parte del empleo se viene creando en sectores de baja implantación sindical: en servicios de baja cualificación y en profesiones feminizadas de cuidados. Estos sectores reciben las remuneraciones más bajas y parecen llevarse la peor parte de la progresiva desregulación laboral.
En tercer lugar, el género y la ciudadanía juega un papel crucial en la valorización de las profesiones. Por una parte, los migrantes, particularmente aquellos sin papeles, tienen menos recursos para lograr condiciones laborales dignas debido a su situación legal y a su falta de derechos políticos. Por otra parte, las actividades tradicionalmente realizadas por mujeres se consideran menos cualificadas y reciben menos salarios, como es el caso de las enfermeras. Pero, además, la mayoría del trabajo doméstico y de cuidados se realiza sin remuneración. Frente a este caso, la teoría económica vigente no se preocupa de conceptualizar estas tareas y, al no ser pagadas, ni tan siquiera se las considera trabajo como tal.
Delante de esta realidad, la pandemia nos debe impulsar a repensar qué papel juega cada profesión, cuál es su valor social, y que reconocimiento y recompensa se lleva. El concepto de trabajo esencial nos puede ayudar a ver estas desigualdades como inaceptables, así como a defender alternativas hacia una mayor justicia social. Al pensar en el trabajo esencial durante la pandemia lo primero que nos viene a la mente son las profesiones sanitarias y auxiliares del sistema de dependencia. Las profesionales de estos sectores se vieron desbordadas para cuidar a los enfermos tras años de recortes y externalizaciones. Pero dentro de la lista de actividades esenciales, encontramos ocupaciones que reciben las remuneraciones más bajas y las formas contractuales más precarias. El trabajo doméstico, la limpieza, la reposición y venta en supermercados o el trabajo agrícola son ocupaciones que acumulan pobreza laboral, inseguridad, informalidad y jornadas parciales no deseadas (subocupación). Como muestra el gráfico, muchas ocupaciones esenciales feminizadas muestran tasas alarmantes de temporalidad y subocupación, incluso por encima de las elevadas medias a nivel nacional. Sin embargo, la sostenibilidad de la sociedad y del sistema económico es dependiente de estas tareas.
Además, bajo el concepto de trabajo esencial debemos incluir sin duda el trabajo de cuidados no pagado. Todos, no solo criaturas y ancianos, necesitamos del cuidado ajeno, de la alimentación y la cocina, y del apoyo emocional. Tal y como muestran las encuestas de los usos del tiempo, la desigualdad entre géneros en el tiempo dedicado a estas tareas es abismal, y ha crecido durante la pandemia. Sin embargo, pese a ser la actividad más esencial, el trabajo de cuidados es invisible, se da por hecho. Como resultado, de esta desigualdad, y de la insuficiente implantación de políticas de reconciliación trabajo-vida, muchas mujeres ven mermadas sus oportunidades de desarrollo personal y profesional.
En conclusión, la pandemia ha hecho visible el irremplazable valor del trabajo esencial, de todas esas tareas invisibles y mal pagadas que sostienen nuestra vida cotidiana. Los héroes y heroínas de la pandemia recibieron nuestros aplausos durante el confinamiento, pero es hora de que reciban algo más. Subir el salario mínimo, garantizar derechos laborales, extender la aplicación de los convenios colectivos más allá de los salarios e incluyendo a los trabajadores subcontratados en las empresas en las que trabajan, mejorar las condiciones en la contratación pública, aumentar los recursos de la inspección laboral y facilitar la regularización de los migrantes son medidas básicas y muy poco ambiciosas para comenzar el camino hacia valorar lo que es esencial.



