Negri nació en Padua en 1933. Su infancia y adolescencia se vieron marcadas por la omnipresencia de la guerra y la muerte de sus seres queridos. Pero también por un deseo, mayor aún si cabe, de salir adelante y vivir en plenitud. El joven Toni era un estudiante brillante. Como tal, pronto se interesó por la política, sus prácticas y sus ideas. De sus inicios en la GIAC (la juventud católica) pasó al PSI y de este a los círculos operaistas tras vivir una experiencia decisiva en un kibutz de Israel.

A principios de los sesenta, como cantaba Dylan, nadie precisaba del hombre del tiempo para saber hacia donde soplaba el viento; así que Negri se incorporó al consejo editorial de Quaderni Rossi. La contienda obrera en las fábricas del norte italiano había comenzado a bullir y este grupo de marxistas heterodoxos, entre quienes se contaban Mario Tronti, Raniero Panzieri o Romano Alquati, se interesaba por la potencia subversiva y creadora de este protagonismo renovado.

Los operaistas partían de un giro copernicano que Tronti había resumido así: «También nosotros hemos visto primero el desarrollo capitalista y luego la lucha obrera. Es un grave error. Es preciso transformar radicalmente el problema, cambiar el signo, recomenzar desde el principio. Y el principio es la lucha de la clase obrera». A tal fin idearon una innovación metodológica clave: la coricerca. De su mano, la subjetividad obrera nacida en las fábricas se convertía en el dispositovo definitorio de la estrategia.

La ola de movilizaciones, al alza en los centros de trabajo, haría del movimiento obrero italiano un protagonista de primera magnitud en la lucha de clases fordista. A diferencia del estallido del 68 en Francia, el particular contexto itálico de posguerra favoreció una anomalía a la que solo podría poner fin el estado de excepción. Miles de militantes de las organizaciones de la Autonomía se vieron entonces condenados a prisión o abocados al exilio. Negri no sería una excepción.

Obligado a exiliarse por un lawfare que pretendía imputarle hasta el magnicidio de Aldo Moro, Negri ni se arrepiente, ni reniega; opta por emprender una labor intelectual tan inusual como valiosa. Ya en Francia, bajo la égida de la Doctrina Mitterrand, concentra sus esfuerzos en evaluar y reformular las hipótesis operaistas a partir de la experiencia obrera desplegada entre el Autunno caldo y el Movimento del Settantasette. Contó para ello con una interlocución de lujo: Deleuze y Guattari, Foucault y, más en general, todo el vibrante mileu intelectual francés de la época.

Mientras el neoliberalismo consolidaba su hegemonía en la derrota del antagonismo fordista, Negri no se limitó a diagnosticar el fracaso o preservar el acervo de un “-ismo” cualquiera. He ahí el rasgo distintivo del revolucionario: sin una prognosis heurística con la que proyectar un horizonte de liberación, la diagnosis se vuelve repliegue identitario; el poder de la crítica perece en la exégesis doctrinal. Basta con ver la impotencia política de las críticas que le fueron destinadas, antes y después, desde la extrema izquierda.

A quienes por edad nos incorporamos a la política antagonista en los «odiosos ochenta» (hateful eighties), la lectura de Toni Negri nos invitó a persistir de manera inteligente rodeados por la derrota. Donde frente a la euforia neoliberal el izquierdismo apenas ofrecía un pobre goce resistencialista, la formidable obra teórica de Negri no cesaba de generar hipótesis sugerentes. Eran años –nótese– en que aún no existía internet. Un tiempo en el que no era fácil hacerse con lecturas como La anomalía salvaje, La verdades nómadas (escrito con Guattari), El tren de Finlandia o El poder constituyente; no digamos ya revistas como Futur Antérieur.

Pero como decía Frank Zappa: «la cultura de masas sale a tu encuentro, al underground tienes que ir tú». Y si algo escapaba al ufan neoliberalismo español de mediados de los ochenta y primeros noventa, eso era el underground activista. A diferencia de los restos del naufragio eurocomunista, institucionalizados en el sindicalismo de concertación, nuestra generación encontró en la «revolución molecular» de los movimientos desobedientes (okupas, insumisos, etc.) la manera de no claudicar ante el «realismo capitalista». Nadie como Negri generaba y enunciaba mejor aquella gramática política que requería el antagonismo de la posmodernidad.

A mediados de los noventa, gracias a los movimientos de desobediencia y la aparición de internet, los nodos de resistencia preexistentes empezaron a conectarse y los flujos de discurso se intensificaron. Las hipótesis se verificaban una tras otra. Las huelgas de 1995 en Francia señalaron la primera gran crisis del neoliberalismo europeo. Las correlaciones de fuerzas mutaban a escala global. El movimiento altermundialista, que había arrancado con el zapatismo de la Selva Lacandona (1994) y se proyectaría en la Contracumbre de Seattle (1998), indicaban un cambio de tendencia.

Tras los años operaistas y de exilio, una tercera etapa en la vida de Negri estaba a punto de comenzar. En 1997 regresaba a Italia con una reducción de condena a 17 años y un avenir incierto. Su intención era abrir un debate público en Italia sobre la situación de centenares de presos y exiliados de la Autonomía que, como él, aún cumplían condena. Bajo el arresto domiciliario, Negri todavía será un preso político hasta 2004.

En el cambio de milenio, la ola altermundialista se encuentra en su mejor momento. Tras Seattle, el repertorio de las contracumbres y los foros sociales se despliega con fuerza. El atentado del 11S todavía no se ha producido. Justo entonces tiene lugar un éxito editorial inesperado: Imperio. En palabras de Slavoj Zizek, Hardt y Negri habían escrito nada menos que «el manifiesto comunista del siglo XXI». El momento oportuno había llegado: kairós! En apenas un par de años Negri se convertiría en un referente mundial. En estas llegará a ser presentado como el pensador más ifluyente en el cambio del milenio.

Para toda una generación forjada en el altermundialismo sería el teórico más destacado del movimiento. Seducido por la disruptiva performatividad del colectivo postoperaista, Tute Bianche, un número importante de jóvenes activistas se interesaron por el Operaismo. Nombres como Pablo Iglesias, Ada Colau, Iñigo Errejón y no pocas otras figuras destacadas de nuestra izquierda siguieron hasta Italia del hilo rojo de la Historia. Y aunque luego irían abandonando la corriente revolucionaria más robusta del comunismo occidental, sin este aporte previo difícilmente habría habido 15M, Podemos o municipalismos alternativos.

Aquí entre nosotros, cuando se apagaba la experiencia no global italiana, arrancaba el 15 de mayo de 2011 la tercera ola de movilizaciones de la democracia. Hoy en declive, el escenario se ha vuelto mucho más complejo. El esfuerzo por sostener el desafío al régimen interfiriendo en el gobierno representativo no se ha visto acompañado de una institucionalidad a la altura. Algunos de los protagonistas de esta tercera ola han sido acomodados al régimen sin gran dificultad. Mientras, en la arena política ha irrumpido una extrema derecha como no se veía desde la Transición.

Ante este contexto, el ejemplo de Toni Negri nos conmina a replantearnos un esfuerzo autocrítico y seguir operando una práctica teórica a la altura de los tiempos. De nada nos vale una magnífica diagnosis de esta derrota que se viene instalando sin paliativos. Sabremos con extremo rigor de qué hemos perecido, pero no llegaremos a tiempo de sanarnos para volver a ganar. Sin nuevas hipótesis, se afirmará la clausura del futuro. Precisamos de una prognosis heurística radical, autónoma, que proyecte de algún modo «Negri más allá de Negri». Acaso sea este y no otro, el mejor homenaje que hoy le podamos tributar. No olvidemos que esta orfandad que estrenamos, nos acompañará ya por siempre.

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