Vivimos tiempos raros, convulsos. Nos ha tocado existir en una época en la que el malestar y la desigualdad campan a sus anchas. Frente a un mundo cada vez más injusto y con unas previsiones de futuro poco halagüeñas, deberíamos preguntarnos por qué hemos aceptado que el mundo vaya a ir a peor, que eso es inexorable, y que nosotros, simples humanos, no podemos cambiar. Algo va muy mal en el mundo cuando no saltan las alarmas ante la normalización de la injusticia y la sumisión bajo un orden que prima el beneficio individual en pos del bienestar social.

En La banalización de la injusticia social (Topía, 2006), Christophe Dejours, psiquiatra y especialista en medicina del trabajo, nos habla sobre los cambios efectuados en el mundo laboral desde el giro neoliberal de los años 80 y cómo ha afectado a la sociedad en general. Para el autor, la adscripción a la ideología economicista del neoliberalismo sería una de las manifestaciones del proceso de “banalización del mal”. Este proceso formaría parte de nuestro consentimiento hacia un sistema profundamente injusto e insolidario.

Dejours retoma la idea de “banalidad del mal” que Hannah Arendt formuló para hablar de Adolf Eichmann, y la traslada a la sociedad contemporánea. Décadas de angustia, recortes, inacción ante el sufrimiento subjetivo de los ciudadanos, lustros de precarización de los medios de vida y erosión de la democracia han sido la fuente de un malestar generalizado sin que haya ninguna respuesta política a la altura del padecimiento social infligido. Sí, sabemos que nuestra sociedad está cada vez más dividida entre los que logran salvarse de las nefastas condiciones de vida, y aquellos que se hunden en un contexto preparado para el fracaso, pero no podemos aceptar esa derrota. El neoliberalismo ha provocado la exclusión de los infelices —o disfuncionales—, sin apenas recibir movilizaciones políticas en contra, con el resultado de la disociación entre la infelicidad y la injusticia. Aquí encontramos la banalización del mal en la vida cotidiana de las personas, porque los que logran seguir en pie y creen que no caerán —o todavía no son víctimas— contribuyen a excluir y hundir en la insatisfacción a sectores cada vez más amplios. Así se retroalimentan las posturas más egoístas por parte de aquellos que creen que estarán siempre a salvo, y, todavía más sintomático, creen que merecen su posición.

Para que los ciudadanos puedan seguir viviendo en sociedad, dedicarse a sus tareas cotidianas y acometer el “trabajo sucio” que se requiere de ellos—tomamos esta expresión de Dejours— las personas desarrollan ideologías defensivas para mantener cierta estabilidad psíquica. Estas ideologías son mecanismos que les permiten seguir adelante, pero son una racionalización del mal que les lleva a aceptar la lógica del darwinismo social, la del triunfo del más apto dentro del orden neoliberal. Esta ideología estaría basada en la indiferencia frente a lo que ocurre en la sociedad y la colaboración con el mal, tanto por omisión como por acción, la suspensión de la capacidad de pensar y la sustitución por estereotipos dominantes propuestos por el mundo exterior: la abolición del juicio y de la voluntad de actuar colectivamente contra la injusticia. Estas características son las mismas que Arendt observó en el caso de la Alemania nazi; es evidente que no vivimos en la misma época, pero sí sufrimos circunstancias políticas y sociales que nos deberían mantener alerta ante dinámicas que favorecen el totalitarismo.

Lo que Dejours deja claro es que estas anteojeras que la ciudadanía se pone para tratar de preservar la poca estabilidad mental que le queda, serían el resultado de una estrategia defensiva y no de un rasgo inamovible de la personalidad. Estas estrategias individuales de supervivencia no se desarrollan para luchar contra la angustia interna, sino para adaptarse al sufrimiento que crea el miedo a perder el trabajo, los riesgos climáticos, la precarización de la existencia o la posibilidad de ser arrastrado por la infinidad de incertidumbres que gobiernan nuestras vidas. Es decir, son producto de unas circunstancias concretas y, por lo tanto, son reversibles.

¿Es posible, pues, un cambio de rumbo?

Puede que el miedo y el desencanto sean uno de los compañeros más antiguos del ser humano, pero también lo es su antídoto: el conocimiento, la organización, la política, la lucha por la justicia, y la razón.

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