Este año las Barcelonas cumplirán un lustro, lo que comporta una disección de la ciudad, metro a metro, calle a calle, durante más de doscientas cincuenta entregas con sus travesías, lugares, personajes, descubrimientos y emociones para servidor, pues confieso pasármelo muy bien con mi trabajo desde la conciencia de hacerlo no tanto para el presente, sino para los venideros, entre otras cosas por cómo la tradición ha estudiado la Ciudad Condal, enfocándose más hacia su centro, dejándose para la periferia cuatro o cinco efemérides repetidas hasta la extenuación, algo sólo alterado desde la irrupción de los Huertamaros, dícese de los seguidores de Josep Maria Huertas-Claveria, padre de todos junto a Jaume Fabre, de quien por cierto hace poco se han recuperado sus Cróniques del fang, en la editorial del Ayuntamiento, ente con independencia de los mandamases municipales.
Los pioneros merecen un respeto, pero el siglo XXI ha proporcionado muchas facilidades a la hora de atar cabos desde la revolución digital, acabándose muchas visitas al pabellón de la República, ahora mismo clausurado, para consultar sus ingentes fondos en papel, como en la carrera, donde acudía a esa reproducción del edificio de Sert para sentarme en una mesa y abrir con devoción el polvo de esos volúmenes. En mi caso sé que no soy tonto. Mis ensayos sobre Enriqueta Martí y la Historia de Barcelona explicada mediante la violencia son referencias en su campo. Ambos libros surgieron de momentos distintos. El primero se publicó en 2014 y requirió una labor más basada en los periódicos, mientras el segundo mezcló la observación directa con los datos de archivo por la evolución de una extensa línea temporal entre 1835 y la contemporaneidad previa a la Pandemia.

El estallido de la misma me confirió un cambio de rumbo al ampliar la mirada y con ella el espectro para indagar. Mi rutina consiste en pasear muchísimo y documentar lo mirado con fotografías. Algunas caminatas parten desde la intención de no perder comba con la totalidad urbana de los márgenes. Puedo andar por el Eixample, pero deberé vivir muchos años para sentar cátedra con su espacio al interesarme mucho más todos aquellos territorios sin escriba, los barrios, plagados de muchas capas para comprenderlos, desde sus accidentes naturales hasta el anonimato de tantos inmuebles, ocupados por personas de carne y hueso con vidas sepultadas en el olvido. Para rescatar tantos dimes y diretes tengo diversas alternativas.
Lo geográfico, suelo hablar cuando guio a mis alumnos de la magia de sospechar de una curva en el asfalto porque suele indicar una anomalía significativa, puede revisarse desde el cotejo en los mapas de la extraordinaria Cartoteca digital o el mismo Archivo Municipal, donde asimismo han colgado en su búsqueda online muchas referencias utilísimas a la hora de hilar fino sobre la formación de las barriadas o para desvelar la autoría de la finca, algo glorioso cuando sucede, exaltándome mientras me lleno de estupor por cómo durante decenios la información permaneció oculta por la general ausencia de curiosidad.
Este 2023 tengo un plan trazado con el propósito de dar luz a los barrios dels Indians, el Congrés y Vilapicina, uno de mis enclaves favoritos de Barcelona, entre otras cosas por el carrer de la Mare de Déu de les Neus, una vía fundacional de una estructura relegada por la apertura del passeig de Fabra i Puig como supremo enlace entre Sant Andreu y Horta, mientras el de este pueblo, sólo agregado en Barcelona en 1904, con la Sagrera se efectuó en 1867 al tenderse, de acuerdo con distintos propietarios, el carrer de Estévanez, hoy en día Garcilaso, divisoria de dos mundos más tarde separados por las fechas de sus viviendas.

Ofrecer una visión de conjunto no suele ser muy exigido, por eso mismo muchas asociaciones de barrios pueden manejar fuentes básicas, en la mayoría de casos repeticiones de otros textos poco accesibles para el común de los mortales. Sin embargo, este amateurismo, sin acento crítico y premiado por oportunismo de las autoridades, no profundiza hasta la minucia significante. Para obtenerla, conviene de vez en cuando solicitar cita en la sede del Archivo del carrer del Bisbe Caçador o desplegar todo el elenco concreto de los números de la Gaceta Municipal, donde desde 1914 se compilan las metamorfosis urbanísticas barcelonesas, desde el cambio de numeración de una vía hasta los decretos en pos de la frustrada desaparición de pasajes durante la primera posguerra, un síntoma del anhelo de densificar la demografía de la ciudad y eliminar molestias en la cuadrícula.
Ahora mismo, el periodismo ciudadano está de capa caída porque los medios lo desatienden o lo plasman desde una crítica muy trillada que apenas pisa la calle ni pregunta a los vecinos sobre las problemáticas de sus cercanías, más de una vez vinculadas con el pasado y la destrucción del patrimonio, lastrado porque los Ayuntamientos Democráticos no reflexionan en demasía y usan el Plan General Metropolitano de 1976 a su antojo. He mantenido conversaciones con concejales, muchos de ellos supremos ignorantes de la realidad del callejero, no tanto del conocimiento de nombres, sino de las afectaciones en su tejido.

No puedo resolver esta calamidad, consolándome con la diversión de resucitar esas existencias de tiempos anteriores al nuestro para aprehender mejor el presente y fomentar las señas de identidad en los setenta y tres barrios de Barcelona. Para conseguirlo, además de la Historia oral, son esenciales las hemerotecas, muchas de ellas consultables de modo gratuito gracias a la gestión pública
La de La Vanguardia era libre de acceso y gratuita hasta hace bien poco. Al ser longeva, con ediciones desde 1881, es una mina con el añadido de deleitarnos con una plétora de periodismo cotidiano, plagado de detalles hoy en día impublicables ante la decadencia de las notas simples porque, a priori, nadie manifiesta inclinaciones por saber si a fulanito le han sustraído la cartera en un autobús o si menganita sufrió un atropello en la Gran Via de Les Corts Catalanes, sin omitir el tesoro de las necrológicas como pista de arranque para mis pesquisas.
Hasta esa fecha, la hemeroteca de La Vanguardia era un motor de búsqueda impecable por fecha al propiciar la acotación cronológica y ser imbatible con las proverbiales comillas para dar en el clavo. Todo esto se ha perdido como lágrimas en la lluvia con la nueva versión. Para exprimirla, me obligaron a una baldía suscripción anual, pues si empleo los rudimentos de antaño sólo topo con un desastre absoluto, como si les hubiera dado por sabotear al usuario con mucho cinismo. La carcasa, pese a mutar el diseño, es la misma, enquistándose el pasado, enterrado con siete llaves en un limbo de páginas escaneadas muy bonitas como regalo de aniversario y difuntas para los que luchamos por recuperar lo pretérito, brindándolo a la ciudadanía.

Por supuesto hay solución al embrollo, aunque los responsables no respondan a los correos electrónicos. Las Barcelonas continuarán mientras viva porque no dependo sólo de un manantial. Aun así, es una vergüenza contemplar cómo una entidad privada renuncia a su generosidad, destruyéndola mientras se ampara en el silencio y no mueve un dedo para remediar su propio desaguisado.
Sin sus breves ahondo más en esa sensación de ser un cronista de un mundo abocado a la desaparición, conformándome casi con una lágrima por tener sólo una cara de lo bifásico sintetizado en Kant y Casanova. El filósofo paseaba cada mañana por Konigsberg hasta ser bautizado como el relojero. Caminaba, observaba y así fue como despojó a los edificios de sus superficialidades hasta otorgarnos la autenticidad. El veneciano redactó una Historia de su vida, impagable testimonio de los exteriores de una época. Puedo ser Kant porque la redundancia en los andares desnuda la ciudad. La Vanguardia, algo chocante por su fría y fantástica lectura de remar junto al poder durante generaciones, es Casanova, y sin su hemeroteca nos inhabilita asimilarnos a su seducción, muy incorrecta en esta centuria donde es mejor ser analfabeto pese a tener los mecanismos para la emergencia de tantas historias soterradas ahora por partida doble, sin horizontes despejados en la proximidad.