Los Años Diez fueron un tiempo de crisis para la democracia liberal, en general, y para su concreción española, más en particular. Durante esta segunda década del siglo, el régimen instaurado en 1978 verificó cómo algunos de sus pilares institucionales se resquebrajaban e incluso se derrumbaban bajo los efectos de una movilización popular con dos grandes epicentros: el 15M y el Procés. Pero si la primera parte de la década fue de irrupción y protagonismo popular en las calles, durante la segunda tuvo lugar un desplazamiento al terreno de las instituciones del gobierno representativo. El efecto del desplazamiento de la movilización civil a la esfera parlamentaria fue crítico para un régimen que durante décadas había sido afamado como paradigma de una democratización exitosa. Pero no lo fue menos para quienes, impulsados por la tercera ola de movilización democratizadora, acabaron entrampados en la incapacidad de proponer soluciones institucionales a la altura de la reivindicación popular. No es de sorprender que los partidos transformados o surgidos en el proceso movilizador acabasen perdiendo apoyo popular elección tras elección. Como bien dice el dicho: “una cosa es predicar y otra dar trigo”.

El trigo de una democracia mejorada nunca llegó: ni Podemos, pronto jibarizado a una formación personalista de tintes autoritarios, ni el Procés, cuya única unilateralidad real se efectuó contra la otra mitad de Catalunya, trajeron una democracia de mayor calidad, no digamos ya una “Dinamarca del Sur”. Con la bajada de la marea, dos fueron las tendencias que se pudieron observar y que ahora se vienen a sintetizar en la doble investidura en curso. Por un lado, efecto de la respuesta reaccionaria a la movilización y en un contexto global marcado por el trumpismo, se produjo una escisión inédita en la derecha española: con base en el Parlament, Cs surgía primero alimentándose del Procés. Su declive no supuso la recuperación de un PP que cosechaba con Casado sus peores resultados históricos, sino que, al mismo tiempo, cedía el liderazgo contramovimentista a Vox, partido que de la irrelevancia pasaba a convertirse en la tercera fuerza política del país con más de medio centenar de escaños. Su impulso, además del Procés, lo encontraba en la “dictadura progre”, marco ideológico con el que encuadraba al feminismo, el ecologismo y demás fuerzas sociales emancipadoras.

Al otro lado del espectro parlamentario, mientras Podemos perdía la mitad de sus escaños de una sola tacada, a la par que intentaba encubrirlo forzando el primer gobierno central de coalición en la historia, el PSOE superaba su peor crisis y comenzaba su particular remontada liderado por Pedro Sánchez. Desde la irrupción del 15M, los socialistas habían perdido por completo el pulso de la sociedad. En el verano de 2011, antes de despedirse del poder político, Zapatero había acordado, bajo las presiones de Merkel, la reforma de la Constitución (artículo 135) que blindaba las políticas de austeridad neoliberal como única vía para afrontar la crisis financiera global desencadenada por Lehman Brothers en 2008. Los efectos fueron demoledores para los socialistas, que vieron cómo una ola municipalista les arrebataba las principales ciudades del país, a la par que el partido se hundía hasta sus mínimos históricos (22% en 2015 cuando Podemos irrumpe en el Congreso). La crisis acabó por estallar y el decano de la izquierda conoció su particular 15M en la interna. Tras ser desplazado por los peores usos del aparato, Sánchez ganó unas primarias que lo situaron en condiciones de liderar la reconfiguración del proyecto progresista y, por ende, de salida a la crisis del régimen.

A diferencia del viejo aparato socialista, que no supo ver la ola ascendente en 2011 (cabe recordar aquí las palabras de Carme Chacón cuando en primarias contra Rubalcaba admitía que el 15M eran los hijos del progresismo a los que no se había sabido escuchar), Sánchez se ha revelado como un hábil surfista impulsándose en el valle de esa misma ola. A diferencia de Artur Mas o Pablo Iglesias, pero también por el lado opuesto, Pablo Casado y Albert Rivera, Sánchez supo montarse en la ola y no ser descabalgado. Se sirvió para ello de una tabla de surf particular: la lealtad al régimen del 78. Lejos de plantearse cualquier aventura o exaltación ideológica, la constante que ha guiado la acción política del presidente es dejar que el régimen metabolice su crisis y aprovechar la incapacidad de sus adversarios para plasmar en institucionalidad el descontento popular de los Años Diez. No es en modo alguno casual que quienes se han sumado a su orientación no hayan cesado de recuperar terreno y en esto, pocos indicadores mejores, por lo bajo del punto de partida y lo complicado de la escena política, que la trayectoria del PSC en Barcelona con Jaume Collboni y en Catalunya con Salvador Illa.

Dice la milenaria sabiduría china que las mejores batallas son las que no se llegan a dar y que es mucho mejor sentarse a ver pasar el cadáver del enemigo. No hay magia ni misterio en la política de Sánchez, pero sí lealtad a sí mismo y al régimen del que es producto. Su “resistencia”, concepto emblema de su quehacer, no es otra que la propia del régimen. Es ahí donde se ha ido haciendo fuerte en la misma medida en que quienes desafiaron el marco del 78 han sido incapaces de mostrar una institucionalidad alternativa y mejor (y no parece siquiera que estén preocupados por ello a pesar de las inequívocas tendencias del último lustro). Por la amplitud y longitud de la ola que surfea, Sánchez aún tiene recorrido para rato en lo que se tarda en alcanzar el valle de la ola y formarse nuevas redes activistas con repertorios innovadores y disruptivos en torno al feminismo, el ecologismo y otros movimientos sociales.

En este horizonte, las elecciones del 23J y la consiguiente investidura han sido, como no podía ser de otro modo, el test político de la voluntad popular. Esta semana el guión previsible que guió la convocatoria adelantada de elecciones se ha confirmado: en primer lugar, el Partido Popular ha alcanzado un máximo en clave reaccionaria (basta con pensar en el tono trumpista de Feijóo en la campaña y cara a cara con Sánchez); en segundo lugar, ha conseguido fagocitar lo que quedaba de Cs (recuérdese que en las anteriores generales aún obtuvo 1.650.318 votos mucho más rentables sumados al PP por la gracia de D’Hondt); en tercer lugar, a falta de la competencia virtuosa con Vox, ha intentado disputar el voto a la extrema derecha, alejándose con ello de la centralidad en el tablero: lejos de poder invocar la moderación, el sentido de Estado y políticas sensibles a la multicrisis, el PP se afirma en las recetas fiscales para los más ricos a cuenta de privar de becas comedor a los más pobres; allí donde antaño Aznar podía hablar catalán en la intimidad, hoy Feijóo, ex presidente de la Xunta, no se atreve a decir una palabra en galego. Al final, la investidura solo habrá servido para mostrar a Feijóo que el régimen no premia a quien se aparta de su centralidad.

Puede estar tranquilo Sánchez, incluso si el independentismo catalán vuelve a convertir su disputa interna en objeto de una carrera por liderar a unas bases electorales cuya lógica identitaria no para de alimentar desde sus medios de comunicación. La eventualidad de unas nuevas elecciones en enero no descabalgaría a Sánchez de su tabla de surf. Antes bien, los errores estos días de quienes un día medraron a la sombra del 15M y el Procés, bien podrían reforzar la tendencia a la recuperación del bipartidismo ya verificada, elección tras elección, desde 2019. Hoy por hoy, PSOE y PP pueden sentirse aliviados al ver cómo quedan atrás su mínimo histórico de abril del 2019; elecciones en las que juntos apenas habían sumado un 45,36% del electorado. Sin embargo, el régimen aún sigue metabolizando su crisis (basta con ver la imposibilidad de despejar a Puigdemont de la ecuación de la investidura) y se encuentra todavía lejos de aquel 83,81% anterior al 15M y al Procés (el 23J alcanzaron juntos un 64,74%).

Así las cosas, por más que el régimen del 78 –un régimen nacido de la correlación de debilidades– viene demostrando una frágil salud de hierro, las lealtades al consenso constitucional siguen siendo frágiles en el conjunto del país. De ahí que, si el surf de Sánchez logra sacar adelante la investidura y consigue echar a andar la XV legislatura, esta no augura unas condiciones cómodas para la clausura definitiva de la crisis de régimen. Habrá que ver cómo encajan en ese caso las piezas del bloque plurinacional, democrático.

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