
La historia de la emancipación está atravesada por la pregunta acerca de quiénes tendrán «interés en abolir la explotación capitalista» y quiénes tendrán la capacidad social para lograrlo. En este sentido, podemos preguntarnos si el ecologismo, en tanto movimiento social, tiene la potencia de desborde del modo de producción capitalista y el potencial para conformar un agente colectivo en la lucha contra el orden de dominación existente. Lo decisivo no tiene que ver con determinar si las ideas que asociamos al ecologismo son inherentemente anticapitalistas, sino si las demandas que se expresan bajo el paraguas del ecologismo rompen con la lógica de la mercancía en el trabajo al cuestionar la no sostenibilidad de un modo de producción basado en el crecimiento ilimitado. Desde esta perspectiva, ¿qué papel puede jugar el ecologismo en el desmontaje y desarticulación del sistema capitalista? ¿Puede ser un punto de anclaje, de apoyo, con dimensiones civilizatorias, una experiencia transformadora con impulso constituyente?
Hoy pesa una estigmatización parcial sobre algunas demandas ecologistas, situándolas como las propias de las clases medias urbanas, al servicio de la creación de una identidad y sensibilidad específica: el ser ecologista como lo propio de los sectores progresistas acomodados. Lejos de esta mira reduccionista, que no atiende a la base material y de redistribución de estas políticas, el ecologismo cuestiona los fundamentos mismos del sistema económico, plantea un cambio de modelo productivo y de consumo, y exige cambios estructurales profundos. Es preciso impugnar la mirada estrecha sobre el ecologismo desde aquella pancarta de los chalecos amarillos que decía: «no me obligues a elegir entre el fin del planeta o llegar a fin de mes». Al cuestionar la idea de expansión económica infinita, el principio capitalista de la búsqueda de la máxima ganancia en un mundo ecológicamente finito, el ecologismo rompe con la dinámica expansiva y de beneficio privado a corto plazo que depreda los ecosistemas y agota los recursos naturales. Un rasgo fundamental del capitalismo es su necesidad de expansión, y ello choca con la inestabilidad de los ecosistemas y los equilibrios ecológicos. La cultura expansiva capitalista, en tanto carece de límites, es antiecológica.
El ecologismo apela a las condiciones materiales de existencia frente a un crecimiento ilimitado que pone en riesgo esas condiciones mínimas. Las formas de producción capitalistas ponen en riesgo la integridad de la biosfera de la que depende la vida. En este sentido, si «capitalismo no expansivo» es un oxímoron, entonces la expresión «capitalismo verde» también lo es. Hay quienes consideran que ser ecologista es un síntoma de tibieza política y reformismo. Sin embargo, decidir qué y cómo se produce es hoy monopolio decisional del capital. Sustraer esa capacidad de decisión supone, convengamos, algo poco reformista: cuestionar la naturaleza misma de la propiedad privada de los medios de producción.
Sin embargo, el mayor riesgo, desde el punto de vista de la conformación de una agencia política, tiene que ver con inscribir el ecologismo es una perspectiva meramente moral, que culpa a los individuos de que sus prácticas de consumo destruyan la naturaleza. El problema, entonces, es de malas conductas, un problema en tanto que consumidores. La socialización del daño y el dolor que genera el deterioro ecológico nos convierte en víctimas y verdugos; y solo puede resolverse en términos de culpa y responsabilidad individual, o sea, en el plano de la moral. Es más, pedir restricciones al consumo significa muchas veces ahondar en las condiciones de precariedad. Es como si el consumidor tuviera el control de la producción, cuando en realidad está desprovisto de capacidad decisoria, pues es el último eslabón. Al respecto, escribe Matt T. Huber: «la gasolina en el depósito de tu coche ha fluido a través de las manos de innumerables personas que buscan beneficios (consultores de la industria de la prospección petrolífera, de compañías de producción, de transporte vía oleoductos, operadores de las gasolineras…), pero el responsable de la huella ecológica eres tú. ¿Simplemente porque aprestaste el acelerador, provocando más emisiones?»[1].
Durante las primeras semanas de la pandemia de la Covid-19, se compartían en las redes sociales tiernas imágenes de animalitos en la ciudad: las aves volvían al mar y mamá pato cruzaba el paso de peatones con sus patitos. Las imágenes, con frecuencia, iban acompañada de mensajes del tipo «¡mirad qué fácil es decrecer!». La pandemia entendida como una lección, un correctivo a nuestros errores, una venganza del mundo natural: «la tierra ha dicho parad». Esta perspectiva trunca la potencia emancipadora del ecologismo. Se convierte a la naturaleza en un sujeto, y a nosotros sólo nos queda la autoflagelación culpable.
El historiador Eric Hobsbawm, poco amigo de las políticas de la identidad, consideradas particularidades que solo tratan de sí mismas y para sí mismos, ya en los 80 decía que el único movimiento capaz de hacerse cargo de los grandes eslóganes universalistas de la Ilustración a los que pertenecía esencialmente la izquierda, atravesando las fronteras sectoriales, es el ecologista. Aunque, añadía, «su atractivo político es limitado y probablemente seguirá siéndolo»[2]. Creo que es un excelente punto de partida para pensar el problema de la conformación de la agencia política ecologista, pues, si se me permite la broma, el ecologismo aún está algo verde para operar como esa fuerza política y cultural, esa particularidad con capacidad de orientar el campo político plebeyo.
El discurso ecologista tiene que inscribirse en una dimensión plebeya, partir de los malestares, las precariedades y las experiencias de sufrimiento de los de abajo. La pregunta clave es: ¿quiénes van a ser los más perjudicados por el cambio climático? Si el ecologismo apela a una revolución cultural (de formas de consumir y producir) que transforme nuestros valores, entonces, ¿quién será la particularidad que prefigure tal universal?
El ecologismo, los problemas que plantea, está por definición más allá de cualquier particularidad, porque piensa la humanidad como sujeto entrelazado por millones de individualidades. No hay particularidad que rompa para redefinir el todo, sino que cada parte solo tiene sentido si liga su propia particularidad al todo. Claro que propugna la liberación de la humanidad, pero desde la misma humanidad. Su condición holística traspasa cualquier antagonismo. Propugna un antagonismo bien particular, un antagonismo inmanente. Existe el riesgo de convertir a cada persona en su propio enemigo, la culpa como vector de consumo verde y responsable. Somos al mismo tiempo agresores y agredidos. No se trata de mirar para otro lado clamando «¡que lo solucionen ellos!», sino de politizar el ecologismo en un sentido diferente.
La debilidad del ecologismo reside, pues, en la articulación del problema del sujeto político. ¿Cómo podríamos construir una identidad política desde el ecologismo? ¿Cómo podría el ecologismo convertirse en una palanca desde la que erigirse como eje fundamental en la transformación de mundo? Es cierto que quienes más contaminan menos sufren sus efectos; mientras que continentes, países, barrios y personas con menos recursos más lo padecen. Pero de ahí no se construye una topografía subjetiva antagonista. Si por politizar entendemos transformar una diferencia en el lugar de un conflicto, entonces ello solo es posible si se inscribe en el interior de una articulación discursiva que señale, entre otras cosas, al culpable del dolor sufrido. El ecologismo no solo ha de expresar un conflicto existente, tiene que construirlo.
[1] Huber, M. T. (5 julio 2020), “Una política ecológica para la clase trabajadora”, La mayoría.
[2] Hobsbawm, E. (2000), «La izquierda y la política de la identidad», New Left Review, p. 122.