Este verano, en plena campaña electoral, han tenido lugar varios actos conmemorativos del Orgullo LGBTI. Echando un vistazo a sus manifiestos, proclamas y reivindicaciones, de especial relevancia en el contexto electoral, no puedo evitar sentir una sensación de desconcierto. Una vez conquistada la ley trans, la gran mayoría de textos reivindicativos (con excepciones como el Día por la liberación LGBTI, organizado por la Crida LGBTI en Barcelona) evitaron profundizar en la situación de emergencia social y de crisis superpuestas que estamos viviendo. Esta situación de crisis tiene efectos especialmente terribles en las vidas de aquellas personas en las que la clase social intersecciona con otras condiciones que dificultan la igualdad de oportunidades: género, estatus migratorio, racialización, pertenencia a las disidencias sexuales y de género… Por eso, es urgente que todas estas realidades unan agendas de reivindicación y se generen alianzas para conseguir avances colectivos más allá de las distintas identidades. Los movimientos LGBTI (y otros movimientos sociales) deben abrirse a reivindicar derechos universales que pueden tener efectos concretos sobre el colectivo, como la Renta Básica Universal.

Algunas denuncias de los colectivos se referían a tres condiciones materiales: trabajo, salud y vivienda. Sin embargo, no se aportaron propuestas ni soluciones concretas. Si el trabajo produce relaciones asimétricas y priva a las personas de poder de negociación, en el caso de las personas LGBTI es necesario añadir una serie de discriminaciones específicas. La más evidente se refiere al colectivo trans, que, como recuerda Marina Sáenz, registra “la mayor tasa de paro de entre todos los colectivos para los que hay registros”. Este hecho lleva a muchas personas trans, especialmente a mujeres y a personas migradas, a trabajar en sectores de la economía informal, donde están menos protegidas y más expuestas a violencias. Ni siquiera las personas LGBTI que logran acceder al mercado laboral están en igualdad de condiciones: en España y Portugal, el 72% de las personas LGBTI vuelve cada día al armario en sus puestos de trabajo, y sólo el 55% de las personas del colectivo que tienen hijos e hijas se sienten cómodos hablando de ello. Un 26%, de hecho, no es visible con ningún compañero.

En cuanto a la salud, como ya es habitual desde hace un tiempo, el foco está puesto en la salud mental. Ya sabemos que existen una serie de determinantes sociales para la salud de las personas, especialmente para la salud mental, como la pobreza, la incertidumbre laboral, la precariedad o la falta de ingresos. A estos factores que generan malestar y sufrimiento psicológico, cabe añadir la discriminación social y económica que sufren colectivos como el LGBTI. Un estudio de la Universidad Jaime I advierte que las minorías sexuales presentan una mayor prevalencia de problemas psicológicos (10,3%) que los heterosexuales (3,5%), con trastornos relacionados con la ansiedad, la depresión, las adicciones, la ideación suicida o la alimentación. Las presiones heteronormativas y las diferentes formas de violencia que padece la población LGBTI, muchas de ellas relacionadas con el rechazo familiar y las dificultades en el mercado laboral o de acceso a la vivienda, nos convierten en un subgrupo de riesgo.

A pesar de los avances legislativos, la discriminación en el mercado inmobiliario es también una realidad para muchas personas del colectivo LGBTI. Esto puede manifestarse de diferentes maneras, como negativas de alquiler basadas en la orientación sexual o identidad de género de una persona o el hecho de que 1 de cada 5 personas LGBTI en la Unión Europea haya experimentado el sinhogarismo en algún momento de su vida. En todas estas discriminaciones tiene un gran peso la dependencia económica de familias LGBTI-fóbicas o de trabajos precarios.

Una renta básica que sirviera de base suficiente para la existencia nos permitiría aumentar nuestra autonomía en el ámbito económico y laboral. Con ella aumentaría el poder de negociación en situaciones de discriminación y nos dotaríamos de seguridad económica frente a las dificultades en el acceso al mercado laboral. Podríamos rechazar puestos de trabajo donde nos encontramos con casos de discriminación, garantizar de forma efectiva el acceso a la vivienda en condiciones de igualdad con las personas cisheterosexuales y promover el bienestar mental de la población, ya que la Renta Básica funcionaría como seguro general contra la pobreza y aportaría una gran tranquilidad psicológica. Evidentemente, esta medida debe ir acompañada de otras como la regularización de todas las personas migradas (que, por supuesto, deben ser perceptoras de esta renta básica), la redistribución de la riqueza, la regulación efectiva del precio de la vivienda, el fortalecimiento de la sanidad pública o la ampliación de derechos laborales, pero la reivindicación de la Renta Básica Universal puede ser el punto de partida desde el que conquistar una agenda común de derechos para el 99% de la población que constituye la misma clase social. Como dicen los argentinos Sudor Marika, “levantemos la bandera de la Renta Universal: tierras, techos y placeres para todos por igual”.

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