No muy lejos de la rambla de Badal podemos pasear por el carrer de Feliu Casanova, dedicado al dueño de los terrenos junto a su madre, la señora Casteràs. Feliu comparte varios honores con Salvador Riera, como por ejemplo tener dos lugares a su nombre, pues también presume de calle junto a la plaza de su suegro, en el meollo de la primera urbanización del Guinardó.

Salvador Riera murió en 1916, poco antes de aprobarse la urbanización de los mal llamados Segundos Indians. Esta se posibilitó por la cesión de terrenos efectuada por el diputado conservador Ramón Albó, quien bien pudo ser junto a Feliu Casanova uno de los gestores a la hora de tejer el nuevo barrio, una H como limbo de limbos formada por tres calles esenciales: Acàcies, Ramón Albo y Prats i Roquer, esta última cruzándose con las dos primeras hacia la carretera de Horta a Sant Martí, ahora sustituida con serena brusquedad por el apasionante carrer d’Alexandre Galí.

Mapa de 1956. En rojo, la calle Ramón Albó, en verde Prats i Roqué, y Acàcies en azul.

Mi indefinición a la hora de bautizar a la barriada de los Segundos Indians/Salvador Riera es normal. Ramón Albó tuvo su villa en una de sus entradas, donde su calle confluye con el passeig Maragall y Garcilaso.

Al lado, estaba el número 2 de nuestra protagonista de hoy, cabeza de un dueto de casas baratas muy lucidas, obra de Domènech Mansana y promocionadas por una caja de ahorros. En este edificio, por desgracia desaparecido, se reunía la junta de propietarios de Santa Eulàlia de Vilapicina, algo significativo en cuanto a la identidad querida por los habitantes del entorno, para nada deseosos de juntarse con los indianos originales de más abajo y conscientes de no pertenecer a la zona más arriba de passeig de Maragall.

Esta elección por la hermosa Vilapicina tenía algo de sueño frustrado porque durante decenios, al menos hasta finales de los cincuenta, el carrer de Ramón Albó no vio cumplida su función de nexo hacia el passeig de Fabra i Puig, viejo enlace entre Sant Andreu y Horta. El límite para sus aspiraciones fueron las cocheras de tranvías y autobuses, causa de la expropiación en 1900 de varias hectáreas aledañas a la masía de Can Xiringoi.

Confluencia de Alexandre Galí y Ramón Albó. | Jordi Corominas

Las dimensiones de las cocheras, donde llegué a jugar al fútbol, eran de una inmensidad sin previsión de futuro, de ahí su muro con Ramón Albó, sólo cancelado por la apertura de Felipe II. Esta victoria de la modernidad, simbolizada por el diseño y concepción de las viviendas del Congreso Eucarístico, tiene un rastro cuando Ramón Albó casi fenece. El bloque harmónico hacia Felip II y el del otro lado de la calle, conjugado con la misteriosa Alexandre Galí, son fruto de la urbanización de toda esa extensión, hasta entonces de cariz medio rural, fulminado con plumazos bestiales.

Esta Arcadia dejó de serlo cuando se instalaron las cocheras, que ni siquiera cavilaron sobre la hipótesis de esa H hasta sus dominios. Ese tope fue un drama para Ramón Albó, damnificado en su importancia, sólo adquirida con plenitud desde su conexión de patito feo con la ronda del Guinardó.

La sensación de margen absoluto transmitido por las cocheras se reprodujo asimismo en la pequeña Historia de la calle con pretensiones de avenida menor. Durante los años veinte y treinta, con una leve coda durante la Dictadura, eran más o menos frecuentes los robos de alhajas en los inmuebles, como el sufrido por la pobre Bienvenida Carbonell Bermejo, en julio de 1926, haciéndose los ladrones con cadenitas de metal y dos mil pesetas escondidas en un canutillo de plata.

En 1931, Antonio Bonilla fue arrestado tras hacerse con joyas en una torre de Ramón Albó. La opulencia de estas fincas tenía un doble componente, pues por una parte era un foco de atracción para los delincuentes, más tranquilos por la calma de la periferia, trascendental como camuflaje para líderes políticos perseguidos por el Estado.

Casas de Ramón Albó pertenecientes a su apertura hacia Felip II. | Jordi Corominas

Ese fue el caso de Eusebi Carbó i Carbó, un activista ácrata con simpatías por causas subversivas de todo pelaje, no en vano apoyó a Macià en su intento de invasión en Prats de Molló. La prensa de enero de 1934 hablaba de su implicación en la insurrección anarquista de diciembre de 1933, estallada el día de la solemne inauguración de las nuevas cortes tras la victoria electoral de la CEDA y los Radicales de Alejandro Lerroux, cuya unión suponía una amenaza para la República y la guinda perfecta para una intentona revolucionaria de la CNT.

El fracaso del golpe obligó a Carbó i Carbó a buscar un refugio recóndito y libre de sospecha. El 13 de Ramón Albó, en la esquina con Prats i Roqué, iba como anillo al dedo, más si cabe tras adecuarse a las necesidades revolucionarias con máquinas de escribir y utensilios de despacho.

Calle Ramón Albó. | Jordi Corominas

La detención acaeció el 9 de enero, casi como mecha de ese explosivo 1934, culminado con la mascletà de los hechos de octubre en Asturias, el Principado y Euskadi. Las fuerzas del orden estudiaron con mucho esmero los movimientos de algunos hombres afines al anarquismo, llevándolos hasta un extrarradio aún más distante, el del carrer del Nil, aún un oasis en medio de vías más transitadas como el camí de Sant Iscle y Pi i Molist.

En ese punto, un agente camuflado de mensajero preguntó por Carbó i Carbó, respondiéndole un dubitativo inglés, quien lo acompañó hasta la torre de Ramón Albó para entregar un sobre.

El dirigente, responsable del secretariado español de la AIT, abrió la puerta y el policía se quitó la máscara, efectuándose el arresto gracias a la ayuda de dos compañeros, escapándose el inglés hacia un destino indeterminado.

Poco queda de aquella calle con tantos obstáculos en su crecimiento y aun así promesa de una lejanía práctica pese a inconvenientes como la muralla de las cocheras o la ausencia de bordillos más decentes hasta 1959, cuando al fin se juntó con Arnau d’Oms para proseguir hasta un sinfín de arterias, todas ellas en cierto modo hacia la Meridiana, de Río de Janeiro a Escòcia.

Su importancia dentro del entramado urbano supuso la defunción de ese sosiego encajonado, rematado con la ronda hasta convertir Ramón Albó en una tierra de nadie por su contraste con la quietud de Acacias, una resistente de ese aire fundacional del barrio de Salvador Riera, quien por lo demás hubiera sonreído por esa metamorfosis desde su voraz ambición.

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