El 7 de octubre, milicianos de Hamás y de la Yihad Islámica atacaban a Israel desde la Franja de Gaza dejando un rastro de 1.300 muertos, 4.121 heridos y unos 200 secuestrados. El peor ataque que ha sufrido nunca Israel de parte de las milicias palestinas.
Herido en lo más profundo, la existencia de Israel se fundamenta en ofrecer un territorio donde los judíos puedan vivir con seguridad, y también en su orgullo, Israel daba por finiquitada la guerra con los palestinos convencidos de que la superioridad militar y tecnológica hacía imposible operaciones de gran alcance, Israel declaró la guerra a Hamás ya Yihad Islámica.
La guerra, según Israel, debía acabar con ambas organizaciones y recuperar la autoestima del país y -aunque no lo dijera- debía servir también para tapar las críticas sobre un gobierno seriamente contestado por su ciudadanía, y no sólo por los evidentes errores de seguridad que este ataque ponía de manifiesto. El problema es que cuando Israel anuncia la guerra contra Hamás en realidad comienza una guerra contra Gaza. Una pequeña franja de territorio donde se agolpan 2 millones de habitantes en 360 km2.
De estos ciudadanos conviene recordar que un 45% son menores de 14 años, pues la franja de Gaza tiene la tasa de natalidad más alta del mundo; que el 75% son refugiados o descendientes de refugiados y que por tanto viven en la franja porque han tenido que huir de su casa; que fruto del bloqueo al que está sometida la franja desde los Acuerdos de Oslo (sí, el bloqueo empezó en gran medida entonces, aunque la Comunidad Internacional haga ver que lo ignora) y que se agravó con el ascenso de Hamás en el gobierno de la franja en 2007, el 80% de la población sobrevive por las ayudas internacionales de UNRWA y el 98% necesita algún tipo de ayuda para salir adelante.
En esta selva urbana y en ese contexto social absolutamente depauperado, ciertamente opera Hamas. Una organización que combina la acción social con notoria eficacia, la crítica radical a Israel -que buena parte de la población de Gaza empobrecida y sin ningún horizonte de futuro comparte-, una militancia islamista que le proporciona alguna buena conexión internacional y una disciplinada militancia armada que ha demostrado preparación y eficacia. Un terrible enemigo al que Israel ha intentado destruir varias veces en los últimos al menos 15 años, procurando bloquearlo económicamente, con asesinatos selectivos de dirigentes o con bombardeos reiterados a lo que Israel asegura que son sus instalaciones. Por si fuera poco, hasta 3 veces desde el año 2007 han entrado las tropas israelíes por tierra en Gaza para destruir a Hamás. Todo en balde. Hamás, lo demostró el 7 de octubre, sigue viva. Se le calcula un ejercido de 20.000 milicianos armados.
Como no puede dejar de hacer algo en respuesta a los ataques del 7 de octubre y debido a que debe tener una magnitud muy superior a todo lo que ha hecho hasta ahora, Israel ataca a Gaza. Con la excusa de que en Gaza se esconde Hamás -lo cierto- Israel ataca a Gaza. Y comienza una guerra contra toda la ciudadanía de Gaza, incluidos niños, viejos, mujeres y cualquier ciudadano -que también los hay y muchos- que no comparten las actuaciones ni las políticas de Hamás. Incluso el presuntamente moderado presidente de Israel, Isaac Herzog, lo justifica con el argumento absurdo de que los ciudadanos de Gaza sabían lo que iba a ocurrir y por tanto son corresponsables. Los servicios secretos israelíes no sabían nada pero los niños de Gaza sí, según Herzog.
Todos hemos seguido la sucesión de bombardeos intensivos que Israel está haciendo sobre Gaza. Imposible argumentar que se atacan estructuras de Hamás: ni en el mejor de sus sueños la organización podría aspirar a disponer de tantas y tantas estructuras como han sido bombardeadas.
Tanto o más grave, en términos humanitarios, son las demás medidas del gobierno de Israel: el corte del suministro de agua, electricidad y el bloqueo a la entrada de alimentos y combustible. Ninguna de estas medidas puede justificarse en nombre de la guerra contra Hamás. Son directamente un castigo colectivo contra la población civil y por tanto un crimen de lesa humanidad.
Lo grave es la falta de agua. Israel sólo abrió 3 horas el suministro a una parte del sur de la franja. UNRWA calcula que sólo el 14% de la población pudo beneficiarse. En la ciudad de Gaza, de donde la mayor parte de sus 650.000 habitante no se ha ido ya que no tienen adónde ir, los pozos de agua no funcionan porque las bombas no tienen suministro eléctrico ni combustible.
La última planta desalinizadora dejó de funcionar el lunes, según la agencia de Naciones Unidas. El comité de crisis del Ayuntamiento de Gaza alerta también del serio problema de residuos, ya que los bombardeos y la falta de combustible hacen casi imposible la recogida y el tratamiento. Se teme una crisis sanitaria. Los hospitales todavía funcionan en base a generadores eléctricos, pero éstos necesitan un combustible cada vez más escaso. En 24 horas, algunos generadores dejarán de funcionar, según alerta UNRWA, y las consecuencias para los heridos y enfermos ingresados pueden ser catastróficas. Incluidos, claro, los bebés prematuros que se encuentran en incubadoras. Nada de esto puede justificarse en nombre de la guerra con Hamás.
Por la magnitud del ataque del 7 de octubre, Israel se siente obligado a ir más allá de lo que ha ido nunca hasta ahora en su guerra con Hamás. Pero ésta es una guerra que Israel no puede hacer ni puede ganar. Porque tal y como la plantea, en base al castigo colectivo sobre la población, con destrucción sistemática de infraestructuras civiles, sin ningún respeto a ninguna de las convenciones internacionales, menospreciando todas las consideraciones humanitarias, le hace perder toda razón moral. Y aunque pueda ganar la batalla frente a su propia opinión pública y matar a un número importante de militantes de Hamás (lo que está por ver) lo que ya es seguro es que ya está comprando la siguiente guerra.