El PSC es la primera fuerza política de Catalunya. Es un dato que se obvia a menudo, más teniendo en cuenta que nunca antes en su historia había sido primera en votos y escaños. En las elecciones del 2003, Pasqual Maragall (PSC) logró un puñado de votos más CiU, pero la distribución en escaños colocó a los socialistas por detrás de los convergentes. También es cierto que en otros comicios (1984, 1988, 1992, 1999, 2003, 2006) consiguieron un mayor número de representantes, pero en las cuatro primeras quedaron en segunda posición lejos del omnipotente Jordi Pujol, y en las dos últimas fue Artur Mas quien quedó por delante.

Antes del inicio de la era del Procés, el sistema de partidos catalán era el de un bipartidismo asimétrico. Dos fuerzas, CiU y PSC, cubrían las categorías simbólicas del centro-derecha y el centro-izquierda. ERC hacía de partido comparsa, ICV apuntalaba a los socialistas, y el Partido Popular – que siempre fue bastante marginal – echaba una mano a los convergentes cuando éstos lo necesitaban. Sin ir más lejos, los presupuestos del año 2011 (un año antes del pistoletazo de salida oficial del Procés) Artur Mas requería de la ayuda de Alicia Sánchez Camacho para sacar adelante los mayores recortes de la historia del país.

El PSC representaba el progresismo, una ideología vinculada emocionalmente a la tradición política socialdemócrata; herederos de los debates que tuvieron lugar en el seno del socialismo marxista de posguerra, la familia socialista pudo hegemonizar durante décadas la retórica igualitaria. A partir de los años ochenta y noventa, con Tony Blair como protagonista, se fueron transformando paulatinamente como defensores de un nuevo orden económico. La socialdemocracia borraba a Marx, se alejaba de Keynes, y abrazaba la teoría económica liberal. Nacía el socioliberalismo.

El progresismo era uno de esos valores que, conjuntamente con el nacionalismo y el catalanismo, articulaban la inmensa mayoría de la población catalana. Grosso modo, el progresismo le pertenecía a la familia socialista, el nacionalismo era convergente, y el catalanismo era el campo de batalla en disputa. Con el tiempo, la igualdad, — entendida en términos de ideal de justicia que perseguir—, fue dejando paso al dogma del crecimiento económico. Pero el PSC podía hacer esta transición sin que se tambaleara su posición de partido “progre”, porque por tradición e historia era el partido con mejores relaciones con los dos grandes sindicatos mayoritarios (UGT y CCOO), y, por contexto político, era el principal antagonista de CiU, un partido que claramente se situaba a la derecha de los socialistas (a menudo tu posición te la marca el otro). Pero este relato se está agrietando.

La modificación en la correlación de fuerzas durante la “década procesista” (2012-2022) ha tenido mucho que ver. En las penúltimas elecciones de enero del 2017, Ciutadans, capitalizando el descontento anti-independista, logró ser la primera fuerza en el Parlament. Cuatro años después, los 36 diputados obtenidos pasaron a ser 6. El globo se había desinflado. El PSC, en cambio, pasó de los 17 escaños obtenidos por Miquel Iceta (el peor resultado jamás obtenido) a los 34 actuales. Los socialistas aprovecharon el derrumbe de Ciudadanos desde el eje nacional para cooptar a sus votantes con la idea era la siguiente: aglutinar el voto anti-independentista, pero haciéndolo con seny. Sin gritos, ni insultos, ni estridencias, ni envolviéndose en exceso en la bandera. La estrategia ha sido exitosa, pero en el camino han tenido que ir asumiendo también parte de su agenda económica. Esto, por cierto, no le ha ocurrido al PSOE de Pedro Sánchez, ya que los votos de la casi extinta Ciudadanos han ido a parar casi en su totalidad a VOX y al PP. La losa que arrastra al presidente Sánchez es menor.

Hoy el PSC – primera fuerza en el Parlament de Catalunya – condiciona la aprobación de los presupuestos a, entre otras cuestiones, la ampliación del Aeropuerto del Prat y la construcción del complejo turístico alrededor del Hard Rock Café. Las razones son las de siempre. Las mismas que utilizan las Cámaras de Comercio, la Patronal, y Junts per Catalunya: la ampliación del Prat y la creación del complejo de ocio del Hard Rock de Vila-seca y Salou generarán cientos de puestos de trabajo e impulsará la actividad y el crecimiento económico…

La diferencia es que no estamos en el año 1990 sino en el 2023. Entonces el progresismo todavía se vinculaba al desarrollo material en un mundo que se percibía infinito en materia. Esta materia se encontraba dispuesta a ser recogida, extraída, minada, cavada y transformada por las manos del Hombre. Y ahí quizá esté la clave de vuelta de todo el asunto: el progresismo entendido desde los parámetros de finales del milenio ya no es operativo a día de hoy. Aparte de que ya sabemos que la historia de siempre termina —no podía ser de otra manera—, como siempre: los puestos de trabajo creados serán precarios y estacionales. La inversión requerirá de un montón de dinero público que dejará de ir a otro sitio, y los únicos que verán un incremento de ceros en la cuenta corriente serán las empresas constructoras. Sus directivos, en concreto.

Sin embargo, el más simbólico de todos estos elementos que ejemplifican la renuncia a abanderar la causa progre tiene que ver con la demanda de suspender la Oficina del Plan Piloto por la Renta Básica. Al progreso no se le puede llamar progresismo si al crecimiento económico no le corresponde una distribución de los recursos que tenga por objeto mejorar la condición económica de los que menos tienen. ¿Por qué oponerse al trabajo de un conjunto de economistas, sociólogos y abogados que pretenden diseñar técnicas innovadoras que deben servir para cumplir algo tan socialdemócrata como fortalecer el Estado del Bienestar y potenciar la igualdad de oportunidades? La razón no puede ser económica, puesto que la partida presupuestaria (40M€) es, en términos globales, muy poco. Pero si no es económica, debe ser ideológica. Es un mensaje político. Y tiene mucho que ver con el progresismo…o con su renuncia.

Las elecciones municipales de mayo serán determinantes para ver cuál es la hoja de ruta de los socialistas. En los hombros de Jaume Collboni hay mucho más en juego que unos asientos temporales en el Consistorio. Existe una tradición, una herencia, una cultura. El PSC debe decidir si apuesta por consolidar el espacio político de los últimos años — cediendo parte de la izquierda, pero consolidando una parte del electorado del centroderecha —, o bien se replantean cómo volver a elaborar un discurso que, manteniendo el espíritu progresista, responda a los retos de la sociedad actual.

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