Reviso las fotografías de la cumbre de Madrid, como si los dirigentes (digamos) occidentales se hubieran reunido hace más de una década. Cómo si yo pretendiera rescatar un momento histórico lejano. A pesar de que el encuentro se celebró hace apenas tres meses. Contemplo con detenimiento algunas imágenes, especialmente las que hacen referencia al Museo de Prado, y que congregan a todos los invitados alrededor del enorme y magnífico cuadro de Diego Velázquez titulado Las Meninas (los figurantes regios del cual merecerían un comentario aparte). Y me continúan llamando la atención las caras de satisfacción, muchas sonrientes, de aquellos gobernantes reunidos en la convención de la OTAN en busca de un nuevo concepto estratégico, a raíz de la invasión rusa de Ucrania.

Digo que me sorprende y me desconcierta tanto compañerismo festivo, con signos escasos de preocupación, porque el tema central de la cumbre era muy grave y, con el tiempo, se ha agravado todavía más. Pero en aquel momento, todos ellos celebraban “el éxito” de una “reunión histórica”, “la excelencia de una organización impecable” (atribuida en el Gobierno español) y la “belleza” de la ciudad que los acogió (Madrid). Las parejas de los dirigentes hicieron una cata de aceite de oliva virgen extra, asistieron a un ensayo de la ópera Nabucco de Verdi y presenciaron un breve recital de flamenco, todo en el Teatro Real, entre otras visitas de cariz turístico.

“El mejor marco posible”, declaró el secretario general la Alianza, Jens Stoltenberg. El ministro de Asuntos exteriores español, José Manuel Albares, un personaje en busca de autor, tuvo la ocurrencia de comparar la cita con la caída del muro de Berlín. Dios le haya perdonado. Pedro Sánchez, el maestro de ceremonias, no podía disimular su orgullo, visiblemente contenido cuando hablaba con los periodistas. Todo había salido perfecto. Insuperable. Cómo si se hubieran celebrado unos juegos olímpicos.

Analizo los medios de comunicación de hoy y constato que aquella euforia, de alguna manera o de otra, se ha ido manteniendo a lo largo del tiempo. El 24 de agosto, los medios reflejaban el hecho que los Estados Unidos y Europa animaban Ucrania no solo a ganar la batalla del Dombás, sino también a recuperar la península de Crimea, en manos de Moscú desde el 2014. En consecuencia, los países occidentales se comprometían a enviar el dinero y las armas necesarias para conseguir estos objetivos. El secretario general de la OTAN, Jens Stoltemberg, añadía que los 30 países de la Alianza estarían con Ucrania “todo el tiempo que fuera necesario”. El presidente ucraniano Volodímir Zelenski recogía el reto y anunciaba que su ejército llegaría hasta el final, y que no entraría en negociaciones hasta que él y sus soldados no lo obtuvieran todo.

Los participantes a la Cumbre de Madrid habían hablado fundamentalmente de medidas militares y de sanciones, como no podría ser de otro modo. Y hace poco, llegaron noticias que alimentaban el optimismo desde esta óptica: las fuerzas armadas ucranianas habían reconquistado varias ciudades del norte del país. Y los periodistas se habían apresurado a hablar de cambio de tendencia, de crisis política en Moscú y de posible derrota del ejército ruso. Se sacaba la conclusión que Ucrania estaba a punto de ganar la guerra, la maquinaria bélica rusa se hundía, y el poder interno de Putin tambaleaba. Moscú movilizaba a sus reservistas.

Tres consecuencias que no provocan sonrisas

¿Por qué rememoro todos aquellos detalles protocolarios de la reunión de Madrid, más bien banales, y ya muy conocidos, y destaco el optimismo imperante? Pues para contraponerlos a la dura realidad actual y la que nos espera en el futuro. La invasión de Ucrania (único responsable: Rusia), las resoluciones de la cumbre y las iniciativas emprendidas por unos y otros ya han tenido, como mínimo, tres consecuencias importantes de carácter esencialmente negativo.

En primer lugar, han introducido cambios sustanciales en la dirección de los vientos en las relaciones internacionales: una nueva versión de la guerra fría, con el retorno de las potencias hegemónicas, que recobran la vieja potestad de marcar el ritmo de los acontecimientos mundiales. Y Europa ha perdido, de repente, poder de decisión y de influencia.

En segundo lugar, y relacionado con estos movimientos, se han promovido incrementos significativos en todo aquello que tiene que ver con el desarrollo de las políticas bélicas (incluida una aceleración en la fabricación y comercio de armas de última generación). Las armas están ganando espacio en el debate internacional, y las proclamas y gestos desafiantes se han impuesto a las vías diplomáticas.

Y, en tercer lugar, han provocado un notable oscurecimiento de las perspectivas económicas en los ámbitos regionales y global, sustentadas en una grave crisis energética y alimentaria, ahora que se intuía una mejora. La inflación se ha disparado. Nadie sabe cuánto durará ni, si añadimos el poder desestabilizador del cambio climático, se recuperará nunca el estado del bienestar a aquellos países que se lo podían permitir.

Nada deja entrever un mañana resplandeciente, sino todo lo contrario, más bien opaco, lleno de episodios peligrosos, actitudes temerarias y respuestas imprudentes. Una guerra injusta e injustificada, originada en un rincón de Europa, Ucrania, puede provocar una escalada de tensiones que deriven en una grave crisis de alcance planetario.

Insisto en la idea (ya explicitada en análisis anteriores) que esta guerra no la puede ganar nadie y la pueden (podemos) perder todos. Puedo estar equivocado. Pero esta preocupación es el motivo por el cual sigo sin entender las sonrisas y las caras de satisfacción a la cumbre de Madrid, ni tampoco las declaraciones irresponsables que llaman a llegar hasta la derrota total del enemigo, sea cual sea el enemigo. Putin ha dicho que no juega de farol en aquello que se relaciona con el uso de las armas atómicas. La amenaza va en serio. Es un chantaje puro y duro. Y me temo que el desenlace parte de una negociación (con el arsenal nuclear también sobre la mesa) o será el fin de todo. Por injusto que pueda parecer.

La batalla doctrinal

En la cumbre de Madrid, no recuerdo que nadie se refiriera a otro tipo de conflicto, quizás menos espectacular, pero, a la larga, más efectivo: el combate ideológico. El documento firmado por los miembros de la OTAN incluía una defensa, más bien formularia, de la democracia y de los derechos universales frente a las dictaduras. Está bien. Pero no es solo un problema de dictaduras, sino de una especie de choque de civilizaciones, de fundamentalismos extremos, de valores morales que reivindican un retorno al pasado. La vieja teoría de Samuel Huntington, profesor norteamericano de Ciencia Política y de Estudios Estratégicos, ha resucitado, pero no exactamente por la vía que él imaginaba.

Esta dimensión (siempre oculta) de enfrentamiento entre dos culturas o religiones viene de lejos. Emergió, no obstante (y de forma pasajera), el 20 de agosto, cuando murió en atentado la hija del ideólogo neoimperialista de referencia, Alexander Duguin, contra quien iba en realidad la agresión. Los autores intelectuales del asesinato (en parte, frustrado) sabían lo que se hacía: cortar de raíz la actividad de uno de los padres de la batalla doctrinal. En el funeral, algunos de los asistentes dejaron claro los objetivos finales de esta guerra paralela: aseguraron que no pararían hasta la ocupación total de Ucrania y, más allá, la expansión rusa a Europa y también en Asia. Y todo en nombre de la recuperación de los valores morales.

Allá estaba el empresario Konstantin Maloféyev, el financiador de un movimiento ultra de carácter global, que defiende el fundamentalismo cristiano (ortodoxo y dogmático) frente a la “perversión” de las sociedades occidentales. Maloféyev (y toda la rama proimperialista del ex-KGB) prestan apoyo económico a sus correligionarios de todo el mundo: a los sectores más tradicionales de los Estados Unidos (especialmente los evangelistas), al Frente Nacional francés (ahora Agrupación Nacional), a los partidos de extrema derecha de Italia, Grecia, Austria, Suecia y, en general, de toda Europa. Y esta batalla la empiezan a ganar: con los resultados a las elecciones en Suecia y sobre todo en Italia. Catherine Belton, la autora del libro “Los hombres de Putin” (ediciones Península), mencionado y citado en el análisis anterior, hace un retrato muy afinado.

El punto inicial de irradiación de este movimiento se encontraría en la iglesia ortodoxa rusa, de la cual Putin y algunos dirigentes de la antigua KGB se declaran seguidores fervorosos. Bastantes sacerdotes, obispos e incluso el patriarca de Moscú han hecho sermones a favor de una visión y misión imperial (la recuperación de la “Santa Rusia”), y en contra de la oleada de laicismo que afecta, en general, en todo el mundo occidental, y en particular (según ellos) a la Iglesia católica. Aquí los dirigentes del Kremlin encuentran un terreno abonado para sustentar sus ideas. Algunos clérigos han hecho de intermediarios entre el entorno de Putin y los descendentes de los combatientes blancos que lucharon contra los soldados soviéticos en las etapas postrevolucionarias, y que ven que sus sueños se pueden convertir en realidad.

Maloféyev, según Catherine Belton, se encontraba allá, siempre en medio de todo. Desde un principio, contó con la ayuda de la red de Serge de Pahlen, aristócrata de origen ruso, exdirectivo de Fiat, acusado de ser agente oculto de la KGB en París y Ginebra, y segundo marido de Margherita Agnelli. Contó también con la colaboración, entre otros muchos, de Vladímir Yakunin, exagente de la KGB, experto en infiltraciones, patriota confeso y “defensor de los valores familiares”.

Desde joven, Maloféyev ya se relacionaba con el entorno (en Ginebra) de los contrarrevolucionarios rusos. Ya dentro de la KGB, fundó fondos de inversión y empresas (generalmente tecnológicas) con orígenes más que sospechosos. Obtuvo cargos ejecutivos en compañías paraestatales, organismos de pantalla de la inteligencia rusa, que lo convirtieron en multimillonario. Creó varias fundaciones y ONG’s relacionadas con los valores religiosos tradicionales frente a las ideas liberales.

Buena parte de los superbeneficios que consiguieron las empresas de Maloféyev y otros colegas de la KGB sirvieron para financiar, entre otras muchas, las actividades de grupos de extrema derecha. Desde partidos políticos hasta bandas urbanas, como los “lobos nocturnos”, cuadrillas de motards vestidos con casacas de cuero a bordo de motos del tipo Harley Davidson. Y el entorno de Putin convirtió Maloféyev en el personaje clave en la lucha para extender las ideas conservadoras hacia Occidente. Objetivo: convertir Moscú en la tercera Roma,

Maloféyev jugó un papel fundamental en la desestabilización de Ucrania, antes de la invasión. Catherine Belton lo explica con mucho detalle. Pero sus propósitos iban mucho más allá: agrietar Europa. Empezó financiando del Frente Nacional francés, y continuó su actividad en Italia con la Liga del Norte (además, Putin era amigo íntimo de Berlusconi), en Hungría, Grecia, Austria, Alemania, Gran Bretaña (especialmente durante la campaña a favor del brexit), y en los Estados Unidos (el entorno del Kremlin engatusó a Donald Trump). En relación con la campaña para ganar el referéndum sobre el brexit, en el libro de Belton aparece la donación de un curioso personaje de origen español, Gerard López, amigo de Putin, y también multimillonario.

Es evidente que de la guerra de Ucrania y de la reunión de Madrid ha salido una Europa más debilitada, altamente y peligrosamente inestable. Es el gran sueño del Kremlin. Ha ganado la extrema derecha de Amigos de Italia, con Giorgia Meloni encabezando un gobierno de carácter ultraderechista, no especialmente europeísta, y probablemente tolerante con los caprichos neoimperiales de Vladímir Putin. En Francia, Emmanuel Macron, una vez perdida la mayoría absuelta en el Parlamento, se ve obligado a navegar entre aguas turbulentas, mirando de reojo a una derecha de inequívoca vocación ultranacionalista y partidaria de un debilitamiento de la UE. En el Reino Unido, el Partido Conservador ha librado la dirección del Gobierno al ala más integrista y más nacionalista. En Suecia, el bloque conservador, incluida la extrema derecha, ganó las elecciones. Alemania, el viejo motor económico de Europa, se tambalea. En España, las perspectivas también apuntan a un posible triunfo de la derecha con el apoyo de la ultraderecha. Y así sucesivamente. Las perspectivas no son alentadoras: la derecha más radical y con propensión neofascista se convierte en protagonista política a todo el Continente.

Y en un escenario de crisis global profunda, en el Kremlin todavía le quedan cartas ocultas. Los movimientos ultraconservadores de Stephen (Steve) K. Bannon, exasesor áulico de Donald Trump, y unos de los teóricos de la extrema derecha populista norteamericana, siguen las mismas sendas que los de Konstantin Maloféyev. En el entorno del actual presidente ruso, siempre se ha comentado que, si ganaba Trump, sería el fin de Europa y de la OTAN. Hay quien sospecha que Moscú dispone de información privilegiada sobre la vida y los negocios del expresidente. La primera victoria de Trump (noviembre del 2016) se celebró en el Kremlin como un triunfo propio.

Si Donald Trump se pudiera presentar y ganara las próximas elecciones presidenciales en los EEUU (noviembre del 2024), el escenario podría dar un vuelco total. Con Europa sumida en la desesperanza, por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, la democracia podría quedar muy debilitada.

Share.
Leave A Reply