En algunas ocasiones suelo repasar el paseo el mismo día en que escribo las Barcelonas, como, sin ir más lejos, hoy por la mañana. Desde el Guinardó he bajado hasta la vieja carretera de Horta en su tramo de la calle de la Garrotxa y luego, tras adentrarme por els Indians, he seguido Concepción Arenal, el antiguo camino de Barcelona a Sant Andreu, hasta la Meridiana, penúltimo hito antes del inicio de Escòcia, protagonista de los siguientes párrafos.
Tras descubrir misterios de panaderos, Masdéu Puigdemasa y una dama quizá heroica debía respirar un poco y otear el horizonte de esta arteria de los márgenes, proseguida con su origen hasta nominal en Dublín, para atar cabos sobre su evolución, muy lenta ante enormes manzanas a la espera de llenarse durante decenios. Este amor al hueco aún puede observarse entre el passatge de Santa Eulàlia y la invisible calle de Antoni Costa, que tiene continuación dentro de la plaza Garrigó, el otro solar concebido como ágora y sólo concretada, no sin polémicas dadaístas, a finales del siglo pasado.
Cuando topamos con estos vacíos es fácil ir hacia ciertas causas, tales como ingenios industriales desaparecidos, como ocurrió con el Laboratorio Bofill, o directamente otros impedimentos, en Escocia apuntalados con la pervivencia de la masía de Can Garrigó hasta 1961, cuando fueron expulsados los últimos payeses.
En la caminata de hoy tuve la suerte de poder acceder al conjunto que lo sucedió, inmenso, con cuatro ingresos en la riera d’Horta, Santapau, Escòcia y Emili Roca. Su patio interior debió ser un verdadero lujo durante la pandemia, aún con esas sillas pétreas mal conservadas, símbolo de una modernidad contemporánea a la de la Escola Timbaler del Bruc, una de las notables contribuciones del Oriol Bohigas joven en la periferia.

De todo esta escribiré en profundidad tarde o temprano. Mi punto de partida de esta mañana era el passatge d’Escòcia, para lanzarme hacia pequeñas supervivencias entre tantos bloques, casi todos ellos con detalles válidos para enmarcarlos en las distintas etapas del Franquismo.
Nada es unitario en Escòcia. Quizá la plaça Garrigó sea la bisagra entre su sur y norte. A la derecha, el passatge de Santa Eulalia y la perspectiva hacia el Congrés enmiendan el horror del parking. A la izquierda conviene descender un poco y situarse en la esquina escocesa con Pardo, una de esas calles en apariencia sin ningún encanto pese a tener bastantes, como su perspectiva desde la riera d’Horta o Fabra i Puig y sus huellas anteriores a la Guerra Civil. Una de ellos es tan obvia que sería hasta comprensible omitirla. Se trata de del inmueble de Escòcia 34/Pardo 47. Es bueno resaltar que son pareja, porque la fachada en la avenida oculta un mayor despliegue en la callecita para así propiciar un buen negocio con los alquileres a manos del propietario, un tal Antonio Valls, quien tampoco pidió nada espectacular al arquitecto, con instante estelar en mi búsqueda por lo indescifrable de su firma, estampada en agosto de 1930.
El garabato del buen hombre podría generar ríos de tinta. Por el momento sólo os diré que Valls debió confiar en su oficio tras ver una finca al otro lado de Pardo, cuya propiedad correspondía a un tal Antoni Arolas desde 1927.

Al final, desesperado y encomendándome a la generosidad del género humano, colgué la rúbrica en XantesTwitter y algunas personas facilitaron solucionar el jeroglífico. El arquitecto era Damià Vives Roura, con toda probabilidad nacido hacia 1877, empadronado justo hace un siglo en el 227 del carrer València, una muestra de su crecimiento, pues en una guía de 1908 aún vivía en las profundidades del casco antiguo, en la tenebrosa calle de Ataúlfo, un rey godo que disgusta al corrector de Microsoft Word.
Damià Vives Roura tiene como obra cumbre el convento de Nostra Senyora de la Visitació, en la confluencia de la empinada Llobet i Vall-Llosera con el carrer del Arc de Sant Martí, antes llamado de La Casualitat. Las fechas son coetáneas a las de Escòcia 34/Pardo 47, cuando tuvo más encargos, todos ellos con la capacidad de dejar una impronta en su espacio pese a pasar más bien desapercibidos. Por eso mismo me sorprende localizarlo en Padilla 264, en una finca esquinera hasta delimitar con prestancia el passatge de Carsi, o tanto en Marina 241 como en Rosselló 300, ambos anónimos al estar justo en medio de sectores que son limbos hacia la Sagrada Familia o el passeig de Sant Joan.

No deberíamos descartar que muchos de los vecinos de Escòcia 34/Pardo 47 fueran trabajadores de la cercana CIBA S.A, una empresa de productos químicos de longeva trayectoria y liquidación en nuestro callejero, donde incluso lució mucho su sede social en Balmes con Provença, reemplazada por un hotel.
Los documentos sobre la CIBA datan también de finales de los años veinte y tratan de construir una reja de entrada más bien noble, muy en consonancia con las modas de ese intervalo. Uso la palabra con mucha consciencia porque encarna mejor cómo en esos fragmentos de tiempo pueden convivir muchas tendencias por la indecisión entre fijar lo nuevo para sepultar lo viejo, de ahí que en Escòcia tengamos esa funcionalidad descarnada de Vives, la elegancia muy de entornos fabriles en el proyecto de los químicos y hasta un Noucentisme a restaurar en el número 69, erigida por Luis Gonzaga Colomer, contratado por Juan Montserrat.

Los nombres de los propietarios son de proximidad y bien podría ser una ayuda para confirmar cómo muchos pequeños ahorradores quisieron invertir en esa nada destinada a tener mucha trascendencia.
En la actualidad, si la subimos desde la Meridiana, es sencillo comprender su tope hasta el derribo del Mas Garrigó gracias a la manzana del passatge Millás, con un rojizo arrebatador en Escòcia con Malgrat. La poca prisa de María Ángels Puig Espanya en deshacerse de su masía condicionó el norte de esta calle tan céntrica y carismática de La Jota, una primordial inesperada partida en mil estratos.