La llegada al Palau de la Generalitat del primer republicano, noventa años después de que Companys fuera investido presidente un once de mayo de 1936, fue recibida con (moderada) ilusión por el conjunto de entidades del sector social y gran parte de la izquierda progresista. ERC se había distanciado del procesismo conservador propio del mundo postconvergente, y Aragonès esgrimía un lenguaje contrario a las políticas de austeridad, mientras criticaba al PSC por su giro ideológico hacia la derecha. En el ámbito estatal y europeo, ERC consolidaba las alianzas con Bildu y el BNG, y Gabriel Rufián —portavoz de ERC en el Congreso de los Diputados— continuaba ubicándose ideológicamente en la izquierda de Podemos.
Hoy, el gobierno en minoría de Aragonès saca adelante su ejecutivo con el apoyo de PSC y Comunes, pero no contenta a los líderes de ninguno de los dos partidos. Mientras tanto, la tensión con Junts per Catalunya aumenta a medida que crecen las posibilidades de que Carles Puigdemont pueda regresar a Cataluña. La gestión de los republicanos en la Generalitat, ciertamente condicionada por su escasa representación parlamentaria y la necesidad de llegar a acuerdos, se ha limitado a dejar correr el reloj mientras los problemas se acumulan. El agua no cae del cielo, y la población empieza a sospechar que la gestión del gobierno en este ámbito es más estética que funcional. El gobierno de Aragonès ha gastado ya más de 200.000 € en campañas publicitarias que básicamente vienen a decir que, si no llueve, no es culpa suya. En educación, la dimisión forzada del anterior conseller no parece haber traído la paz al sector educativo, y los desastrosos resultados que muestra el informe PISA no hacen más que apuntalar una tendencia que preocupa y avergüenza por igual.
Aragonès ha pretendido situarse en la centralidad ideológica, repartiendo migajas a ambos lados en vez de llevar a cabo políticas progresistas amplias que atraigan el sentimiento mayoritario de la población catalana. Ha pretendido ser el gestor discreto, el funcionario gris que nadie aprecia con pasión pero que tampoco despierta gran animadversión, ni de la derecha ni de la izquierda, ni de los trabajadores ni de los empresarios. Esta ha sido una estrategia que, como mínimo electoralmente, se ha mostrado acertada en los últimos años del proceso. Pero ya se le empieza a acabar el crédito al presidente Aragonès, que necesita demostrar al electorado progresista y republicano que es capaz de enfrentar con valentía los retos del país.
Las desigualdades sociales aumentan sin que ERC haga ninguna propuesta para tocar las dos principales fuentes de ingresos gestionadas por la Generalitat, como son el impuesto de sucesiones y patrimonio, algo que se esperaría de una fuerza política de izquierdas. Tampoco se ha pronunciado sobre qué harán finalmente con el Aeropuerto El Prat – Josep Tarradellas, pero entidades ecologistas temen que se plieguen a las demandas del gobierno central.
Si Aragonès quiere ser un gestor de la política, fracasará, porque no hay mejor gestor que Salvador Illa, y si quiere replicar el ideal pujolista de la “Casa Gran del Catalanisme“, también fracasará, porque Junts per Catalunya no renunciará a dar esta batalla, ahora que vuelve a reivindicar su ADN pactista.
Las elecciones catalanas, en caso de agotarse la legislatura, deberían celebrarse a finales de marzo de 2025. Es previsible que las turbulencias internas dentro de los republicanos vayan en aumento. La sombra alargadísima de Junqueras, que no esconde su voluntad de liderar la candidatura del partido una vez se apruebe la amnistía, forzará a Aragonès a moverse internamente. El viento ya no le sopla de cara, y si no toma medidas pronto, acabará perdiendo el poco margen que le queda. Por la derecha y por la izquierda, pero sobre todo por la izquierda.