Esta pasada semana decidí remediar un déficit histórico en mi labor como paseante y estudioso de Barcelona, lo que, en realidad, desde mi metodología, es lo mismo. El viernes me levanté pronto con el objetivo de visitar Vallbona y cerrar el círculo de los setenta y tres barrios oficiales de la ciudad.
Alcanzar este último confín urbano no es nada fácil, mostrándome la precariedad de comunicaciones para los poco más de mil cuatrocientos individuos de esta barriada, no sólo alejados del centro, sino incluso de la periferia, como si no existieran.
Salí de casa, caminé por los Indians, me adentré en el barrio de la Jota y llegué al apeadero de Fabra i Puig, donde dos empleados me informaron de cómo acceder al autobús, mal indicado en Google Maps. El 96, tras las amables indicaciones del conductor, me dejó junto al pont del Congost, desde principios de nuestro siglo el único enlace entre Vallbona y Ciutat Meridiana, particular por cruzar la autopista en sus dos centenas de metro.

El transporte público me depositó en la entrada de esta zona abandonada, forjada a mediados de los años sesenta a base de inmigración andaluza y de otros lugares del país, complementada con una especie de colonia gitana trasladada al suburbio como prueba de marginación, pues donde nada hay están bien los desheredados.
La jornada de mi descubrimiento, una introducción sin pretensiones de agotamiento o totalitarias, amaneció gris. Un trabajador me conminó, viéndome algo perdido en mi mirada, a descender por una callecita para alcanzar un puente medieval, ya lo verás, es muy pequeñín y bonito. Sí, eso es, por donde pasa el Rec Comtal.
Allí que fui, recibiéndome el canal surgido a lo largo de la décima centuria después de Jesuscristo. Nuestro querido Ayuntamiento menciona cada dos por tres un proyecto para darlo a la ciudadanía desde grandes ambiciones, desde mi punto de vista una especie de trazar castillos en el aire, porque, sospecho, ignoran incluso la importancia de alguno de sus tramos, como un interior de isla con barraquismo entre los pasajes de Malet y Piñol, pero ese es otro tema. El trocito de Vallbona es una imagen irreal entre la paz del agua en su harmonía, un descampado verdísimo a su vera, barracas en un lateral medio escondido y construcciones modernas, más grotescas por el color del cielo, casi como si esa mezcla de naturaleza y teórica modernidad fuera una pesadilla conceptual, algo por suerte mitigado por los propietarios de los alrededores, ese mediodía muy afanados en las obras de sus domicilios para prolongar el idilio con el esfuerzo realizado con sus propias manos, no en vano los primeros pobladores construyeron sus inmuebles desde esa urgencia propia de los más necesitados.

Uno de esos señores me escruta en silencio mientras su perro ladra. Sorteo una barandilla y me meto en el meollo hasta arribar a un sinuoso camino de la montaña. En una de sus esquinas me maravilla lo kitsch de una finca con animales pétreos y dos canes histéricos por mi presencia. Al cabo de unos metros, la cima de una fuente insinúa demoliciones de un tiempo lejano, muestra de cómo nadie se preocupa por este entorno, durante el Franquismo aquejado de una contradicción insoluble, la del agua por todas partes sin estar a disposición de la ciudadanía, por lo demás maltratada esos años en habitaciones ridículas y sin apenas servicios.
Esto último no se ha modificado. El autobús del barrio es bajo demanda y para ir a Barcelona no hay muchas opciones. Escalo ese camino mientras el caminar me brinda, poco a poco, reflexionar sobre este espacio adscrito a la capital catalana un poco a la buena de Dios, cuando debería ser independiente. Su porcentaje demográfico es una nimiedad en el conjunto de la urbe y esto debe limitar la inversión pública, según mis fuentes a relanzar con planes espectaculares con tal de rehabilitar la Granja del Ritz y valorar la mayor extensión agrícola barcelonesa, los huertos de la Ponderosa.

Durante mi safari, así defino a mis paseos más inhóspitos, entablo una lucha para salir de Vallbona, uno de los patios feos en los índices de riqueza, con una renta per cápita cuatro veces inferior con relación a los vecinos de Las Tres Torres.
En ambos barrios la calma es proverbial; la diferencia radica en que el de Sarrià-Sant Gervasi la tiene en el lujo tanto por su formación como por la parte de la ciudad donde se ubica, entre rondas y avenidas perfectas en su cometido, mientras Vallbona es un hoyo entre Santa Coloma de Gramanet, el horizonte de Singuerlin nunca desaparece, Montcada y las carreteras de entrada a la Meridiana, con el Benvinguts a Barcelona a más de un quilómetro, toda una metáfora de su aislamiento, brutal hasta no ser; si preguntáramos a nuestros conciudadanos muchos no sabrían emplazarla en el mapa, y lo mismo ocurriría con Ciudad Meridiana, erigida desde los chanchullos de Samaranch, o algunos sectores de Torre Baró, al otro lado de la carretera y presidido por la torre antaño horadada de su cúspide.
Estos tres barrios configuran el Nou Barris norte. Los nueve barrios de la génesis ahora son trece y nadie ha meditado sobre la conveniencia de reformular las divisiones administrativas. Desde aquí hemos insistido más de una vez en cómo debe metamorfosearse desde el barrio como unidad de gobierno para así apostar en pos de políticas de proximidad para gestionar mejor el conjunto.
Esto se deja de sentir en otros enclaves entre la incapacidad de los mandamases para comprender lo administrado y el error de no reducir su dimensión. Vallbona, junto a Torre Baró y Ciutat Meridiana, debería configurar un undécimo distrito desde una lógica decente para mejorar las vidas de los votantes, un imposible ahora mismo si nos atenemos a las dinámicas de los ocupantes de los despachos del poder, aficionados a la virtualidad y a gastar poco o nada la suela de los zapatos, por no mencionar su nulo intercambio verbal salvo con asociaciones de vecinos medio untadas, como acaece, sin ir más lejos, en otro agujero negro, el Baix Guinardó, al que mucha prensa confunde con su hermano mayor, nada raro ante la complacencia de todos los implicados en el retrato barcelonés, tantas veces más parecido a una postal de publicidad institucional o a la constatación de ver las hectáreas condales como el centro y Gràcia, con lo demás desahuciado desde múltiples vertientes.
Para lanzar este distrito experimental, ampliable a otras latitudes, primero convendría tender más puentes entre Vallbona y el otro lado de la carretera. Cuando completé mi intento de volver a la civilización mediática no pude cruzar, reencontrándome con la marquesina de la parada inaugural de mi periplo, invitándome a andar hacia Barcelona por pura obstinación y la quimera de dar con otro acceso hacia la montaña. Ello no me alegra, sólo reafirma lo vivido en las horas previas, un muestrario de cintas cortadas en el año de María Castaña con continuidad a cuentagotas.
Una pérgola fotovoltaica deslumbraba en la plaça del Primer de Maig, aplaudida en la web del Consistorio con su amado vocablo sostenible, no sin redactar que esta de Vallbona fue la primera de la serie. Unos adolescentes jugaban al fútbol. Unos metros más allá, veo en un muro una pintada a favor de la selección de Marruecos. Els altres catalans, o los nuevos como comentó no hace tanto Javier Pérez Andújar, no cultivan pensamiento único. En una colmena residencial, casi los únicos mamotretos de este estilo en el barrio, diviso dos esteladas, íntegras si las comparo con una del carrer de Balmes, rasgada por el viento.
En otra intersección pude fotografiar una pintada para pedir, desde la lucha vecinal, más pasos de peatones. Tras la misma admiré un recuadrito sintomático para corroborar mi pesadez argumental. La placa recordaba a las lavanderas de otrora. El Ayuntamiento ni siquiera debe tener documentada la historia, o simplemente no tienen ningún anhelo en ayudar a esa demanda, por eso son los vecinos quienes se ocupan, bien conscientes de ser seres expulsados de la ciudad pese a los datos de sus DNI.

Tardo en plantarme ante el cartel de Benvinguts a Barcelona, culpa mía por mi ritmo lento entre cavilaciones y una acera exigua, testimonial. Los coches son los emperadores de la bienvenida. Quería caminar en línea recta hasta el carrer d’Escòcia, pero mi senda termina de modo abrupto a pocos de metros de la casa de l’Aigua de Trinitat Vella, a la que me adentro forzado hasta la carretera de Ribes, preludio de una encrucijada en la cruz de término de Sant Andreu, la quinta forca, última soga para colgar a los condenados. Más allá había dragones, o si prefieren los muertos de Vallbona, zombis barceloneses no por motivación, sino por no ser de eixe món. El suyo, como siempre, atiende una resurrección sin tanta condescendencia y menos anuncios efectistas para deshacerse de su eterna cuerda al cuello y cosechar un respeto siempre postergado hasta las calendas griegas.