Una inevitable constante urbana es caminar por sitios a priori irrelevantes cuando no lo son en absoluto. Ello es debido a las transformaciones contemporáneas, tan poderosas como para desdibujar la ciudad hasta hacer irreconocible su pasado.

Sucederá con estrépito en el paseo de este jueves, focalizado en una línea recta hacia plaça Maragall, puerta al barrio dels Indians, nuestro siguiente objeto de estudio para remediar, como siempre, una injusticia histórica, tan bestia como para no tener claro siquiera el origen de esta zona de Barcelona, marginada incluso en su denominación actual al compartirla con el Congrés, cuando ambos segmentos son muy diferentes, además de hallarse separados por cuestiones geográficas, como veremos a lo largo de las próximas semanas.

Al salir del passatge de Rustullet me exijo el esfuerzo de recordar la morfología y los hábitos anteriores a mi centuria. En realidad, mi ruta es muy simple, pues sólo debo ir de Trinxant a Navas de Tolosa por el lado mar de paseo Maragall, algo magnífico al permitirme contemplar la parte montaña con sus accesos al Guinardó

El primero es del carrer Xiprer, no confundir con el cercano Xifré, una ele con aspecto de apuntalarse durante la primera década de la posguerra a partir del estilo arquitectónico de sus fincas, sobre todo en su tramo hasta el passatge de Llivía, con término medio para ingresar a otra travesía, la de Garcini, dedicada a la masía en vías de convertirse, tras muchas protestas vecinales, en equipamiento municipal, una victoria para preservar el patrimonio rural de esta enorme barriada, siempre en la lista de futuros booms inmobiliarios por su tranquilidad sin apenas bares, calidad de vida y subidas sin fin.

La torre Garcini, recuperada por los vecinos como futuro equipamiento | Jordi Corominas

Tras Xiprer llega el turno de Teodor Llorente, y aquí sí hay tela a cortar en suma abundancia al ser esta vía protagonista de una salvaje reforma para conectarla mejor con la ronda del Guinardó y modernizar sus elementos, durante décadas una amalgama entre la pureza primigenia, una mezcla de construcciones donde cabían desde fábricas de tintes a intendencias militares y la omnipresente presencia del mercado, de los primeros remodelados según los cánones contemporáneos, ruina total de esta familiaridad casi ancestral al incorporar a sus instalaciones un supermercado, sepulturero de las paraditas de su antecesor, ahora superviviente casi de modo testimonial para no fastidiar más la pérdida de esencias en los aledaños, reforzados en esta metamorfosis por un CAP al lado de tiendas proverbiales para los vecinos, tales como un negocio fotográfico o un colmado separador del carrer de Renaixença y el de l’Oblit, diabólico por sus demencial cuesta.

Teodor Llorente ostenta otros secretos. El negativo, para no alargarnos, se halla en su cima mediante una cafetería arquetípica de la perversión de los barrios, en peligro por propuestas comerciales de ese tipo, amantes de rotular en inglés y cínicas por sus precios escandalosos, la taza a cinco euros para engañar al personal y priorizar el público turista de paso, cada vez más frecuente en la cercanía por la descentralización hotelera y los apartamentos de alquiler.

El carrer de Teodor Llorente, con el mercado del Guinardó a la izquierda | Jordi Corominas

El positivo, que en realidad no lo es, nos conduce a una de tantas desapariciones. En la esquina de Teodor Llorente con passeig Maragall podemos admirar una promoción inmobiliaria reciente. Sucedió desde la última semana de julio de 2004 a la masía de Can Girapells, derruida por el Ayuntamiento de Joan Clos al carecer según su criterio de valor arquitectónico, craso error al desmerecer lo sentimental e ignorar con estulticia las reivindicaciones locales, en general mejor informadas sobre su significación en relación a los papeles del Consistorio.

La cronología de Can Girapells la sitúa como propiedad en 1776 de Miquel Basté. Los herederos mantuvieron su uso agrícola, centrado en la floricultura, hasta 1899, cuando se repartió entre cinco miembros del clan para romper con la norma y constituir una lenta antesala hacia su adiós al venderla a un militar melillense, José Palanca, quien la traspasó a la compañía de Carbones Eléctricos, usándola esta empresa como almacén hasta la compra del caserío en 1927 a manos de Antonio Vidal i Sierra, quien tras su fallecimiento la cedió a sus hijas, las últimas de fila antes de la expropiación, consumada cuando las paredes asomaban debacle por esa práctica habitual de dejar pudrir el lugar hasta poder perpetrar el terrorismo de la piqueta sin oposición alguna.

Plaça Maragall 1924- El entorno de la plaça Maragall cerca del 1924, al fondo a la derecha Can Girapells

La masía de Can Girapells escondía otra idiosincrasia muy característica de este limbo. Como hemos contado en repetidas ocasiones, el passeig de Maragall recogió el testigo de la carretera de Horta, aquí subsistente en el carrer de la Garrotxa hasta su muerte tras dejar atrás el carrer d’Art, con su descenso torrencial de la Guineu, y ser engullido por el passeig de Maragall, imperial tras su inauguración en 1911, fundamental por su tranvía y expeditivo tanto por su amplitud como por disponer de vastas habilidades para aniquilar casi todo lo contenido en sus inmediaciones.

En Garrotxa con passeig de Maragall, algo a recuperar en breve, se hallaba la segunda masía de la familia Vintró tras la colindante al passatge Oliva del Camp de l’Arpa. Esta reminiscencia de la carretera d’Horta tiene la virtud de exhibir en sus edificios un diálogo de muchas épocas. Sus números del 41 al 45 se ocupan por unos bloques hoy en día multicolores de crucial importancia para comprender la morfología previa a la plaça de Maragall, a remarcar desde muchos aspectos, entre ellos ser de las pocas barcelonesas dividida en dos como acaece con las de Letamendi, Rovira y Urquinaona.

El bloque del 41 al 45 del carrer Garrotxa desde Teodor Llorente | Jordi Corominas

Esta mole es de 1949 y podemos definirla de transición entre la estética franquista con ribetes fascistas, Bohigas fue más duro y la calificó de brunelleschiana, y cierto salto al abismo no exento de simetrías. Al ser un puente entre dos aguas es espectacular observar la desnudez de la fachada, el equilibrio de sus ventanas y la belleza de su coronación, todo ello rubricado por los arquitectos Joan Anguera Vicente y Antonio Pineda Gualba, quienes dieron el broche al conjunto al terminarlo justo en la plaça Maragall tras copar el intersticio final del carrer del Doctor Valls, una de las calles más heterodoxas de este microcosmos con la mera función de alcanzar la iglesia de los Mínimos en el carrer de l’Oblit.

La confluencia entre el carrer de l’Oblit i el del Doctor Valls | Jordi Corominas

El bloque, financiado por Construcciones Urbanas Barcino S.A., es un indicio del mañana al ser Antonio Pineda uno de los encargados, junto a Soteras Mauri y Marqués Maristany, de elevar el barrio del Congrés al cabo de poco tiempo, si bien el resultado de Garrotxa puede recordar más bien a las puntas de lanza del polígono de Torre Llobeta en el carrer de Cartellà.

Por lo demás, la operación en la vieja carretera d’Horta nos brinda un extra pluscuamperfecto para nuestra labor. Si paramos un instante en plaça Maragall y observamos con parsimonia su estructura veremos como los su edilicia más ajada, si exceptuamos la panadería en la esquina con Navas, corresponden a esos años cuarenta tan ninguneados, algo remarcable al ser esta ágora un proyecto nunca tomado del todo en serio desde el rigor, como si con ofrecer unas cuantas hectáreas al pueblo bastara para zanjar el expediente.

Share.
Leave A Reply