Nos conocemos desde hace más de 50 años. Éramos compañeros en la escuela y ahora somos unos amigos que nos vemos a menudo. El otro día estábamos preparando una salida en Semana Santa. Con otros amigos planteamos distintos posibles destinos. Algunos de esos lugares que aparecieron en la “lluvia de ideas” estaban en Andalucía, Aragón,… De repente, él se plantó. “En España no quiero ir. Los odio”. El resto quedamos sorprendidos por ese verbo tan grueso. Es una frase –o algunas expresiones similares– a la que nos hemos ido acostumbrando a base de leerla en las redes sociales o escucharla en algunos programas de la Televisió de Catalunya. Pero no lo esperaba de él, de un científico, de un profesor universitario, alguien preparado en Oxford. Una persona racionalista y empirista, que rechaza toda religión y superstición y considera a la homeopatía una estafa. No me hubiera sorprendido de un alocado de aquellos que llaman “botifler” a alguien que ha sufrido varios años en prisión por defender la independencia como el que le insulta. Pero no me lo esperaba de un amigo, vamos.
Tras la sorpresa le argumenté: “Pero no todos los españoles son de Vox o del PP”.
– Me da igual. No quiero ir a España después de todo lo ocurrido, respondió.
– Pero hace unos años fuimos a Sevilla, Granada, Córdoba y te lo pasaste bastante bien, insistí sin demasiadas esperanzas.
– Sí, pero esto fue antes del 1-O.
– Allí hay imbéciles, pero aquí también hay. En todas partes hay de todo. No todo el mundo es igual.
– Los de aquí no me toca otro remedio que aguantarlos. Pero como los de allí puedo evitarlos, no quiero ir. Fin de la discusión.
A estas alturas quedan pocas dudas de que el procesismo ha terminado. Algunos de los últimos hitos que han acelerado el declive, en perjuicio de los asesores estratégicos de Carles Puigdemont son el divorcio nada amistoso de Junts y Esquerra; el pacto presupuestario de ERC y PSC; las insinuaciones de Xavier Trias y Jaume Collboni para resucitar la sociovergencia en el Ayuntamiento de Barcelona y, como colofón entre anecdótico e ilustrativo, la progresiva rehabilitación de la figura de Jordi Pujol, que ha querido reeditar y presentar un libro que escribió en prisión en los años 60 y que asiste a todos los actos públicos que puede, desde la capilla ardiente de Josep Maria Espinàs en el Palau de la Generalitat hasta presenciar desde primera fila el mitin del alcaldable Trias.
Pero el fin del procesismo no representa el fin del independentismo ni, menos aún, el cierre de las heridas anímicas abiertas en Cataluña y en el resto de la Península por las políticas irresponsables de muchos líderes de diferentes colores que se movieron más por fines partidistas o personales que de servicio en el país, fuera Cataluña o España, según los casos. El memorial de agravios es demasiado largo. “Odio a los españoles”. “Odio a los catalanes”. Son dos caras de la misma moneda lanzada hace más de 10 años por dirigentes indignos de las responsabilidades que le contagiaron los votantes. Dicen los políticos más moderados de uno y otro lado que se ha “normalizado la convivencia”.
Por suerte, la convivencia nunca se rompió, gracias más a la madurez de los ciudadanos que la de las autoridades. No hubo fractura social, por mucho que lo dijeran o desearan algunos desde Madrid y Barcelona. Silencios prudentes en algunas conversaciones de familiares y amigos, sí. Debates encendidos en otras tablas, también. Y algunas roturas, por suerte minoritarias. Pero en ningún caso convivencia destrozada. Sin embargo, la semilla del odio sembrada durante aquellos años ha arraigado en algunos sectores, aquí y allí. Si bien quizás no crece, tampoco se seca. Rencor silencioso y larvado. El anticatalanismo es demasiado rentable para algunos candidatos y locutores sin escrúpulos de allí. Y aquí el antiespañolismo da réditos electorales y audiencia televisiva. Mala pieza en el telar durante varios años más mientras no se corte la retroalimentación del odio.