En el día de ayer unas 50.000 personas –siempre de acuerdo a las cifras de la Guardia Urbana– acudieron ayer a la manifestación de Societat Civil Catalana. Bajo el lema «No en mi nombre. Ni amnistía, ni autodeterminación» su objetivo era movilizar un máximo apoyo ciudadano contra los pactos de investidura. Como trasfondo de la convocatoria, el fracaso previo de Feijóo en ser investido; como aspiración estratégica, la apuesta de las derechas parlamentarias por repetir las elecciones generales.

La fecha de esta convocatoria no ha sido casual. Más allá de las razones coyunturales que sugiere la investidura, el 8 de octubre es una efeméride importante para Societat Civil Catalana. Fue otro domingo, hace ahora seis años, cuando obtuvo lugar su mayor éxito movilizador. El contexto entonces era el referendum del 1-O y las procelosas jornadas que vinieron después. Aquel día, Societat Civil Catalana había congregado un amplio espectro ideológico que incluía al PSC y figuras como Josep Borrell, Miquel Iceta o Jiménez Villarejo. Tal fue el éxito que la plataforma ciudadana instituyó un galardón de nombre Premio 8 de Octubre para recordar cada año aquella jornada.
La convocatoria de ayer domingo, sin embargo, ha tenido lugar en un contexto muy diferente al de 2017. Nostálgica de su efeméride, Societat Civil Catalana acude ahora en socorro de unas derechas que buscan una mayoría inexistente. Este recurso a movilizar las calles en clave identitaria no deja de ser un adelanto de la oposición que nos espera. No por nada, el pasado día 24, a las puertas de la investidura fallida de Feijóo, el PP ya convocó a los suyos para cuestionar la aritmética parlamentaria e invocar un derecho inexistente del más votado a formar gobierno.
Con todo, pese a fracasar, Feijóo insiste en explotar el juego identitario de la foto de Colón. No le fue mal con Ciudadanos. Poco parece importar por el momento si las alianzas con Vox alejan al PP de la centralidad del tablero. Su foco está en otro lugar y se impone dar un rodeo: luego de reducir la oferta partidista en el centroderecha con su «opa hostil» a C’s, los de Feijóo apuestan ahora por hacer lo propio con Vox. Solo así tendrá sentido más adelante un «viaje al centro» como el que invistió en su día a José María Aznar (no sin antes hablar catalán en la intimidad, claro).
A tal fin, los máximos dirigentes del PP desembarcaron en Barcelona para identificar sobre el terreno el enemigo a batir y trazar las líneas del campo antagonista. Sin salirse tampoco del paraguas compartido de Societat Civil Catalana, los dirigentes de Vox han intentado recuperar la ventaja que les lleva el PP desde hace dos semanas. Queda por ver, en todo caso, si la agitación identitaria constituye para los de Feijóo el mejor espacio desde el que recuperar el monopolio perdido del bipartidismo o si, por el contrario, será el pantano en el que se quedarán atrapados de forma duradera.

Catalanofobia y polarización
El anticatalanismo es la expresión de una política de identitad reaccionaria y subalterna que, como tal, depende en última instancia de la percepción civil del contencioso entre el catalanismo y el Estado. Si este primero decae, correlativamente pierde fuerza el contramovimiento y, con él, el recurso a la catalanofobia que lo impulsa. En ausencia de polarización catalanista, el nacionalismo estatal se vuelve banal, al decir de Michael Billig, esto es, se diluye en la hegemonía institucional y se acaba invisibilizando (lo que no deja de ser una hegemonía más perfecta por eficaz e incontrovertible).
Pero en sentido inverso, agitar la catalanofobia exacerbando el conflicto identitario puede ofrecer importantes réditos políticos fuera de Catalunya, ya que permite alterar equilibrios dentro del campo de referencia español (piénsese, por ejemplo, en el papel reciente de Gónzalez, Guerra, Ibarra y otras figuras históricas destacadas del PSOE o algunos de sus barones). Aún es más, por el peso institucional de Catalunya en el conjunto de España (casi uno de cada siete escaños) también puede resultar suficiente, incluso en posiciones minoritarias en Catalunya pero mayoritarias en el conjunto de España, como para cuadrar una ajustada aritmética parlamentaria dependiente, hoy por hoy, de apenas cuatro escaños.
Por todo lo anterior, el problema del PP y Vox no es tanto que en Catalunya gane el referente nacional español (cosa que ya ha sucedido ampliamente el 23J). El auténtico riesgo es que España como problema se invisibilice y no permita avanzar lo suficiente a la polarización de la que precisan para alterar el reparto de poder dentro de ese mismo campo. Sin un catalanismo que opere como el pérfido exterior constitutivo de la España de la «gente de bien», la derecha ve alejarse la mayoría absoluta en que se afirma fuera de la centralidad del régimen político.
El resultado del 23J se vuelve aquí una mala noticia para las derechas, que ven como, tras la primera legislatura del gobierno de coalición, el Procés ha ido agotando su capacidad para sostener su desafío antagonista con el Estado. Paradójicamente, la vía punitiva activada por Rajoy con el 155 se ha convertido en un límite negativo del propio independentismo, atrapado en la lógica de responder a la represión estatal del exceso unilateralista y abocado al pragmatismo. Si algo ha demostrado el 23J, al fin y al cabo, es que el modo de movilización electoral tradicional basado en la demoscopia, campañas, medios, etc., no alcanza para patear el tablero.
Las derechas precisan, en efecto, de la contienda en las calles, de volver a inundar Barcelona de banderas, de traer al independentismo al terreno de la confrontación civil. Y lo necesitan más incluso que el independentismo. Por más paradójico que pueda parecer, el exceso punitivo de las derechas no deja de ser el correlato del exceso unilateralista del Procés. Y para muestra el botón que hoy sirve de antecedente a la amnistía: el indulto concedido a los presos.
Al margen de la expresión de impotencia política en que consiste proclamar que se volverá a hacer aquello que ha comportado la propia derrota, el indulto ha realizado a la perfección su función constitucional como instrumento de restauración del orden constitucional. La cosa varía con la amnistía, que promete un litigio constitucional más prolongado de lo que quizá espera el bloque de la investidura. Con todo, al margen de los argumentos jurídicos que se quieran aducir a favor de la amnistía, el problema no será tanto de índole legal, como política. El discurso del odio a Catalunya es una demostración de impotencia y subalternidad de la concepción monista de España y ahí se sitúa hoy el nudo gordiano no resuelto desde la pasada década: ¿cómo traducir la plurinacional en un nuevo encaje territorial?
En sentido opuesto insistir en la idea de España asimilacionista, la consistencia creciente del discurso de Sánchez al contraponer la intensidad de los años de Rajoy a la calma actual, resulta ganadora.

No solo capitaliza el espacio «constitucionalista» que antaño ocupaba C’s en Catalunya. A su vez avanza en su reconstrucción del progresismo frente a un Sumar que perpetúa las carencias del discurso de Unidas Podemos y anterior incluso (guste que no, en el triunfo de Collboni habita el error de Colau al expulsarlo del gobierno municipal tras el 155).
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Cuidado con las lecturas hispanico-triunfalistas, el 23-J la mayoría de independentistas nos abstuvimos, conscientes de la ineficacia del sistema de partidos dentro del autonomismo R78 para avanzar ni tan siquiera hacia el federalismo. De ahí la victoria del mal llamado “constitucionalismo”, que desde nuestro punto de vista se lee “neofranquismo mesetario” (reconstatado con las declaraciones de FGlez.& Guerra y sus secuaces ,que curiosamente hace 40 años todos creíamos progresistas, ilusos nosotros..)