Envolverse en la bandera de una nación, escudarse en la pretendida defensa de una ideología atacada o usar los símbolos de una religión ofendida para perpetrar grandes atrocidades o delitos más o menos graves es una tradición milenaria desarrollada por los más cínicos y fanáticos de los seres humanos, conscientes de que numerosos habitantes de esa nación, seguidores de esa ideología o adeptos de ese credo seguirán a sus líderes, cegados por ese mayor bien común prometido, y que estarán dispuestos a los mayores sacrificios.

Benjamin Netanyahu, el presidente del gobierno israelí más ultraconservador y ultraortodoxo de la historia hebrea reciente, ha sabido utilizar esta vieja argucia para conseguir suficientes apoyos populares en su decisión de no dejar piedra sobre piedra en Gaza y matar a más de 22.000 palestinos ―la mayoría niños y mujeres― para vengar la cruel matanza de un millar de israelíes ―también niños y mujeres― por parte de los terroristas de Hamás.

Tanto ahora como desde hace más de 75 años, cuando se fundó el Estado de Israel, cualquier crítica a la actuación del gobierno de Tel Aviv, por suave que fuera el reproche, siempre ha recibido la misma respuesta: “Esto es antisemitismo”. Antisemitismo, una palabra que siempre lleva en el reverso de la tarjeta amarilla o roja que se enseña las estremecedoras imágenes del Holocausto, otro concepto, otro símbolo universal de la infamia, que los más maquiavélicos han aprovechado para sus intereses personales o partidistas.

Las matanzas de Gaza (¿a partir de cuántos miles de civiles muertos se puede hablar, con rigor, de genocidio en Palestina?) han hecho resurgir el antisemitismo y la islamofobia en todas partes. También en los respectivos quilómetros cero de cada uno; en nuestro caso, en Cataluña. La opinión pública, como en otros aspectos de la realidad, está dividida. Unos se han puesto a favor de Israel y la respuesta del gobierno Netanyahu frente a los crímenes de Hamás; y otros, a favor del pueblo palestino. Como los medios de comunicación de todo el mundo, los servicios informativos de TV3 han informado extensa y puntualmente de la conflagración desde el pasado 7 de octubre, día de las violentas incursiones palestinas en territorio israelí.

 

Uno de los tuits de Josep Lluís Alay.

Las crónicas de los reporteros de TV3, en especial las de Joan Roura y Nicolás Valle, han sido blasmadas por numerosas personas en las redes sociales y determinados medios de comunicación. En X (antes Twitter), como suele ser desgraciadamente habitual, la mayoría de las reprobaciones en las informaciones sobre la guerra de Gaza han sido escritas por perfiles con seudónimos y muchos de ellos acompañados con esteladas u otros signos independentistas. Uno de los pocos autores de tuits que han tenido el coraje de firmar con nombre y apellido ha sido Josep Lluís Alay, estrecho colaborador de Carles Puigdemont, y ha sido retuiteado por sus numerosos seguidores. ¿Y cuál es la palabra que utiliza Alay para desacreditar a los periodistas de TV3? Antisemitismo, ¡claro!

Por lo que he podido ver, las informaciones de los redactores de Sant Joan Despí y los corresponsales y enviados especiales de TV3 a Jerusalén han intentado buscar la máxima objetividad y se han fijado sobre todo en las víctimas del conflicto, sin olvidar la complejidad del problema geopolítico ni las imprevisibles consecuencias que puede tener en el siempre inflamable Oriente Medio y en el resto del planeta.

A los sectores independentistas ―algunos cercanos a Puigdemont y Junts― que quizás han comenzado esta campaña contra los periodistas de la televisión pública catalana para dar en realidad una coz a Esquerra Republicana pero en el culo de TV3, tildándola de propalestina y antijudía, les conviene leer estas líneas escritas por alguien muy admirado y respetado por ellos y nada sospechoso de antisemita:

“Los judíos tienen derecho a la tierra de Israel. Pero los palestinos tienen derecho a una tierra en la que han vivido muchos siglos. Y a un trato justo. Son dos derechos que entran en conflicto. En un conflicto agravado por actitudes y acciones de unos y otros, pero también por la incidencia de factores externos. Yo, que he sido y soy defensor del Estado de Israel y que lo seré, me siento obligado a pedir a los israelíes un esfuerzo de acercamiento y comprensión hacia los palestinos. Puedo entender que se haya levantado el muro que aísla a Israel del territorio palestino. Hay que vivir en Israel para entenderlo. Pero no puedo entender ni aceptar la política sistemática de asentamientos judíos en territorio árabe. Porque corroe la viabilidad de un Estado palestino, al que creo que los palestinos tienen derecho y que es condición ineludible de la paz”.

Estas palabras, nada alejadas del espíritu que se puede desprender de las crónicas de los Telenotícies sobre Gaza, están extraídas del prólogo que Jordi Pujol hizo en 2011 en el libro Jordi Pujol y los judíos, escrito por Anna Figuera Raichs, actual redactora de TV3 y que fue jefe de prensa de Quim Torra cuando éste era presidente de la Generalitat.

Por último, aunque sea pesado, por obvio, insistir: señores de la embajada de Israel aficionados a llamar sistemáticamente a los directores de los medios cuando aparecen opiniones o chistes críticos con el gobierno israelí de turno: reprobar o fiscalizar las actuaciones de las autoridades del Estado hebreo no es propagar antisemitismo, al igual que criticar las acciones u omisiones del gobierno español o de la Generalitat no es hacer antiespañolismo ni anticatalanismo. No se envuelvan más en la sagrada estrella de David para perpetrar matanzas de inocentes de proporciones bíblicas.

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