Muchos ideólogos de la izquierda o expertos en comunicación política conciben el Estado de Bienestar como algo caduco y nostálgico. El concepto nos evoca al relato de un pacto keynesiano de postguerra, en el que se establecieron, mediante acuerdo entre clases sociales y ante la amenaza de los sistemas comunistas existentes, unas políticas de protección social que garantizaban bienestar y estabilidad a las familias trabajadoras. Esto sería: la promesa del pleno empleo, salarios familiares que crecían con la productividad, una regulación favorable de los tiempos del trabajo, protección laboral, y transferencias para períodos no laborales como la formación familiar, la enfermedad y la vejez financiados de manera progresiva. Hoy, la promesa del estado de bienestar nos parece incumplida, y tratar de recuperarla iluso y anticuado.

Es común pensar que el Estado de Bienestar ha sufrido daños irreparables, o que al menos no es capaz de hacer frente a los retos de nuestra época. Desde los años 80, las viejas políticas que ya habían sido establecidas han entrado en jaque ante la decadente capacidad fiscal estatal y de movilización del movimiento obrero, en un contexto de capitalismo deslocalizado y financiarizado, sumado al movimiento de los partidos socialdemócratas hacia el socioliberalismo de tercera vía y la profunda institucionalización del neoliberalismo. Además, parece poco creíble que el estado pueda hacer el esfuerzo fiscal de cubrir los nuevos riesgos sociales: ofrecer salarios suficientes y estabilidad material a una fuerza laboral precarizada, dar a los jóvenes la oportunidad de entrar en ese contrato keynesiano ante falta de oportunidades laborales o decentes en viviendas accesibles, o redistribuir los cuidados para hacer la reproducción social compatible con el capitalismo.

Si, como dicen algunos sectores de la izquierda, el estado de bienestar ha muerto y con él la esperanza de unas mejores condiciones de vida, enarbolar su bandera sería una estrategia de comunicación política avocada al fracaso. Debido al imaginario colectivo del concepto, esta parece una empresa nostálgica, incapaz de elaborar un horizonte político ilusionante. Electoralmente, la grave caída de los partidos socialdemócratas y el auge de una extrema derecha hace parecer que el éxito electoral deviene de soluciones simplistas para un mundo crecientemente complejo y hostil. En paralelo, las nuevas izquierdas no logran despegar, aparentemente por su incapacidad de elaborar un discurso convincente de transformación. En nuestro contexto, se viene argumentando que el vasto despliegue de políticas sociales de la anterior legislatura (ERTEs, Ingreso Mínimo Vital, salario mínimo permisos de cuidados de 4 meses para los padres…) ha tenido poca influencia sobre la balanza electoral debido a la incapacidad comunicativa del gobierno.

Mi argumento es que para que una agenda de transformación progresista triunfe, debe fundamentarse en políticas tangibles que se materialicen paulatinamente, y esto pasa necesariamente por el estado de bienestar. En nuestro caso, puede que el escaso impacto electoral de las políticas sociales de la anterior legislatura se deba más bien a su insuficiencia: el IMV no alcanza a quien lo necesita, la subida del salario mínimo ha sido rápidamente superada por la inflación, y los permisos de cuatro meses no consiguen que sea posible trabajar y cuidar desde que un bebé tiene, al menos, cinco meses. La solución no está en construcciones comunicativas idealistas (no materialistas) en la batalla electoral, si no en la propuesta y implementación de cambios reales. Y aquí, las fronteras del estado de bienestar tienen la posibilidad de conformar un horizonte de transformación ilusionante y convincente: reducir el tiempo de trabajo, socializar los cuidados, globalizar la fiscalidad, y retomar el papel regulador del estado para, entre otras cosas, posibilitar una transición ecológica justa.

Desde los estudios de la economía política y la política social se han venido elaborando propuestas políticas realistas para responder a los desafíos de nuestra época. Si el desarrollo tecnológico amenaza con substituir el trabajo humano en los procesos de producción, proponemos hacer de la necesidad virtud y redistribuir beneficios y empleo mediante la reducción del tiempo de trabajo, y así de paso hacer compatible el trabajo asalariado con el cuidado y la reproducción social. Para poder redistribuir beneficios, habría que expandir la capacidad recaudadora al capitalismo financiero y globalizado, que mueve una creciente proporción de la riqueza a través de la compraventa de productos financieros para luego depositarla en paraísos fiscales. Si la crisis climática se convierte en la gota que colma el vaso de las contradicciones de nuestro sistema económico, habría que regular para asegurar que la transición ecológica no se cobra la seguridad material de las clases desfavorecidas. Y para que todo esto sea posible habría que recuperar horizontes de democratización participativa y de coproducción cooperativa en el despliegue de los servicios.

Es cierto que el deterioro de las condiciones materiales degrada la confianza de la población en las instituciones, favoreciendo a la extrema derecha. También lo es que una defensa nostálgica del estado de bienestar keynesiano sea inapropiada para levantar pasiones. Si el concepto suena viejo, adelante con la creación o el uso de nuevas palabras que iluminen de mejor forma la agenda por delante, como ecofeminismo o transición justa. Los partidos cuentan con una extensa maquinaria muy bien preparada para agrupar estas propuestas en un discurso ilusionante y creíble. Pero ante todo, esta agenda comunicativa debe tener un pie en los problemas reales de la población, debe poder traducirse en propuestas reales y factibles. Más allá incluso, la implementación valiente y efectiva de estas políticas, en su capacidad de alterar las experiencias vitales de las personas, será la salvaguarda contra la extrema derecha y, en definitiva, la mejor estrategia electoral.

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