Hasta ahora esta serie sobre Vilapicina se ha desarrollado casi en un punto fijo. Lo abandonaremos en breve, pero antes convendrá precisar pocos aspectos. Uno de ellos deriva del nombre del barrio. Según las fuentes más habituales sería una mezcla comprensible entre villa y piscina, ambas de época romana, lo que nos haría deducir en torno a una domus con una charca enorme, tan poderosa como para subsistir en el recuerdo durante siglos.

Otros hablan de hornos medievales, e incluso vinculan el topónimo con una aparición pionera del cristianismo en la zona, como dijimos en otras entregas, parte de Sant Andreu antes de las Agregaciones de 1897, condición perdida con el paso del tiempo hasta devenir calamitosa con la división por Distritos de 1984, cuando se englobó a este barrio con tanta solera en Nou Barris, cuando su conexión histórica con sus actuales vecinos es nula, por no decir inexistente.

Este despojar de identidad a determinados territorios de Barcelona es un clásico de ignorancia, catetismo y muestra de cómo la ciudad se gobierna sin pensar siquiera en la racionalidad de su geografía. Ello es visible en nuestra protagonista por dos elementos cruciales: sus iglesias.

La primera ahora es un santuario, está documentada desde el siglo X; en 1064 Arnau Vidal donó sus propiedades al obispado de Barcelona, y desde entonces ha recorrido una ruta más bien tortuosa, propia de la sedimentación de las centurias. En 1413 se la cita como capilla sufragánea de Sant Andreu de Palomar, y no será hasta 1782 cuando los vecinos, tras recibir el templo todos los daños habidos y por haber a causa de múltiples guerras, apostaron por restaurarla, dotándola de su actual aspecto.

El santuario, el puente y Can Basté en la actualidad. | Jordi Corominas

El santuario se halla al lado de la masía de Can Basté. En 1866, el obispo Pantaleón Montserrat nominó a la pequeña maravilla como parroquia, y a la finca rural como rectoría. El motivo anticipaba un cambio de enjundia, sólo acaecido en 1885, cuando se encargó un nuevo templo al arquitecto municipal de Sant Andreu, Josep Domènech i Estapà, quién sólo pudo culminar la obra en 1911, situándola frente a la futura plaza de Virrei Amat.

Aquí conviene ser aún más milimétricos de lo habitual. El santuario siempre fue el epicentro de este ambiente, como demostraría el hostal de Ca n’Artés, bellísimo en su fachada del siglo XV y esencial en ese cruce de sendas tan arquetípicas. Todas estas piezas sólo se urbanizaron en 1927, dato relevante de consuelo, como si fueran una reliquia a conservar por decencia una vez se hubo alterado el eje de este perímetro, no en vano la construcción de la parroquia a cargo de Domènech i Estapà procede a la par que la extensión del carrer de Pi i Molist, coronado en 1915 con la versión definitiva del Instituto Mental de la Santa Creu.

El santuario dedicado a Santa Eulàlia, además de ser una especie de kilómetro cero para la barriada, ahora se enmarca desde las divisiones de distrito dentro del Turó de la Peira, mientras que la iglesia de Fabra i Puig es de Porta. Ello responde, como comentábamos, a la eliminación por decreto de Vilapicina de los papeles municipales, sitio con dos espacios parroquiales sólo sobre la carta al ser sólo a medias, sin voz ni voto, sólo pasado y despropósitos presentes de los mandamases.

La nueva iglesia de Vilapicina. | Jordi Corominas

Tanto una como otra padecieron la ira de los inicios de la Guerra Civil. La neófita sirvió como almacén de carbón y alimentos. Recobró vida en los años sesenta mediante el arquitecto Antoni Cantó, el escultor Tomàs Bel y el pintor Llucià Navarro, quienes pusieron mucho empeño en darle ese aire moderno propio de esa época, donde toda Europa se vio colmada por templos de una frialdad desconcertante y rabioso kitsch en su interior.

Hoy en día la parroquia nueva recibe a muchos fieles hasta en horas ajenas a la misa. Pude comprobarlo la pasada semana mientras preparaba este texto, iluminándome un vecino sobre otras características de los visitantes, entre ellas una pedigüeña en la puerta, sospechosa de otras actividades no muy piadosas.

Interior de la nueva iglesia de Vilapicina. | Jordi Corominas

La imagen externa del recinto es espantosa, casi como si fuera un edificio más de ese desastre llamado Fabra i Puig, una orgía de ruido motorizado sólo salvado por el ancho de las aceras, copadas de peatones bien ufanos con el dispositivo comercial de la avenida, a rebosar de variedad y hacia la inevitable homologación capitalista sin mejoras factibles. Pasear es sano, pero si estás rodeado de malos humos minuto tras minuto quizá no lo sea tanto, pero claro, estamos en los márgenes, y está bien dar a los pobres posibilidades de consumo mientras la polución destruye sus pulmones, porque esto no es la vía Laietana.

El Santuario tiene otra energía, quizá jalonada por una pátina mítica, la de su puente y sus eternos compañeros de viaje. Algunos domingos se abre para pequeñas ceremonias más laicas que religiosas, organizadas por personas de inmensa amabilidad, siempre dispuestas a facilitarme la tarea cuando me ven con la cámara de fotos. Estos últimos días me entretuve mucho en el juego de captarla desde ángulos imprevistos, algo muy agradable y tampoco imprescindible.

Ca n’Artés, el santuario y el puentecito. c. 1940

Una de sus indudables magias es el puentecito, rito de tránsito y nudo crucial al marcar el debut de la calle de Vilapicina desde Sant Iscle, característica ahora más bien torpedeada por establecimientos, como el mercado de la Mercè y la paulatina ruptura de la pureza, más o menos en forma hasta finales de los años cincuenta, cuando la desaparición de la cercana Can Sabadell fue una advertencia de ese porvenir plagado de horrendos bloques de pisos alzados en una base más bien frágil, sobre todo aquellos detrás de Fabra i Puig, condenados a catástrofes, algunas de ellas impresionantes, como cuando en noviembre de 1990 se hundió el 33 de la calle Cadí, enfermo de aluminosis como casi todas las viviendas de ese barrio promovido por Román Sanahuja, a quién volveremos en algún instante de estas crónicas.

Para servidor, tanto el santuario como la iglesia son referencias ineludibles, si bien la primera arrasa en mi corazón y constituye un puntal para moverme en estas latitudes, ahora sí exprimidas en su epicentro para romper nuestra parálisis para entender y emprender otra destinada a gastar suela con el sueño de abrazar esta minúscula totalidad.

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