
¿Alguien se ha preguntado qué pasará mañana? Y no hablo de mañana como el día después de los resultados de las elecciones. Mañana como término genérico para referirnos al futuro. ¿Qué pasará? Nadie lo sabe, y aquí reside unos de los grandes problemas que atraviesan nuestras democracias: la falta de certezas y control que disponemos de nuestras vidas.
Esta ficción en la cual vivimos no es nueva. Alexei Yurchak empleó el término hipernormalización en su libro, Everything Was Forever, Until It Was No More: The Last Soviet Generation, para referirse al periodo previo a la caída del muro de Berlín en el Este comunista, donde todo el mundo sabía que el sistema se estaba hundiendo, pero el poder hacía cómo si no pasara nada y la gente se tenía que resignar a hacer ver como si todo siguiera funcionando, siendo conscientes las dos partes que todo colapsaría. Más tarde, Adam Curtis, periodista de la BBC, hizo un documental con el mismo nombre, conectando este sentimiento de falsedad y no futuro con el Occidente capitalista y el mundo de mentira que las corporaciones, los gigantes tecnológicos, financieros y los gobiernos habían construido.
Todos somos hijos de este monstruo
Al mismo tiempo todos somos víctimas de esta profecía autocumplida, donde nada cambia porque nadie se mueve. Hemos dejado de creer porque creer también implica hacernos daño si nuestros sueños se rompen, si nuestras esperanzas se ven frustradas. Es imposible construir una utopía haciendo políticas para las clases medianas en un país donde las clases medianas son una utopía en sí mismas y el recuerdo de la pobreza todavía está presente. ¿Cómo ilusionarse con proyectos de izquierdas que siempre se quedan a medio camino y con una derecha que quiere dinamitarlo todo? La gente no es idiota, pero todos tenemos que continuar viviendo, y a veces olvidamos como de triste es la realidad. No es que todos sean iguales, pero quizá todavía tienen que ser mucho más diferentes. En un momento de máxima desigualdad, de expansión de la precariedad como nunca en nuestras vidas la hemos visto, con unas condiciones socioeconómicas propias del periodo de entreguerras, puede que necesitemos grandes apuestas y a la vez compromisos para volver a creer de nuevo.
No es normal que nos hayamos acostumbrado a vivir entre el desencanto y la frustración
La falta de socialización, la soledad contemporánea y la precariedad existencial menguan nuestra capacidad de reacción, nuestra voluntad; nos joden la vida. No tenemos vidas líquidas porque nos guste, no tuvimos nunca elección. Tampoco tuvimos elección en la hora de cambiar de piso, de pareja, de trabajo, de sueldo… Nuestras vidas se aceleran y se empobrecen al mismo tiempo que las proclamas de los políticos se vuelven absurdas e irrealizables. ¿Cómo continuar creyendo cuando se sabemos seguro que nos defraudarán? A medida que la pobreza aumenta, la sociedad se divide, creando dos grupos cada vez más diferenciados entre los que consiguen salvarse y los que se hunden. ¿Cómo creer en la solidaridad cuando nos pasamos el día compitiendo contra el vecino?
¿Cómo comprender al otro cuando este otro cada vez está más lejos?
Quizá el problema no es el voto, sino todo lo que lo rodea. El statu quo lo tiene fácil con que las cosas continúen como hasta ahora, con que nada cambie, y por tanto, no les hacen falta grandes eslóganes ni grandes movilizaciones para seguir con su forma de vida. Los cambios políticos, como cualquier cambio en la vida, implican esfuerzos que los propios partidos parecen no estar dispuestos a hacer. Y quien necesitamos que vote, en realidad no necesitamos que vote, sino que se comprometa, que sea activo como ciudadano y que con su acción haga que otro mundo pueda ser posible. Hasta que no entendamos esto, desde la ciudadanía, movimientos sociales, partidos políticos y espacios transformadores, nunca conquistaremos el cielo, porque se tiene que llegar desde el centro de la tierra.
No hay ninguna solución mágica, pero sí puntos de partida interesantes. Richard Sennett El artesano nos propone que a medida que tomamos conciencia del trabajo que hacemos, y este trabajo tiene sentido, también dota de sentido nuestra existencia. La clave reside aquí: luchar por aquello que merece la pena, porque no solo nos hace mover y organizarnos, sino que da control y dirección a nuestras vidas.
No necesitamos que todo sea para siempre, pero sí decidir nuestro mañana.