Entre las primeras reacciones a la investidura, Cuca Gamarra, jefa de filas del PP, escribía el siguiente tuit: «Sánchez se retrata de nuevo. “Hay que leer más a Maquiavelo”, dice». Para quienes hemos dedicado horas al estudio del padre de la teoría política moderna no puede haber sorpresa. A lo largo de los tiempos, el maestro florentino ha sido denostado por aquellos incapaces de comprender el giro copernicano que su teoría imprimió a la comprensión de la política.
Por si esto fuera poco, en las propias filas del PP se han encargado de confirmar que la teoría política no es el fuerte de los conservadores. En la tertulia de Risto Mejide, la diputada conservadora, Ana Vázquez, afirmaba sin el menor pudor: «Yo de Maquiavelo sé la separación de poderes que acaba de matar Sánchez». Ya tiene lo suyo, a pesar de insistir día y noche con el fin de la separación de poderes, que ignoren quien escribió el Espíritu de las leyes. El pobre Charles-Louis de Secondat debe estar revolviéndose en su erudita y aristocrática tumba.
Pero estas declaraciones no solo ejemplifican bien una ignorancia impropia de la responsabilidad asumida por ambas diputadas. A la par confirman algo que debería preocupar mucho más al centroderecha español: desconocen el origen de su propia derrota. Una buena noticia sin duda para el recién investido presidente Sánchez; a quien por audaz seguirá sonriendo la fortuna. Al menos mientras sus adversarios no resuelvan sus disputas por la hegemonía de sus espacios respectivos: sean el PP y Vox con los insurrectos de Ferraz, ERC y Junts con los independentistas que persisten en el unilateralismo o Sumar y Podemos con la gente progresista descontenta con las políticas del gobierno.
Y es que desde el 15M en adelante, España ha vivido tiempos maquiavelianos. Unos tiempos en que la tensión entre gobernantes («el príncipe») y gobernados («el pueblo») alcanzó el límite de la escisión constituyente. Luego de tres décadas de exitosa consolidación e institucionalización de la democracia liberal, el régimen instaurado en 1978 entró en una crisis inédita: fin del bipartidismo y sus alternancias, polarización y fragmentación del sistema de partidos, deriva secesionista del catalanismo, dos repeticiones electorales, cuatro mociones de censura y hasta dos investiduras en esta última ocasión. Listar todos los síntomas se haría interminable.
El príncipe catódico
El primero en comprender el carácter maquiaveliano de los tiempos fue Pablo Iglesias. Tanto es así que llegó incluso a escribir un libro titulado Maquiavelo frente a la gran pantalla. Poca novedad en esto: entre los impulsores de Podemos el giro maquiaveliano ante la derrotada tradición moral de la izquierda encarnada era un lugar común. El líder de Podemos fue así el primer «príncipe catódico» que se coló por la pequeña pantalla a la búsqueda de sintonizar con el pueblo-audiencia indignado que por entonces seguía con pasión los debates televisivos. Este «momento populista», por decirlo en la terminología de Ernesto Laclau, reflejó una conexión de tal potencia que logró sacudir los cimientos del régimen.
No tardaron así en disputar los rayos catódicos otros competidores por el favor popular. Tres fueron los más importantes junto al Iglesias rupturista: el propio Pedro Sánchez, Albert Rivera y Pablo Casado. De todos ellos, Sánchez es el único superviviente y ha sido, no por casualidad, el mejor lector de Maquiavelo. A los resultados políticos nos remitimos, siendo como son el único test válido para la visión realista de la política auspiciada por el florentino.
La trayectoria del «principado catódico» de Sánchez comenzó por ganar el pulso al aparato del partido. Recurrió para ello al favor de las bases preocupadas por el ascenso de Podemos. Mediante una suerte de movimiento indignado en la interna se hizo con el mando del partido. A partir de ahí pudo adelantar a Iglesias al ganar la moción de censura y desalojar a Rajoy. Y a pesar de su reticencia a incorporar a Podemos en el gobierno, supo encabezar el primer ejecutivo de coalición. Por si fuera poco, asumió el coste de indultar a los presos independentistas y convocar elecciones anticipadas el 23J.
Mientras tanto sus competidores sucumbían a la pérdida del apoyo popular. La potencia política que les había impulsado durante los años precedentes, y que había mermado el PSOE al umbral del empate técnico con Podemos en 2015, se empezó a agotar en la falta de concreción de una institucionalidad alternativa a la del 78. Y ello al punto que la reconstrucción del PSOE desde 2019 no es desligable de una estrategia tan sencilla como eficaz: encarnar como nadie el marco constitucional. He ahí la nueva centralidad.
Paso a paso, por el camino fueron desbancados Rivera, Iglesias y Casado, estando por ver qué puede pasar con Feijóo. Precisamente en su respuesta al candidato de la investidura fallida, Sánchez desplegó la más acabada de las ironías maquiavelianas:
«Entonces surge la original teoría de no soy presidente porque no quiero. ¡Esta es la mejor! ¡Esta es muy buena! El señor Feijóo no es presidente porque no quiere. Es más, ha llegado a proclamar que es el primer español que renuncia a ser presidente del Gobierno pudiendo serlo».
Si algún tabú rompió Maquiavelo fue el de comprender la decisión en los márgenes de una constricción moral predeterminada. Siendo la política como fue hasta el comienzo del mundo moderno una prefiguración de la moral religiosa, disputar el poder sin tapujos y, solo después, dejar que el resultado contingente del antagonismo concrete la moralidad supuso para el mundo occidental una revolución intelectual equiparable al heliocentrismo de Galileo.
El tablero roto
Iglesias y Podemos irrumpieron en 2014 cuestionando con acierto el moralismo de la izquierda tradicional (basta con recordar aquel mitin en el que Cayo Lara declaraba anatema hacer política con Maquiavelo). Pero cuando las cosas se complicaron con el resultado del 20D de 2015, Iglesias se replegó a los cuarteles de invierno de la «razón histórica» (tan a menudo sinrazón ideológica). Decisión tras decisión, desde el Pacto de los Botellines hasta hoy, ha sido una larga, pero incontestable trayectoria de regreso a la marginalidad.
Quien, por el contrario, sí supo leer el momento fue el principal competidor de Iglesias: el príncipe catódico socialista. Roto el candado del 78 a izquierda (Podemos) y derecha (Ciudadanos, primero, y Vox, después), Sánchez supo modificar y consolidar las estructuras del PSOE en el 39 Congreso para hacer de la organización su particular interfaz popular. Centralizó el poder y ganó popularidad. De regreso al gobierno, pero sin podemos en el ejecutivo, gobernó más a la izquierda que nunca.
Aún así, esto no impidió que en el 40 Congreso –el de «la reunificación»–, Sánchez fuese capaz de reconciliar a la familia socialista. A diferencia de Iglesias y su depuración de toda disidencia, el del PSOE supo recuperar a figuras tan complicadas en lo personal como Antonio Hernando. Aún es más, Sánchez interpretó con acierto que Iglesias siempre iba a necesitar más recursos de los que consumía su lógica disciplinaria. En un nuevo gesto maquiaveliano, solo lo incorporó a un gobierno cuyo diseño convertía a Díaz en la única ministra relevante por obra de un actor del 78: CC.OO.
También en Catalunya Sánchez ha sido leal a su guión. En su día aceptó el 155 afianzando su posición como partido de Estado. A pesar del coste (relativo) de esa medida entre su electorado, lo cierto es que sentó las bases para capitalizar en Catalunya el hundimiento de Cs por la implosión del Procés. Los indultos sin hacer caso a la mesa de diálogo fueron ahí su gran apuesta y éxito. Con un independentismo de discurso inflacionado y sin movilización en las calles, Sánchez encarnó la magnanimidad de El Príncipe. Sin ese precedente, habría carecido de margen para negociar la amnistía.
¿Qué dura una legislatura?
Tan pronto como Sánchez ha sido reelegido, un doble debate se ha puesto sobre la mesa: ¿cuál va a ser el gobierno y cuánto va a durar esta legislatura? El primer debate, de entrada, solo guarda una incógnita: ¿se va Podemos al grupo mixto tras ser expulsado del gobierno? El segundo, sin embargo, es la clave para medir hasta qué punto la clausura del momento maquiaveliano ha llegado a su fin o todavía se puede reabrir.
En primer lugar, el 23J ha arrojado un resultado endemoniado. De haber ganado PP y Vox, la situación en estos momentos sería de completa clausura por la vía punitiva. Sin embargo, la polarización inducida por las derechas para hacerse con una «mayoría por desafección», a la manera de Rajoy en 2011, ha reforzado la centralidad del PSOE. Por si fuera poco, la prórroga innecesaria de una investidura fallida para agitar y mantener movilizadas las derechas a la espera de un fracaso de la investidura probable, solo ha tenido por efecto favorecer la emergencia de un contramovimiento neofascista difícilmente domesticable y, por ende, apuntalar el apoyo a Sánchez
Ante este estado de cosas, la legislatura que tenemos por delante apunta a que gozará de la misma frágil salud de hierro que el régimen del 78. En tanto no se presente en la ecuación la reactivación de un espacio de movilización civil que politice la multicrisis actual o algún otro factor de disruptividad semejante, seguiremos asistiendo a lo que ya hemos visto de momento: unas derechas insuficientes y precisadas de la desafección y unos nacionalismos e izquierdas precisadas del escudo protector del mal menor que hoy encarna Sánchez.
Una vez más, como hasta ahora desde 2019, la recuperación del normal funcionamiento de las instituciones del 78 es la mejor apuesta que puede hacer el bipartidismo. El PP precisa de desgastar a Vox como lo está haciendo el PSOE a su izquierda. Las reivindicaciones independentistas, una vez pacificadas por medio de la amnistía, podrán ser reconducidas al marco constitucional.
Ese es al menos el horizonte estratégico al que apunta el próximo gobierno y, más allá, el bloque social, democrático y plurinacional de la investidura. Por descontado nadie puede hacer pronósticos seguros más allá de un plazo de tiempo muy corto. Pero las expectativas razonables no apuntan a una precipitación tan pronta de la legislatura. El régimen sigue adelante metabolizando su crisis de los Años Diez y sin otro príncipe catódico por ahora que Pedro Sánchez.