
Todos (bueno, casi todos) a menudo estamos comprometidos con las grandes causas. Decir no a la guerra, luchar contra la violencia de género, defender la democracia y, también, luchar contra el cambio climático… forman parte de nuestra forma de ser. Nadie (bueno, casi nadie) duda de que algo en el clima está cambiando, fuera de nuestro control, y parece que las causas son claras; seguramente consideramos una tontería que sea necesario destrozar una obra pictórica de un museo para alarmar del desastre al que nos abocamos por el uso de los combustibles fósiles, pero estamos convencidos de que hay que actuar.
Es evidente que no estamos actuando o que no lo hacemos lo suficiente, porque el calentamiento de la Tierra no para de aumentar. Y si nos preguntan quién tiene la culpa de esta inacción, seguramente hablaremos de las grandes petroleras, de los bancos, de las empresas del Íbex y seguro que de los gobiernos, desde Europa hasta nuestro Ayuntamiento. Ahora recuerdo ese cartel de propaganda durante la Guerra Civil Española, de Lorenzo Goñi, que decía “¿Y tú… qué has hecho por la victoria?”. Era una imagen estremecedora, con un soldado herido y a punto de morir, que recriminaba a todo el resto de la sociedad republicana cuál era su esfuerzo por enfrentarse al fascismo. También nosotros podemos preguntarnos qué hacemos para luchar en esta guerra de intensa agresión al planeta, lo único que tenemos.
Repasemos brevemente algunos de nuestros comportamientos claramente opuestos a lo que defendemos. ¿Utilizamos envases retornables en todas nuestras bebidas? ¿Rechazamos el uso de los plásticos cuando vamos a comprar? ¿Estamos dispuestos a cambiar la climatización de nuestra casa, con algo menos de calefacción en invierno o de frío en verano? ¿Utilizamos utensilios desechables (por ejemplo, máquinas de afeitar)? ¿Tenemos instaladas placas solares o térmicas? ¿Con qué tipo de coches circulamos? ¿Prevalece el uso del transporte público? ¿Vamos a Madrid en avión o en ferrocarril? ¿Nuestros aparatos electrónicos utilizan baterías recargables? ¿Nos duchamos o nos bañamos? ¿Separamos correctamente todas las fracciones de residuos? ¿Cambiamos de móvil sólo cuando es imprescindible o vamos a buscar el último modelo? ¿Llenamos la piscina y regamos el césped cuando la sequía nos amenaza? ¿Llenamos al máximo lavadoras y lavavajillas? ¿Tenemos el grifo abierto mientras nos lavamos los dientes? ¿Hemos sustituido todas las bombillas de la casa por LEDs? ¿Imprimimos cosas innecesarias en casa o en el trabajo? Todo esto son pequeñas acciones que son más de compromiso personal que provocadoras de un cambio real.
La lista podría ser mucho más larga, pero es evidente que lo que llamamos “modelo de sociedad” queda definido por un número elevado de variables, unas más relevantes que otras. Hay científicos que afirman que el cambio de modelo no consistirá en sustituir la energía fósil por la renovable (sol y viento sobre todo), sino en disminuir el uso de la energía, aunque sea verde. Hemos construido una sociedad energética-dependiente, que como una especie de droga hace que salgamos adelante (en términos de PIB, no exactamente de calidad de vida).
Un cambio de modelo implicará necesariamente renunciar a algunas de las “comodidades” que hemos citado antes, en una especie de decrecimiento que nadie sabe exactamente cómo funciona y que puede ser planeado o impuesto. No hace demasiado tiempo que hemos vivido un decrecimiento forzado a causa de un virus, del que todavía estamos pagando las consecuencias. No es una experiencia agradable, todos lo sabemos, pero puede suceder que lo vivamos. Como ejemplo, ahora tenemos encima una sequía más intensa que nunca. El día (que puede llegar) que los habitantes del Área Metropolitana abramos el grifo y no salga agua nos daremos cuenta de cuál es la diferencia entre un cambio de modelo obligado o querido. Y no es que los habitantes de la conurbación barcelonesa sean más importantes que el resto de los catalanes, sino simplemente que todo es más complicado si un problema afecta a cinco millones de habitantes que si implica restricciones a un pueblecito de trescientos habitantes.
¿Estamos dispuestos a renunciar a las comodidades que exigiría un nuevo modelo de relación de la humanidad con la Tierra? ¿Sería posible vivir razonablemente bien viviendo diferente? Nos adherimos sólo a los grandes discursos, pero ¿huímos del compromiso personal? Cada uno debe responder a estas preguntas.