Desde hace unos días doy más vueltas por Vilapicina desde los mapas debido a las vacaciones. No lo lamento, porque es una forma de conceptualizar el terreno y ser más preciso en la delimitación de sus fronteras, así como en la explicación de su crecimiento a través de las décadas.
Digo todo esto porque soy muy consciente de estar medio obsesionado con los caminos de este entorno. En Vilapicina, el núcleo clave es el de la trilogía del hostal de Can n’Artés, con el santuario y Can Basté conectados por el puente, guinda de todo el conjunto. En breve diseccionaré cada elemento de esta trinidad, pero hoy sólo me interesan por ser la palanca desde donde se activará parte de la evolución de este antiguo sector de Sant Andreu.
Durante la segunda mitad del siglo XIX se conjugaron dos factores. Sant Andreu del Palomar aspiraba a urbanizar mejor sus propios enlaces, algo asimismo provechoso en el clima de futura agregación a Barcelona de los conocidos como Pueblos del Llano. La creación del passeig de Santa Eulàlia, Fabra i Puig, para engarzar el centro de este pueblo grande con su periferia hacia Horta es el paradigma.
Con el tiempo, Fabra i Puig devino la ruta de Sant Andreu a Horta, pero hasta esos años setenta del ochocientos la lógica antigua enmarcaba su inicio detrás del puente de Vilapicina, donde la calle de Santa Eulàlia despegaba en confluencia con el camino de Sant Iscle.

En ese lugar tenía su finca Pere Pous, propietario de Can Basté. Como es comprensible, sus posesiones eran mucho más extensas y entendió cómo estos procesos de urbanización sólo podían revalorizarlas. Por ello, en 1868 propuso una cuadrícula muy de cardo y decumanus justo debajo de la calle de Santa Eulalia, hoy en día de Vilapicina. Su idea era crear vías con un ancho de ocho metros y una acera de un metro y veinte centímetros. Una arteria fundamental hacia Can Sitjà, hoy en día Virrei Amat, sería la fabulosa calle de los Amigos, con comienzo o final en una plaza, accesible tras cruzar Amílcar, el otro pilar en las calles de este proyecto.
El ágora, debemos decirlo porque muestra unas intenciones, es la de Santa Eulàlia, y entonces debía mirar sin obstáculos al meollo de Vilapicina y la casa de Pere Pous, amo y señor.
Extender Amílcar, bautizada hasta 1907 como paseo Nacional, propiciaba una ruta hacia la montaña, ella misma confín entre Sant Andreu y Sant Martí de Provençals. Sin embargo, su progresión no fue tan veloz como uno puede fantasear. Un mapa de 1903 la finiquita en la riera d’Horta, sin auparse hacia el Guinardó, donde la plaça Catalana, su conjunción, debía aún realizarse.

Lo rimbombante de Nacional para Amílcar engarza con la ideología de Pere Pous, con toda probabilidad un patriota de sesgo progresista. La plaça de Santa Eulàlia bien pudo denominarse de la Alianza de la Victoria; Los Amigos tiene un bonito aire a fraternidad o a guiño por ir hasta Can Sitjà. Más allá de esta buena vecindad, esta urbanización finisecular siempre se vinculaba a Can Basté y al Santuario de Vilapicina, otro buen ejemplo para comprender cómo la zona crecía, pues en 1885 se juzgó pequeño para acoger a tantos fieles, aprobándose la erección de un nuevo templo.
Cinco años más tarde, en 1890, otros terratenientes como el marqués de Castellbell y Baltasar de Casanovas movieron ficha. Ambos querían un engarce del nuevo paseo de Santa Eulàlia con su homónima y más anciana calle. Quizá, además de lucrarse, ambicionaban una unión aún más ventajosa mediante el triunfo del tranvía en esa fusión de caminos, siempre hacia Horta y confluentes con la flecha de Amílcar para encajar mejor todas las coordenadas.

En los planisferios o vistas siempre se ve una calle paralela a la de Vilapicina. Le prestaré más atención en próximas entregas, porque contiene muchas respuestas. Hablo de Mare de Déu de les Neus, considerada en un documento de 1850 como camino de segundo orden. Lo significativo es la fecha, sobre todo en lo relativo a la configuración urbanística del barrio y a su cuerpo interno, modulado por todos estos latifundistas, pues Baltasar de Casanovas era heredero de la grandísima Micaela Borràs de Peguera, madre de un buen trecho del Camp de l’Arpa y dadivosa con su cuñado al regalarle hectáreas del Baix Guinardó hasta nuestra protagonista.
El mapa de 1925 es muy útil, porque se fija más en las vías que en las construcciones, y así es como si de la plaça de Santa Eulàlia, Nacional en ese instante primoriverista y/o por el pasado designado por Pere Pous, hasta la Catalana apenas hubiera fincas, como si la urbanización fuera nula, algo falso, pues durante los años veinte los aledaños de Vilapicina con la riera d’Horta se consolidan entre inmuebles residenciales y calles de nuevo cuño.

Para el debut de todo el entramado Pere Pous preveía viviendas para las clases menos acomodadas. Esto me vuela la cabeza a nivel de preguntarme el porqué de Los Amigos. Antes he lanzado la hipótesis de una buena vecindad con los Castellbell de Can Sitjà. El odónimo podría referirse al espíritu del Sexenio Revolucionario desde esa solidaridad con los trabajadores, con colofón posterior por un bloque nacido de la Ley Salmón de 1935 para facilitar el acceso a la vivienda y acrecentar la clase media, bastión de cualquier democracia.
Alguna vez he contado cómo esta legislación del bienio conservador de la Segunda República provoca la paradoja de ser aceptada por el Franquismo, empeñado en la primerísima posguerra en políticas sociales de vivienda, continuadoras a su manera de la Ley Salmón, causa de la supervivencia de muchas de sus placas en Barcelona, algunas de ellas extirpadas durante el mandato de Ada Colau.

Ese edificio señala el paso hacia otra parcela, más definida en los últimos decenios por las transformaciones derivadas de Virrei Amat y la desindustrialización. Ambos matices complementarían la geografía de la Vilapicina contemporánea. La de los albores era mucho más reducida, arquetípica de masías y sendas esenciales. Si he insistido tanto en todos estos tiralíneas es para poder navegar más sueltos por este laberinto ordenado, del que aún no he desvelado todos sus entuertos.