Mi intención mental era centrar la primera Barcelona de la serie sobre Vilapicina en unas extrañas naves ubicadas en Fabra i Puig de un lado y la calle de Los Amigos, al que volveremos, de otro.

Sin embargo, la pequeña obsesión que empieza a cubrir mis neuronas me condujo a buscar información sobre una masía desaparecida en 1959 en favor de los talleres de TMB de Vilapicina.

En la entrega del jueves pasado traté de mostrar cómo la plaça de Virrei Amat es una gran encrucijada de los márgenes al juntarse muchos caminos, como el passeig de Fabra i Puig, els Quinze y la senda de apertura de la calle de Pi i Molist, a mi parecer de injusta categoría por su significado cotidiano, más una avenida o un paseo por su porte e importancia.

Además de éstos, observamos cómo se producía una especie de ruptura espacial que desplazaba el foco de Vilapicina a Virrei Amat. La lógica indicaría cómo la aprobación del viejo paseo de Santa Eulàlia, hoy en día Fabra i Puig, por el ayuntamiento de Sant Andreu en la década de 1870 marcó un claro antes y después, hasta generar un movimiento del eje fundamental, del pasado a la modernidad.

La calle de Vilapicina. | Jordi Corominas

Hasta esa fecha la encrucijada esencial, els Quatre camins clásicos, partía desde el enlace del camino de Sant Iscle y el de Santa Eulàlia, rebautizado como de Vilapicina con el consiguiente olvido del origen y su sentido. Hasta finales de los años sesenta ese punto era casi virgen, precioso por la legendaria combinación del puentecito de enlace entre la iglesia de Santa Eulàlia de Vilapicina, con un elegante 1782 en su fachada, y la masía de Can Basté, reconvertida en equipamiento municipal. Al lado del templo, damos con Ca n’Artés, un hostal del siglo XV, diáfano en sus funciones y arquetípico en el ingreso o salida de poblaciones, con ejemplos variados en la Barcelona del casco antiguo.

Pero aquí estamos en la periferia y analizamos ese centro extinto, si bien aún muy evidente una vez lees mapas y pisas mejor el suelo. Algunas piedras del entorno confirmarían su origen romano y explicarían cómo Vilapicina proviene de una antigua villa romana, con toda probabilidad hegemónica en esos lares repletos de agua para cosechar con provecho.

El camino de Santa Eulalia queda partido por el segundo tramo de Fabra i Puig, una indecencia nacida con más prepotencia a finales de los años cincuenta para mayor gloria de la polución y jalonada con la estación de metro de Vilapicina casi como base del Turó de la Peira.

La parte trasera del santuario de Vilapicina, confluencia con el camí de Sant Iscle. Foto AFB c. 1950

De hecho, el santuario, el puente, la masía y el hostal se engloban administrativamente en esta colina tan ninguneada, mientras el meollo tradicional de Vilapicina se articula junto a Torre Llobeta, lo que enmaraña su comprensión histórica y demuestra cómo las divisiones de barrios y distritos deben reformularse desde el sentido común.

Si debiera delimitar Vilapicina no tendría mucha dificultad a encuadrar sus coordenadas. Dos de sus limes serían su homónima calle y la riera d’Horta, Cartellà en nuestro siglo, donde iniciaría, hasta el paseo de Maragall, el feudo de Torre Llobeta. Otra frontera sería la avenida dedicada al poeta de La vaca cega, mientras una última, todo esto desde una cierta poética en la geometría de las vistas aéreas, correspondería a un exiguo trecho de la calle de Vilapicina, uniéndose con Cartellà en un mínimo suspiro.

Foto aérea de 1955 del núcleo esencial de Vilapicina. Azul es el carrer de Vilapicina, negro la riera d’Horta, amarillo Mare de Déu de les Neus, verde el carrer de Serrano y rosa Els Quinze. 1 es Virrei Amat, 2 Can Sitjà, 3 la fábrica de Santaló Hermanos.

Sin embargo, el terreno total se ampliaría por la continuación de la calle Vilapicina en Espiell, mientras el desguace del torrent de la Carabassa con la riera d’Horta en Petrarca con Cartellà sería otro colofón, pues más allá tenemos un limbo hacia la plaza Bacardí, Horta en estado puro.

Recorreremos centímetro a centímetro todas estas tierras. Si me ha dado por acotar es por la fortuna de disponer de buenas imágenes. Se navega mejor si de lo concreto vas a lo específico.

La marginación de Vilapicina en pos de Virrei Amat, que no obstante tardó en completarse por la supervivencia de Can Sitjà hasta 1961, y el impacto cercano de las cocheras, tiene otra vertiente en cómo había pocos accesos reales al barrio. En Paseo Maragall se solventó la cuestión con la ocurrencia del pasito llamado calle de Joan Alcover, preludio de la plaza de Paul Claudel, de nomenclátor aprobado durante el Franquismo y aplicado sólo con garantías, sobretodo espaciales, durante la Democracia.

El aislamiento se reforzó por dos matices más. La fábrica Santaló Hermanos vetaba dar aire a la calle de Serrano, mientras el triunfo de Fabra i Puig anuló la conexión cabal entre la plaza de Santa Eulàlia con la homónima iglesia y Can Basté. El ágora de la patrona del lugar está a la derecha de la calle Amílcar, la vía proverbial de antaño para unir Vilapicina con la montaña de Sant Martí.

A principios del siglo XX no debía estar tan clara la supremacía de la futura Virrei Amat. Las estructuras y los nombres jamás son casuales. Amílcar también quedó, a su manera, relegada por la supremacía de l’avenida Verge de Montserrat, con las décadas una desviación de las rondas con vida singular. Su victoria ocultó otra flamante trilogía para ejecutar un encaje de bolillos con debut en la plaza de la Font Castellana y proseguimiento por la Font Catalana hasta alcanzar las masías de Vilapicina.

El enlace de Verge de Montserrat con la plaça Catalana. | Jordi Corominas

El lector atento y paseante quizá haya cavilado un poco sobre la imposibilidad de unir, a priori, la Castellana y la Catalana en ese segmento del planisferio barcelonés. Las dos plazas sólo van de la mano con el nombre, que sugiere una profunda conjunción, entre otras cosas porque Amílcar fue hasta 1907 el paseo Nacional. La opción de esa alternativa se sugiere por un guiño de Verge de Montserrat, impertérrita en su línea recta, pero con la concesión de bifurcarse y enhebrar unos metros para coser con harmonía la ruta y el encaje con plaza Catalana/Amílcar.

La centralidad por excelencia de Virrei Amat debió cuajarse entre la apertura de Pi i Molist, en 1914, y las cesiones de la marquesa de Castellbell en 1926/27, arranque para la consolidación de la parte superior de La Jota y el ostracismo de Vilapicina, aun así, rica de vestigios a descubrir poco a poco, tras andarla en sus cercanías, para entenderla con más prestancia en el mañana.

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