Hasta la Mercè, o eso queremos pensar, Barcelona será una ciudad con un gobierno frágil y casi inexistente, tanto como para continuar las decisiones de sus antecesores en el cargo, algo no muy complicado, pues ellos mismos eran el gobierno, aunque Collboni se marchara.

Este primer párrafo es algo tramposo. Durante el mes de junio pasaron cosas extrañas en la capital catalana. La más vistosa, detectable sólo para vecinos o chalados que se pasean la ciudad de arriba a abajo, fue verificar la hiperactividad dels Comuns en sus últimos coletazos para remediar desastres. De haberlos arreglado antes de las elecciones quizá hubieran cosechado esos trescientos votos necesarios para ser el partido hegemónico de la izquierda local y las tornas hubieran cambiado una barbaridad.

Entre los desperfectos solventados, cabe mencionar el barrido de un campamento de chatarreros en pleno parc de les Glòries, el ponerse manos a la obra en calles con el pavimento ruinoso y hasta cargarse el entorno del Camp de la Creu de Les Corts para así terminar con tan valioso patrimonio obrero.

Imagen de la plaza del Carme, en el Camp de la Creu, ahora sin la casa roja. | Jordi Corominas

Con estas perspectivas, ahora bajo mando socialista, tampoco es de extrañar el cabreo cada vez menos contenido de muchos barrios. Los vecinos del Turó de la Rovira pueden estallar por el modo en que muchos se saltan la valla para emborracharse en los célebres búnkers. En la súper illa del Eixample, a corto plazo el mayor legado de la anterior administración, cunde el miedo por los botellones y se habla de limitar las terrazas, mientras se impone un sonoro silencio sobre la mayor problemática condal: la vivienda.

La pobreza en la ciudad es un fenómeno visible si uno quiere y aparta la mirada de las pantallas. Las noticias de la semana cifran la disminución constructiva de obra nueva en un 69%, causa, sospecho, de su precio imposible y la escasez de espacio, por eso en un informe reciente sobre el área metropolitana se ponderaba la periferia como maná para el ladrillo, sin apenas ahondar en las necesidades sociales de la ciudadanía.

Nuestro flamante alcalde debe estar de acuerdo con el documento. En su primera entrevista no se cortó un pelo al soltar un “Ya veremos” sobre si disminuirá la oferta, hinchada en la publicidad y más bien nula en la superficie, de vivienda pública, pues si la privada no funciona tocará ayudarla.

La frase es muy de izquierdas, como también lo es el mutismo generalizado en prensa sobre el neobarraquismo, no sé si por miedo a un veto porque aquí sienta muy mal la crítica o por no abordar Barcelona desde una perspectiva totalitaria calle por calle, desde mi punto de vista la única forma de conocer las problemáticas.

Durante casi setenta años, el barraquismo tradicional generó bolsas de miseria consentidas hasta cierto punto, a ocultar o extirpar sólo con la llegada de grandes acontecimientos, cuando la maquinaria gubernamental se activaba, como en 1929 con los Polígonos, y hasta en vísperas de los Juegos de 1992, con la demolición de los últimos reductos.

Barraquismo en un solar de la calle Gran de la Sagrera. | Jordi Corominas

Durante la pandemia, los típicos campamentos sobrevivían en el limbo de los Encantes con el 22@, además de poblar sectores residuales, como la finalización de Pere IV cerca de la rambla Prim, o la parte inferior del Pont del Treball, en cierto sentido un contagio de los okupas de la torre del Fang.

Pasada la crisis sanitaria, se impuso un modelo muy acorde con el neoliberalismo, en lo estético y por supuesto desde lo económico. Tuve muchas dudas sobre cómo bautizarlo. Lo podéis comprobar si buscáis en mi cuenta de Twitter ‘barraquismo de la miseria’ o ‘barraquismo posmoderno’. Mediante estas definiciones etiqueté durante meses mis avistamientos de tiendas de campaña arquetípicas de festivales de música, acampadas y otras actividades veraniegas, aquí transformadas en casas en miniatura, perfectas para cualquier individuo, quien en caso de no disponer de dinero puede fabricarlas sin problemas con materiales bastante más endebles, como bolsas de basura.

De este modo, di con estos habitáculos en sitios sorprendentes, como el passatge de la Companyia, otro limbo entre Navas y els Indians. En la Sagrera, más concretamente en el passatge de Coello, la urgencia del grupo se tradujo en la creación de dos chozas entre matojos y arbustos de un solar.

Barraquismo en el passatge de Coello. | Jordi Corominas

Los limbos y los solares son magníficos para pasar más o menos desapercibidos y no levantar alarma. El Ayuntamiento nunca movió un dedo con relación a la materia, reflejada en una suprema metáfora de la contemporaneidad en los jardines de Can Framis /Fundació Vila-Casas, prestigioso centro artístico en el ingreso de la súper illa inaugural, la del 22@.

Como trabajo al lado, he observado con mucha parsimonia el aumento de las tiendas. La primigenia, siempre desastrada, ha sido la invitación a una buena decena, bien asentadas hasta ocupar los cuatro puntos cardinales del recinto, eso sí, sin discreción, lo que da bastante igual.

Un viernes por la noche fui a sus aledaños para registrar un directo. Al salir, me di una vuelta por los jardines, más llenos de lo habitual al celebrarse un festival cinematográfico, el Mecal. Los espectadores abandonaban la Vila-Casas para fumar un pitillo o charlar sin prestar atención a los barraquistas, como si integraran una instalación.

Si ahora manifestara escándalo podríais tildarme de hipócrita o efectista. No sufrí ningún sobresalto ante la actitud de mis semejantes, porque es la tónica habitual en una sociedad donde el progresismo se enfoca en las banderas y las otrora clases trabajadoras, como en Italia con Meloni, viran a la derecha ante el ausentismo de los suyos en cuestiones cruciales para el pan nuestro de cada día.

Barraquismo espontáneo en los jardines de Can Framis. | Jordi Corominas

Al cabo de unos días, subí a un avión con destino a Niza. La gente me pregunta el motivo de tanto viaje, y no hay ninguno, es puro placer de descubrimiento y estudio en pos de un futuro libro sobre Europa durante estos años. La ciudad de la bellísima Costa Azul me deparó más imágenes de la pobreza y la indiferencia ante la misma.

Mi apartamento se ubicaba en el centro, a menos de quinientos metros de la estación. Mis anfitriones eran de clase media blanca, tampoco muy holgada, quizá con la propiedad heredada y, por lo tanto, con no muchos aprietos. Le pregunté a la madre de la familia sobre los disturbios en los márgenes de las ciudades francesas, respondiéndome no con evasivas, sino con reflexiones poco hilvanadas, con mucho acento en la tranquilidad del centro.

Esto de la tranquilidad del centro me recordó las noches de octubre de 2019 en Barcelona, pero al revés. La ratonera de Urquinaona concentraba el caos, mientras el Guinardó estaba vacío, con cada uno enfrascado en sus asuntos o el directo televisivo.

El hijo de la propietaria, dueño de un estudio de tatuajes, quiso acompañarme durante un trecho de mi paseo, hasta la place Masseéna, ornada con estatuas de Plensa y un gorila amarillo, muy en contraste con el cromatismo del espacio. Antes de despedirnos, comentamos sobre la revuelta de las banlieues, interrogándole sobre la relevancia de los futbolistas y sus opiniones en la cobertura mediática, sin ningún bombo para los intelectuales. Su parecer otorgaba esta hegemonía a los orígenes de Mbappé, Koundé y otros jugadores, destacados en redes sociales por la contundencia de sus pensamientos.

La place Masséna, en Niça. | Jordi Corominas

Jóvenes millonarios en pantalón corto aún deben honor a su cuna, mientras que los escritores han caído en el presentismo o viven, ambas cosas son compatibles, desconectados de la realidad, como la clase política y la mayoría de turistas de ese paraíso francés.

Para ellos, como para los asiduos a passeig de Gràcia, los mendigos son estatuas humanas con un cartel. Quizá ni siquiera los perciben, ensimismados en su mito de la caverna. Durante mis días azules fui muy feliz, pero, aún ignoro la razón, me dio por meditar más sobre la Humanidad. La nómada con muchos fajos de billetes en esos lares se conformaba en la alegría de sacarse fotos y más fotos, tostarse al sol y pagar cifras astronómicas por un menú en el casco viejo de Cannes.

Una calle de Cannes. | Jordi Corominas

Quizá Stalin ha ganado y se revuelve en su tumba al comprobar cómo nosotros no apartamos los cadáveres de la vía pública porque el culto al yo, abono para un rebaño más sólido, permite ahorrar en presupuesto ante el triunfo de la amnesia. No quieren que veamos a los pobres, ergo no existen y las tiendas de campaña inspiradoras de este texto son mentira.

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