Tailandia, ese paraíso exótico para aquellos aventureros occidentales que, ataviados con una mochila y ganas de conocerse a sí mismos, buscan una experiencia alejada del turismo convencional. El alma de la “hippie trail” de la década de los setenta popularizó el país del sudeste asiático como meca backpacker, ahora bien, como pasó con el espíritu de la Ibiza más hippie, lo contracultural se reabsorbe en el mercado. En Tailandia lo saben bien. Además de una industria turística moldeada hacia este perfil de cliente ―hostales, ocio y movilidad a medida en las zonas punteras de viajeros occidentales―, un modelo concebido del mismo modo pero en paralelo está afincado en las entrañas del estado. Excesos, lujo, hoteles de ensueño. Despilfarro, turismo sexual, neocolonziación.
La Full Moon Party es un síntoma de ello. Igual que en su momento las fiestas de Pachá Ibiza fueron mercantilizando el movimiento hippie hasta convertirlo en un “meme” de gente rica con flores en la cabeza y vestidos de blanco, la Full Moon Party, ubicada en la isla de Ko Phangan, es un tumulto de gente blanca que vive su fantasía “exótica” entre cantidades ingentes de pintura flúor, fuego, alcohol y drogas. Si bien cuesta encontrar datos certeros sobre las cosas que suceden ahí, unas cuántas búsquedas en Google por blogs de viajeros dan a entender que es un lugar propicio a los accidentes y las desgracias.
Un tumulto de gente blanca que vive su fantasía “exótica”
Actualmente, el caso de Daniel Sancho, que ha confesado haber asesinado y descuartizado al colombiano Edwin Arrieta, ha puesto en palestra pública las dinámicas en el país asiático, los excesos y las fiestas ―acudió a la Full Moon después del crimen― y los mecanismos de privilegio. El hombre de 29 años representa todo lo que cabe desear en una sociedad normativa: guapo, canónico, con su melena rubia y un estilo de vida envidiable. Heterosexual, presuntamente. Si algo tiene Tailandia, es esa permisividad con la “élite” occidental instalada. Es algo parecido al mundial de Qatar: país dónde el colectivo LGTBIQ+ es un tema tabú, abiertamente discriminado e incluso con leyes criminalizadoras, que, para lavar la cara ante la comunidad internacional, mostraba su bienvenida a todos aquellos extranjeros que formaran parte del colectivo ―pero sin muestras de afecto público―. A nivel legislativo, Tailandia tiene unas políticas LGTBIQ+ mucho más permisivas, pero a niveles fácticos, existe un tabú y un amplio estigma. Quizás eso explique el tratamiento mediático que se está haciendo sobre el caso Sancho desde el propio país ―a medias tintas, sin aclarar del todo la relación que tenían ambos hombres―, y la propia ansia que muestra la policía por cerrar el caso ―además de por intentar mantener de cara a la galería la imagen idílica del país, que no se espante el turismo―.
El hombre de 29 años representa todo lo que cabe desear en una sociedad normativa
También puede explicar el relato que el propio Sancho está construyendo sobre el crimen. “Soy culpable, pero yo era el rehén de Edwin. Me tenía como rehén. Era una jaula de cristal, pero era una jaula”. Añadía además que el cirujano colombiano de 44 años estaba “obsesionado” con él y le obligó a “hacer cosas que no haría”, además de haberle hecho alejarse de su novia. Ahora el acusado, chef de un restaurante donde Arrieta había puesto capital, ha admitido haber mantenido relaciones sexuales con la víctima y ha explicado que quería cortar el vínculo ya que él es “heterosexual”.
El discurso de Sancho se construye como una alegoría al mítico “gay panic” estadounidense, bajo el cuál los delitos de odio contra la población LGTBIQ+ han sido atenuados por una teoría pseudocientífica del 1920 “desarrollada” por el psiquiatra Edward J. Kempf. En ella, un crimen contra una persona LGBTIQ+ se ve eximido de responsabilidad plena ya que se alega que el agresor ha reaccionado violentamente debido al profundo pánico y rechazo que le genera la identidad de la víctima. Esta teoría, rechazada por el mundo científico y que ha servido para legitimar la LGBTIQfobia estructural, pone en el foco la propia existencia de la víctima como desencadenante del delito. La homofobia interiorizada del propio acusado se ve sustentada por unos mecanismos institucionales y sociales que retroalimentan el relato: revistas del corazón sacando portadas de Sancho sin camiseta cuál modelo, refiriéndose a él como “el joven” y su “vida truncada”. Imágenes tiernas de su infancia junto a su padre actor. Sus hobbies, sus redes sociales como material audiovisual de apoyo. Programas de infoentretenimiento dónde se debaten las condiciones de las cárceles tailandesas ―deficientes, y que antes de Sancho, no eran de especial relevancia en las televisiones―, dónde se habla de si podrán extraditarlo, dónde en general, se blanquea al personaje. El “gay panic” gana. Se perpetúa la imagen del “gay acosador” ―la víctima, quién no puede defenderse, y se convierte en su propio verdugo por su identidad― y del agresor como víctima: un hombre bien posicionado que, “sin ser él nada de eso”, se vio sometido al acoso de un homosexual y “no vio más salidas”. Dado sus altas probabilidades de ser enjuiciado en Tailandia, dónde existe la pena capital y perpetua, Sancho está siguiendo la estrategia del “ruido” y está jugando las cartas de su imagen de “hombre de bien” con el relato del pánico homosexual.
El discurso de Sancho se construye como una alegoría al mítico “gay panic”
La espectacularización del caso no tiene límites, y es que, al igual que el revuelo por el vídeo de Raquel Sánchez Silva diciendo en el programa de Ana Rosa que ha recibido todas las condolencias por la muerte de su marido a través de su Sony Xperia Z ―y mostrándolo en pantalla―, Daniel Sancho conectó en directo con un programa matinal de Telecinco para decir que estaba cenando en Anantara, el mejor hotel de la isla. Conectó con su teléfono ―no sabemos si un Xperia Z―, que la policía se lo dejó un rato. Después sale a la luz que una periodista del mismo medio tuvo una conversación por WhatsApp con él, dónde pedía mover “cielo y tierra” para la extradición a España, que no “cayera en el olvido”, que se siguiera “hablando” de él. Sancho lo sabe: el “gay panic” es su aliado. Las malas praxis mediáticas son sus aliadas. Por eso siente seguro pidiendo a la prensa que le haga el favor, que la vida de un joven está a punto de verse truncada.
Una pesadilla en el paraíso oriental de las fantasías occidentales. Un crimen macabro, perturbado y perturbador, perpetrado por el nuevo “niño mimado” que ofrece una cara bonita y un relato humanizador, a la vez que la oscuridad y depravación de un true crime. Carnaza para rellenar horas y horas de programas estivales, que a su vez generan una bola más grande de perversión: dónde se está viviendo el guion de un capítulo de White Lotus, hay una familia llorando la sórdida pérdida de su ser querido.
Una pesadilla en el paraíso oriental de las fantasías occidentales.