Preguntas importantes, preguntas latentes

¿Cómo es posible que se haya producido una situación semejante? ¿Qué concepción de la función pública, la gestión de servicios y el reclutamiento de personal subyacen a estos masivos concursos-oposición? ¿Y a la externalización de su gestión por empresas multinacionales? ¿Acaso el Estado no sabe cómo escoger al funcionariado? ¿Cómo es que un Govern (¡independentista!) lo confía a una gran corporación francesa (¡con sucursal en Madrid!)? ¿En qué tendencia histórica se inscriben y a qué concepción de Estado (y mercado) responde todo esto? ¿Era la única opción o hemos de replantearnos si no se está operando bajo una inercia inconsciente? ¿Solo alcanzamos a concebir la relación Estado-mercado como dos vasos comunicantes excluyentes (entre sí y de cualquier otra opción)? ¿Externalizar servicios es un criterio suficiente para ampliar y mejorar la gestión pública? ¿Cuánto y cómo debe controlar el Estado? ¿Debe crecer para disponer la fortaleza y flexibilidad que requiere el momento actual?
Las preguntas que suscita el caso son tantas como importantes y sugerentes. Pero el meollo del asunto, como es evidente, no sólo está en el lío de las oposiciones. La cesión de servicios bajo responsabilidad estatal a organizaciones o empresas privadas por falta de medios es ingente y abarca a razones tan variopintas como el reparto de vacunas, el nuevo teléfono para las personas en riesgo de suicidio o la destrucción de las lanchas del narcotráfico. La contratación de servicios externos por medio de licitaciones también es frecuente y va desde conservar las vacunas del COVID hasta gestionar el paro, detectar falsos autónomos o gestionar ayudas a la cultura. Todo esto son prácticas que, bajo la teórica supervisión del Estado, riegan con dinero público empresas privadas generando zonas grises cada vez mayores. A poco que se examinan las cuentas del Estado puede verse cómo desde hace lustros se ha renunciado a intervenir en una esfera de actividad creciente. No es casual que en sus zonas grises hayan florecido comisionistas de todo tipo: desde el rey emérito hasta el hermano de la presidenta Ayuso, pasando por dos personajes dignos de La escopeta nacional como son Medina y Luceño.
En suma, el Estado renuncia a la gestión directa de servicios que mueven millones al año. La tendencia no es una novedad y se remonta como mínimo a los ochenta, momento en que se establece la hegemonía neoliberal. Hoy en día –tres años después de la pandemia, inmersos de lleno en la Guerra de Ucrania y ante una agudización sin precedentes del cambio climático–, no parece que el modelo de Estado miniarquista preconizado por el neoliberalismo esté en condiciones de responder con eficacia a las múltiples crisis de la actualidad. Antes bien, la necesidad de sanidad pública, el incremento del gasto de defensa o las inversiones en transición energética demuestran cómo cada vez más precisamos un protagonismo actualizado del Estado.

Declinaciones del liberalismo

Vayamos al origen de la cuestión. 1945. Derrotado el fascismo, el empuje soviético se extiende hasta la Europa central. Para sobrevivir en sus horas bajas el liberalismo se ve forzado a una mutación sustantiva. La reconstrucción del capitalismo en Europa es encargada a los Estados nacionales bajo las pautas de un nuevo acuerdo social. Las élites de la clase trabajadora serán incorporadas a los regímenes democráticos por medio de los partidos obreros y el sindicalismo de concertación. Bajo la inspiración trinitaria de Keynes, Ford y Taylor se reorganiza el capitalismo: keynesiano en la planificación, fordista en la producción y taylorista en la organización. La síntesis resultante es un liberalismo de Estado fuerte, capaz de consolidar la democracia allí donde el liberalismo tout court había fracasado (caso del eje Berlín-Roma-Tokio). A esta mutación se la conocerá como “liberalismo de orden” u ordoliberalismo.
El éxito ordoliberal será tal, que dejará tras de sí el mayor periodo de crecimiento económico sostenido que haya conocido el capital: los Treinta Gloriosos. Sin embargo, contra el pronóstico de las élites, un margen de renta creciente no revertirá en mayor legitimidad y reproducción del paradigma. Al contrario, la primera generación criada en paz y progreso constantes se rebela contra el autoritarismo de las instituciones del encierro disciplinario (ejército, fábrica, escuela, familia nuclear, etc.). Protagonistas de la contracultura, los hijos del progreso ordoliberal tensionarán sus límites hasta el horizonte de la ruptura revolucionaria. Durante toda la década siguiente tendrá lugar una intensa contienda política en el seno de las democracias occidentales. Son los años de radicalización de los movimientos y surgimiento de las guerrillas fordistas (RAF, Brigate Rosse, Weathermen, Action Directe, etc.).
La década de los setenta se salda finalmente con la restauración del control social y una nueva mutación de la matriz liberal: el neoliberalismo. Allí donde la situación ha sido llevada más al extremo, el Estado se ve obligado a recurrir a la excepción (Italia sería el ejemplo más evidente). Aunque los ideológos liberales suelen vanagloriarse de ser herederos de una idílica trayectoria contractualista que iría de Locke a Rawls, lo cierto es que la matriz liberal no se entiende sin la “teoría política del individualismo posesivo” (Mcpherson) originada en la Inglaterra del siglo XVII y de la que Hobbes sería el primero en exponer su fundamento anterior de orden. Un liberalismo sin Hobbes es una fantasía ideológica inconsistente. Por eso para comprender la naturaleza del neoliberalismo es preciso desenmascarar su genealogía en el estado de excepción que restaura un orden anterior. El neoliberalismo tiene mucho de retorno al liberalismo histórico; el mismo que por su falta de Estado de bienestar abocó al Crack del 29 y el hundimiento de las democracias a manos del fascismo.

El ordoliberalismo que nunca existió

El liberalismo en España ha tenido siempre una historia extraña y accidentada, a menudo protagonizada por actores políticos poco o nada liberales. Basta con pensar en los malogrados inicios del liberalismo en las Cortes de Cádiz y el Trienio Liberal o los sucesivos fracasos de las siglas liberales en tiempos recientes (UL, CDS, UPyD o Cs). El liberalismo español ha sido más la ideología de algunas élites que un amplio proyecto político de arraigo autóctono. No es casual que si primero fue un régimen tan iliberal como el franquismo el que hizo suyas las políticas ordoliberales, luego fuese el PSOE el que hizo lo propio con el neoliberalismo.
El ordoliberalismo en España no se puede disociar del giro que Franco se ve obligado a dar ante la Guerra Fría. Poco antes, derrotada la II República, Franco había emprendido la reconstrucción del Estado con inequívoca vocación totalitaria. El proyecto autárquico venía marcado por la aspiración fascista a un Estado grande, intervencionista y autoritario. Bajo esa idea se había fundado el Instituto Nacional de Industria (INI) en 1941. Inspirado del IRI mussoliniano, reflejaba la concepción de un Estado fuerte de vocación totalitaria. Por eso mismo, en la medida en que combinaba autoritarismo y reconstrucción bajo dirección estatal, el ordoliberalismo casaba bien con los intereses de la dictadura.
Durante la Transición, en línea con la homologación a las democracias occidentales, el consenso ordoliberal se acaba plasmando en los Pactos de la Moncloa y la Constitución. Pero una vez consolidado el régimen del 78 y tras el triunfo del PSOE del 82, el Estado afronta –en el horizonte de la integración europea– su reorientación en clave neoliberal. El destino del INI, buque insignia del Estado fuerte, vuelve a ser sintomático. A partir de los gobiernos de Felipe González, en sintonía con la creciente hegemonía neoliberal de Thatcher y Reagan, el sector público se irá desmantelando. González no solo acabará disolviendo el INI (1995), sino que también renunciará a liderar empresas estratégicas como Campsa (Repsol) o  Telefónica, entre muchas otras.

El concepto de Estado subyacente a las políticas de González es tan inequívoco como arraigado en la matriz liberal: el Estado debía retirarse de la economía cuanto fuese posible para favorecer una mercantilización creciente del mundo de la vida. Mientras esta mutación se operaba también se consolidaba el cambio de modelo productivo hacia una dependencia cada vez mayor de la globalización neoliberal. La progresiva pérdida de peso del sector público en la economía no es desligable de una economía que apostó por los bajos salarios, el escaso valor añadido, etc. El sueño de la modernidad olímpica del 92 tenía pies de barro y con el nuevo milenio comenzarían a verse las costuras.

Neoliberalismo, game over. ¿Y ahora qué?

De crisis en crisis, pero sobre todo a partir de la crisis financiera global de 2008, la separación entre la constitución material (neoliberal) de la sociedad y formal (ordoliberal) del régimen del 78 llega a un punto crítico. El aparente éxito neoliberal vio como se ensanchaban, irreparables, las grietas del edificio constitucional. Primero el Procés y luego el 15M socavaron el péndulo de alternancias bipartidistas favorecidas por partidos de centroderecha nacionalistas. El balance de la crisis de régimen: cuatro mociones de censura y un primer gobierno de coalición con el bipartidismo por debajo del 50%.
Y en esto llegó la policrisis. Primero la pandemia demostró que ante una zoonosis global solo cabía un Estado fuerte que decretase la emergencia y activase todos sus recursos. Esto puso en evidencia la maltrecha situación de los servicios públicos, décadas después de estar sometidos a la lógica neoliberal de privatizaciones, externalizaciones, etc. El confinamiento visibilizó el desigual impacto sobre el trabajo: desde los autónomos librados a su suerte hasta el funcionariado, protegido y con salario íntegro, pasando por quienes pasaron por el ERTE. Al mismo tiempo, las empresas suplicaron el socorro estatal sin abandonar la vieja regla neoliberal: socializar pérdidas, privatizar beneficios.
Aún no había sido superado el shock de la pandemia cuando estalló la guerra en Ucrania. La crisis de la energía y el descontrol de la inflación en paralelo a beneficios empresariales récord evidenció para quien opera el neoliberalismo. Sin embargo, la «excepción ibérica» cuestionó con éxito indudable uno de los dogmas neoliberales por excelencia: la no intervención estatal sobre los mercados. Aún es más, en ausencia de la intervención estatal se han verificado efectos sociales desastrosos sobre la bolsa de la compra, suministros, hipotecas, etc. ¿Estado fuerte o Estado para el fuerte?
Pero más allá de todo lo anterior, el problema más preocupante de todos: la crisis climática y el agotamiento acelerado de los recursos. El calentamiento global no cesa de batir récords en todos los registros imaginables de temperatura, sequedad, etc. Al mismo tiempo, parece que las únicas soluciones imaginables pasen por reiterar un productivismo depredatorio e inoperante (¿desecar Doñana para sostener el incremento de producción de fresa hasta que la desertización haga colapsar ese modelo de agricultura?). Si en algún terreno se demuestra obsoleto el neoliberalismo ese es el de la gestión de la crisis climática.

 

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