
Siempre he creído que el mejor no es aquel que gana, sino aquél que sabe perder, algo que parecer ser que la derecha de nuestro país no ha llegado a entender nunca.
Desde el 23J, día que se celebraron las elecciones generales, hemos visto cómo los políticos de la derecha y la extrema derecha de nuestro país han estado incitando a una especie de desobediencia civil que se ha terminado traduciendo en manifestaciones de neonazis cantando el “Cara al sol”. Quiero creer que esta alimentación ciudadana era para convocar protestas pacíficas (y legítimas) ante unos resultados que les desagradan y no para poder mostrar libremente una ideología más propia del siglo XX que del XXI.
Esta semana, con la excusa de protestar en contra de la Amnistía, han ocupado el centro de Madrid con banderas españolas al grito de: “puto rojo el que no bote”, “Marlaska Maricón”, “la constitución destruye la nación” y “Pedro Sánchez hijo de puta”; seguido de cánticos lgtbifóbicos hacia la policía e, incluso, hacia el Rey (ver para creer).
No me gustaría que nadie me malinterprete, entiendo y comparto cierta indignación o preocupación por la Ley de Amnistía hacia políticos y activistas catalanes (aunque desconozcamos, aún, el contenido de esta) e, incluso, puedo llegar a entender que gran parte de la sociedad española no se sienta cómoda sabiendo que la clave para renovar el gobierno progresista la tiene Junts per Catalunya. Sin embargo, no puedo llegar a entender como una oposición, que a priori es legítima y demócrata, puede convertirse en la apertura de la caverna del franquismo.
Somos muchas las personas que somos críticas con el independentismo catalán e, incluso, con la propuesta de Amnistía, pero las críticas se disipan de forma escalonada cada vez que quien defiende a “nuestro país” termina haciendo manifestaciones en contra de la democracia, los derechos humanos y la libertad que tantas cuentas nos ha costado.
Es sorprendente como aun hay gente de este país que jamás va a salir a defender la sanidad y la educación pública, el acceso a la vivienda, la regulación del precio de alquiler, la reducción de la jornada laboral o un sueldo digno, pero que, sin embargo, salen a defender, con una bandera más grande que la vivienda promedio de la clase trabajadora, nuestro país de no sé qué ruptura de la patria.
Una patria que se les queda pequeña, que está llena de violencia, odio e intolerancia. Una patria que no acepta unos resultados democráticos y una patria que no acepta que España no es suya, que es de todos, y que se han acabado los tiempos en los que ellos encerraban a la España diversa para que unos pocos estuvieran libres.