– Ayer murió uno de los bebés que conocisteis. Parecía que estaba tirando adelante y, de repente, colapsó. Estaba muy deshidratado. Nos los traen muy tarde. Como no están delgados, hay madres que tardan mucho en darse cuenta de que están graves. Y otras no tienen dinero para pagar el transporte para venir aquí. No veíamos tantos casos así de graves desde hace muchos años. Estoy muy cansada.

Aminata Coulilsaly lleva atendidos una quincena de bebés y todavía le queda, al menos, otra decena antes de poder hacer un descanso. Apoyada por tres asistentes, la enfermera palpa las extremidades de las criaturas, el abdomen, les inspecciona los ojos, el interior de la boca, los mide y los pesa. Lo apunta todo en un cuaderno enorme lleno de columnas, como los de los contables con los haber y debe. Compara las nuevas cifras con las anotaciones de los días previos, echa cuentas. Si el saldo es positivo, es probable que el paciente sobreviva. Si es negativo, la enfermera de rostro redondo y brillante azuza a su madre para que consiga que la criatura tome más pasta de cacahuetes y beba agua o leche. Si no padece otras complicaciones médicas, es todo lo que el bebé necesita para sobrevivir, al menos, esta vez: unas cuantas bolsitas de Pumply Nut, la fórmula que desde su invención en Francia en 1999 ha salvado la vida de decenas de millones de personas.

Vivimos en un mundo que produce el doble de alimentos que se requieren para alimentar a toda la humanidad. Y en lugar de garantizar una distribución equitativa, se ha (nos hemos) conformado con que decenas de miles de madres tengan suerte si pasan horas presionando, con sumo cuidado, un tubo metálico, para depositar bolitas de manteca de cacahuete en su dedo y, presionando levemente entre los labios de sus hijos, consigan que la succionen. Como especie, no solo somos tacaños en nuestra solidaridad, sino también en nuestra capacidad de convertir el progreso en bienestar común. Y aun así, esas madres que centran toda su atención y esperanza en mantener con vida a sus hijos, saben bien que uno de los primeros síntomas de que el hambre o la enfermedad se han convertido en malnutrición es la pérdida del apetito. Agotados e inflamados los órganos, el cuerpo rechaza el alimento. Así sea un alimento diseñado para contrarrestar, por ejemplo, las consecuencias de las guerras. Y en los cuerpos de estos niños y niñas se estrellan los efectos de dos: la que sufre Mali desde hace una década y la que ha sumido en el infierno a Ucrania desde hace –casi– uno.

A raíz de la invasión rusa, la inflación del precio de los alimentos, una marcada tendencia de los últimos años, llegó a alcanzar un 20% en septiembre. En noviembre se situaba en un 13%. Productos básicos para la supervivencia de su población como el trigo, el maíz y el arroz han aumentado su precio en el último año en un 17%, 29% y 6%, respectivamente.

La crisis multidimensional de Mali

Moussa tiene once meses y nació en la pequeña aldea de Seno, a dos horas en autobús de Kayes, la ciudad maliense más cercana a Mauritania y Senegal. Si este niño de vientre abultado muere, debería contar, también, como víctima civil de la invasión rusa de Ucrania. Su madre, Binou Kanté, lo trajo hace una semana al  hospital de Kayes. Ya no sabía qué más hacer para frenar las diarreas con las que se iba consumiendo desde hacía días. La mujer consiguió juntar las monedas necesarias para subirse a un taxi colectivo y llegar hasta este barracón llamado Unidad de Malnutrición. Aquí, una docena de mujeres como ella pasan la noche en el mismo cuartucho oscuro, cada una con su hijos en colchones raídos y envueltos en una mosquitera. Cada mañana, sentadas en un poyete al aire libre, esperan el veredicto de las enfermeras. Junto a ellas, el resto de familias que pernoctan o viven en la ciudad.

– ¿Ves sus manos y pies inflamados? Es uno de los síntomas de la malnutrición. Como este cabello rubio. Su cuerpo no tiene nutrientes suficientes para producir melanina para colorearlo. La situación de necesidad de las familias es extrema.

Coulilselay es la coordinadora de la unidad de malnutrición, una habitación y un patio que no cuenta siquiera con baño propio o una cafetera, como nos hace saber. “Tengo cuatro hijos míos y uno adoptado. Es el hijo de mi hermana pequeña. No lo podía sacar adelante”, suelta, sin que le pregunte, tras anudarle a un bebé el amuleto que las madres suelen colocarles alrededor de la cintura. Se le había quedado grande y podía salírsele por la cadera.

Una asistente de enfermería mide el brazo de un bebé para comprobar su evolución médica | RICARD GARCÍA VILANOVA

Junto a ella, Aissata Denbele reparte, bromeando e intentando relajar el ambiente, las ayudas económicas que la ONG Acción contra el hambre entrega a las madres –y a los pocos padres que hacen las labores de acompañantes– para que puedan pagarse un plato de comida con el que pasar el día, el autobús de ida y vuelta a sus aldeas, las medicinas. Un aporte económico crucial sin el que muchas familias ni siquiera podrían plantearse la hospitalización.

Los niños y niñas que llegan con principios de malnutrición requieren entre 3 y 5 días para estabilizarse y poder seguir con el tratamiento en casa. Los que han entrado en fase de malnutrición severa pueden pasar más de un mes ingresados. Acción contra el hambre es una de las ONG con más programas en la región del Sahel destinados a esta problemática. Y lo hace yendo a la raíz: para prevenirla lo más eficaz es invertir en mejorar el saneamiento público y en el acceso al agua potable. Porque más que el hambre, lo que mata en Mali son las diarreas provocadas por la imposibilidad de mantener unas mínimas condiciones de higiene. La esperanza de vida en este país es de 62 años. La más baja del mundo, los 59 años de Guinea Ecuatorial. En España superamos los 83. Un tercio menos de vida por nacer en un país desposeído durante siglos de sus recursos. La mitad de la vida adulta.

“Hay que entender que la situación de Mali responde a una crisis multidimensional y que si no se resuelven sus distintos flancos no va a mejorar. A la falta de higiene y de agua potable, hay que añadir de educación, de alfabetización, de ingresos por el desempleo, la inseguridad alimentaria por la reducción de las cosechas por los enfrentamientos entre los actores armados, por la reducción de lluvias y ahora, además, por la guerra de Ucrania”, explica Sherifath Mama Chabi, experta en nutrición pública y coordinadora de la delegación de Acción contra el Hambre en Kayes. La investigadora beninesa, que coordina un equipo de una quincena de personas, tiene que destinar buena parte de su jornada a valorar el nivel de peligrosidad de sus actividades. Cada vez son más infrecuentes los traslados fuera de la ciudad.

Los secuestros por parte del yihadismo de cooperantes blancos ha acelerado un proceso lógico y necesario desde el punto de vista ético y funcional: el aumento de trabajadores africanos negros en las grandes ONG y en las agencias de las Naciones Unidas. Ante el avance que en la última década han protagonizado los grupos vinculados con Al Qaeda y el Estado Islámico hasta el centro y el sur del país, las ONG apenas contratan cooperantes blancos en Mali y reducen su estancia, salvo contadas excepciones, a Bamako. Incluso la región de Kayes, una de las menos afectadas por la violencia propia de esta guerra, está vetada desde hace meses para los trabajadores blancos. El yihadismo opera en esta zona estratégica por su cercanía con Mauritania y Senegal aunque no suele actuar de manera visible. De hecho, cuando un avión aterriza en el pequeño aeropuerto de la ciudad, sus pilotos no apagan los motores mientras los pasajeros descienden. A su alrededor,  soldados vigilan el perímetro apuntando con sus ametralladoras hacia la arboleda que lo rodea. Rápidamente, y tras un exhaustivo control militar, el nuevo pasaje sube a la aeronave que despega rápidamente.

En junio de este año, dos trabajadores de la Cruz Roja danesa, el chófer de nacionalidad maliense y el cooperante, senegalés, fueron asesinados a tiros por dos hombres desde una moto cerca de Koussané, una población a dos horas en coche de Kayes. El ataque, en el que también resultó herida una trabajadora de la ONG Amassa Afrique Verte, no ha sido reivindicado por ningún grupo, por lo que no se descarta que el motor fuese económico ya que las víctimas fueron desvalijadas.

Estar en una zona a salvo de los combates facilita la observación de las otras violencias que cualquier guerra normaliza. “Estamos viviendo un récord de atracos. Cada vez hay más campos sin cultivar por miedo de sus dueños a ser atacados. Y como aquí el enemigo es invisible, hay mucho temor a que irrumpa en cualquier momento. Esto ha frenado el movimiento de bienes y personas y, por tanto, el desarrollo que estábamos viviendo hasta antes de la guerra”, explica Ibrahima Mademba, coordinador de la ONG SOS Sahel en Kayes.

Pese a ello, Mademba se enorgullece de que esta región haya reducido la malnutrición severa gracias al trabajo coordinado de varias ONG, del Estado y del gobierno local para que en todos los centros de salud haya algún especialista en su detección. Ahora, el gran temor son los efectos de la última guerra, la de Ucrania, que se ceba incluso con su remedio más fundamental.

Centro de salud de Kayes en el que llevan a cabo un programa de prevención de la malnutrición infantil con apoyo de Acción contra el hambre | RICARD GARCÍA VILANOVA

Los efectos de la guerra en un mundo globalizado

Un ejemplo paradigmático para explicar la globalización económica es que el Pumpy Nut, la cura cuando el hambre mata, haya aumentado su precio más de un 20% desde el comienzo de la invasión rusa de Ucrania. Hasta entonces, Rusia y Ucrania eran los dos grandes exportadores de cereales y de aceites vegetales –a excepción del de oliva-. Su reducción en los mercados provocó un alza de los precios y, en consecuencia, de alimentos como la leche –las vacas de crianza industrial son alimentadas con pienso–. A su vez, el cacahuete se ha encarecido por el aumento del precio de los pesticidas, del combustible que se emplea para su transporte y de las recurrentes sequías que han reducido su producción. Incluso se ha encarecido el coste de los tubos métalicos que permiten su conservación hasta durante tres años en las peores condiciones.

UNICEF, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia, es el principal comprador de este alimento terapéutico, cuya receta incluye minerales y vitaminas. Hasta ahora adquiría unas 49.000 toneladas anuales con las que alimentaba a unos 3,5 millones de menores al año. De no aumentar su presupuesto, tendrá que reducir su volumen de compra en un 16%, lo que dejaría sin tratamiento a más de 600.000 menores. Justo cuando las cifras de malnutrición infantil severa en África se han disparado.

Según también las Naciones Unidas, unos 6,3 millones de niños de entre seis meses y seis años padecen una forma de malnutrición potencialmente mortal en seis países del Sahel. Y más de un millón de niños y niñas están en riesgo de morir si no reciben asistencia humanitaria. En Sudán del Sur ya se ha declarado el grado de hambruna y la situación es también crítica en Yemen, Somalia y Nigeria. En Etiopía, cada minuto un menor ingresa en un centro de apoyo nutricional… Y esta es la trampa de las cifras: que cuanto más altas, más inofensivas. La idea de un niño muriéndose por falta de nutrientes resulta insoportable. Mil, indignante. A partir de diez mil, una masa sin rostros y, por tanto, inhumana, en consecuencia: asumible. Seis millones trescientos mil niños y niñas no son nada. Por eso las estadísticas no cuentan y, por eso, el humanismo se construye con historias con nombres y apellidos, con palabras.

Dalla Yalla tiene un año y medio y su madre, Tapa Ramabu, lleva meses intentando alimentarlo con lo que tiene para que crezca. Yalla es minúsculo, pero tiene cara de anciano. Tapa tiene 24 y otros seis hijos. Dice que están todos bien, salvo Yalla, que se está muriendo. La vida y la muerte se suceden aceleradamente y sin hacer ruido por esta sala hospitalaria. Incluso cuando reparten unos sonajeros artesanales entre las madres para que estimulen con su tintineo a los niños, el ambiente es de un contenido duelo.

La geoestrategia mundial en una aldea de Mali

En Kayes a nadie le sorprende el impacto que tienen los eventos internacionales en sus vidas. Esta ciudad está considerada la más calurosa de manera permanente en el continente africano a causa de las montañas abundantes en hierro que la rodean. Su riqueza y su enclave estratégico la convirtieron en una de las estaciones más importantes del tren colonial francés que comunicó Níger con Senegal atravesando Mali. Un edificio de ladrillo rojo en ruinas recuerda que hubo un tiempo en el que de aquí no solo salían sus recursos naturales, sino que también llegaban y partían pasajeros de manera regular. Alrededor, escenas propias de la miseria de uno de los diez países más pobres del mundo: quienes venden fruta para sobrevivir no suelen tener más de una veintena de frutos como toda mercanía; quienes venden muebles parecen llevar muchas semanas con el mismo par de camastros a la intemperie. Salvo la ruta que sigue hasta la frontera, el resto de calles están sin asfaltar, y la única finca amurallada y pintada es la de un expolítico que, dicen muchos en Kayes, hizo fortuna durante un mandato.

“Esta zona del país es de pura emigración por su cercanía con las costas de Senegal y Mauritania. No hay familia en la que, al menos, uno de sus miembros no haya migrado a Europa. De hecho, tenemos de las tasas más altas de poligamia del país porque hay muchos menos hombres que mujeres”, explica Adama Keita, quien vivió unos años en Europa antes de retornar para trabajar como administrativo en un centro de salud. Esa emigración masiva envió durante años remesas con las que se crearon los barrios de casas de adobe que rodean la ciudad y a los que se trasladaron miles de familias procedentes de las aldeas circundantes. Con el crack de 2008, se redujeron, a la vez, las cuantías enviadas por los familiares y las partidas procedentes de la cooperación al desarrollo europea, para la que esta región era prioritaria. Fue el principio de la última tormenta perfecta.

Una crisis económica que se agravaba según los grupos aliados de Al Qaeda y del Estado Islámico avanzaban desde el norte hasta el centro y el sur del país, provocando en esta década de guerra más de 25.000 muertes y 2,5 millones de personas obligadas a huir de sus hogares, según la Agencia de las Naciones Unidas para los refugiados (ACNUR). Una espiral de violencia alimentada también por las milicias de autodefensas, los grupos criminales dedicados al tráfico de personas, de armas y del narcotráfico, las fuerzas armadas malienses y la intervención francesa a través de la Operación Barkhane y, por último, los paramilitares rusos de Wagner.

A su vez, la pandemia de coronavirus agrietó, aún más, la ya frágil economía de subsistencia maliense. La invasión de Ucrania ha supuesto un seísmo internacional cuyos últimos eslabones de la cadena son estos niños y niñas que esperan ser atendidos en un centro de salud de Kayes. A lo largo de este año, Mali ha visto cómo el porcentaje de niños malnutridos ha aumentado un 53% con respecto al año anterior y en un 40% los afectados por malnutrición severa: más de 309.000 niños y niñas en un país de 20 millones de habitantes.

“Muchos bebés no caen en la malnutrición por la falta de alimentos sino porque sus madres, que les amamantan, tienen ellas mismas anemia y las defensas bajas. Además, aquí el 70% de la población es analfabeta y muchas veces creen que lo que les ocurre es porque les han echado mal de ojo. Y luego está la falta de empleo: la gente necesita recursos para mejorar su situación”, explica Abdelkader Simpara, doctor de un centro de salud gestionado por una mutua privada en Kayes. “La primera condición necesaria para que un país se desarrolle es un buen sistema de salud con el que la gente pueda vivir”, concluye, mientras en la sala de espera espera una veintena de personas que pagarán por la consulta. La afección más habitual, según el doctor, es la malaria, una enfermedad prevenible, curable y para la que existe vacuna.

En la otra triple frontera, donde se desarrolla con más virulencia la crisis de seguridad del Sahel, la que comunica Níger, Burkina Faso y Mali, es donde la malnutrición está provocando más muertes. Las ONG internacionales tienen grandes dificultades para acceder a un territorio en el que, desde hace años, el Estado no tiene presencia y que está controlado por los grupos yihadistas y las milicias de autodefensa.

“Para llevar alimentos e insumos médicos hasta allí tenemos una red de colaboradores que negocia constantemente con los distintos grupos armados. Y aun así está siendo cada vez más habitual que secuestren durante un día o dos a nuestros compañeros que viajan al terreno. A veces piden rescate, pero sobre todo les interrogan con el fin de obtener información militar porque nos acusan de colaborar con el Gobierno. Y el Gobierno nos acusa de colaborar con los terroristas”, explica el responsable de una reconocida ONG cuya identidad nos pide que omitamos para no comprometer su labor.

En la última década, Mali ha vivido tres golpes de Estado; dos de ellos, en los últimos tres años. Y todos por parte de miembros destacados del Ejército nacional que acusaban al Ejecutivo de incompetencia a la hora de combatir a los grupos de corte yihadista. “El problema es que muchos de los yihadistas eran o se han convertido con el tiempo en miembros y líderes de las comunidades, se han casado con sus mujeres y han tenido hijos en las aldeas. Esta guerra no se podrá acabar mientras no se negocie con ellos”, añade este experimentado cooperante, ducho en numerosos contextos bélicos.

Ahora su principal dedicación es conseguir fondos para responder al agravamiento de la situación. “Se han acabado las reservas de la última cosecha y aún no se ha recogido la nueva. El impacto de la crisis climática en el retraso de las estaciones de producción y en la reducción de las recolectas está generando una situación muy alarmante. Y ahora mismo los donantes tienen la mirada fija en Ucrania y en la atención a sus refugiados. Es normal, pero mi labor es hacerles entender que estas personas también son refugiadas, en este caso de la guerra de Mali, y también víctimas de la guerra de Ucrania”, añade con un tono de exasperación.

La habitación en la que pernoctan las madres con sus hijos e hijas hospitalizados por malnutrición en el hospital de Kayes | RICARDO GARCÍA VILANOVA

Y como uno de los principales rasgos de distinción del siglo XXI es la complejidad, cada vez una mayor parte de la población maliense cree que solo la intervención del Ejército ruso puede acabar con el terrorismo yihadista en su país. Y como cuando se abre una senda, raro es que no la transiten otros depués, el Kremlin ha enviado a Mali más de un millar de paramilitares del grupo Wagner –como hizo Estados Unidos con Blackwater en Irak–, además de armas para el Ejército nacional. Una cooperación que Putin empezó a trabar en 2013 cuando anunció el envío de ayuda humanitaria a Mali por su preocupación por el crecimiento del yihadismo. “Si Gadafi hubiese pedido ayuda a Putin aún seguiría en el poder en Libia, como Assad sigue en Siria gracias al apoyo de Rusia en la guerra contra los terroristas”, explica a La Marea Ben Diarra, conocido como Le Cerveau, líder del movimiento Werewolow, que exige la salida de la MINUSMA, la misión de la ONU, y la intervención de la tropas rusas en su país.

“Necesitamos que todo el mundo acepte sentarse y hablar porque toda guerra termina con una mesa de negociación. La gente no toma las armas en Mali porque quiera la guerra, sino por un problema vinculado con el desarrollo, con la falta de empleo”, exhorta Ibrahim Mademba, de SOS Sahel. Lo dice en relación con unas declaraciones del presidente Emmanuel Macron de este verano. Tras anunciar el traslado de las tropas francesas de Mali a Níger, tras una década de guerra contra el terrorismo en el que los yihadistas solo han hecho ganar terreno, el mandatario francés acusó al presidente Goïta de negociar con terroristas, lo que parte de la población maliense volvió a interpretar como una nueva injerencia colonial. El 22 de noviembre, Francia anunció que suspendía el envío de ayudas para el desarrollo.

– Vuelvan mañana y verán cómo ha mejorado este bebé– nos dice como despedida Aminata Coulilsaly antes de acompañarnos hasta la entrada del  hospital de Kayes. A apenas unas cuadras, una bandera rusa ondea en una gasolinera. Aquí también se libra la guerra entre las potencias occidentales y Rusia. Y, en lugar del frío, el arma más letal es la diarrea y el hambre.

Este reportaje forma parte de una cobertura en Mali realizada por Patricia Simón y Ricard García Vilanova en el marco de un proyecto del Institut de Drets Humans de Catalunya, con la colaboración de la Escola de Cultura de Pau, financiado por la Agencia Catalana de Cooperación al Desarrollo y es original de La Marea

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