Nos hablábamos con palabras como zhenzhus: redondas, dulzonas y brillantes. Algunas nos las tragábamos enteras, empujadas por la emoción de lo que nos estuviéramos contando pero otras, las que masticábamos con la intención de disfrutarlas más o digerirlas mejor, se nos quedaban pegadas a los dientes toda la tarde. De haberlas escupido, habrían rebotado contra el suelo como pelotas de goma, captando la atención de todos.

—¿Vamos al mercado nocturno?

—夜市 yesssh.

En las semanas previas a la celebración del Año Nuevo Chino el mercado de la calle Dihua se pone a rebosar. Nos divertía aprovechar los apretones de la multitud para rozarnos mientras íbamos picando muestras de las bandejas: galletas de sésamo, mango, piña, almendras. Cada pocos metros girábamos a contramarea y nos echábamos a una de las orillas de aquel río de gente para darnos un beso. Entre los sacos de pescado deshidratado nos preguntábamos qué nos había gustado más de todo lo que habíamos probado. Los besos que nos dábamos a los lados de la calle sabían a verano e invierno, a mango y a guirlache o a las virutas de carne que se espolvorean sobre los bollos. Bajo la atenta mirada de los pececillos de ojos crujientes que llenaban los sacos y junto a unas planchas de calamar que recordaban a las sábanas de nuestra cama de 1,90, roídas y tiesas, nos respondíamos lo mismo, en idiomas distintos e intercambiables, como si antes de desenlazar las lenguas nos hubiéramos dejado la palabra preparada al borde de la garganta: todo, me está gustando todo.

Bajo el rojo navideño de los farolillos de Dihua planeamos pasar el siguiente mes de diciembre en España. Lo hicimos con las palabras que teníamos en la boca, las que nos habíamos puesto el uno al otro en la lengua y las que teníamos pegadas a los dientes. Pero en enero, cuando ya hablábamos de esas navidades en pasado, empezamos a hacerlo con una higiene y una inexactitud que nos era impropia: la cena de Nochebuena, la costumbre de tomar las doce uvas, todo había sido agradable. De repente todo era agradable. El tiempo, el paisaje, y la compañía en España habían sido agradables. A veces, si nos preguntaba algún amigo, nos veíamos obligados a mencionar detalles que no venían a cuento para demostrar que no estábamos narrando el relato de unas vacaciones cualquiera, pero aun así, las palabras, que antes eran rojas, brillantes y crujientes, que habrían rebotado contra el asfalto y se habrían alzado por encima de nuestras cabezas si las pronunciábamos demasiado alto, ahora se derramaban inertes como la baba de un anciano por el resquicio de unas sonrisas educadas. Ahora nuestra cama era enorme, y tan agradable que en verano se nos perdían los pies en los pliegues frescos de las sábanas y nos dormíamos antes de encontrarnos. Aquel invierno descubrimos que con dejar caer el peso del plumón y quedarnos quietos servía para guardar el poco calor que traíamos así que, dejamos de mover los pies para buscarnos.

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