Desde que comenzó la legislatura con el pacto entre el PSOE-SUMAR y el apoyo de los nacionalismos periféricos (BNG, Bildu, PNB, Junts per Catalunya y ERC) toda la atención mediática se ha volcado en Madrid. Primero, con la amnistía y los cánticos apocalípticos de la derecha española. Ahora, con el caso Koldo, que hace temblar a Pedro Sánchez —el mayor de los funambulistas de la política— y que amenaza en desestabilizar la legislatura. Pero en Cataluña la amnistía no es un debate vivo más allá de las tradicionales peleas entre los políticos de Junts y de ERC, y estos se explican únicamente y exclusivamente por la competencia de un mismo espacio electoral; y la larga sombra de la corrupción queda lejos, por ahora, de las preocupaciones de los partidos políticos catalanes, que no quieren ni oír hablar de aquellos tiempos de pandemia porque quizás, y solo quizás, tienen miedo de que se abra la caja de Pandora que saque a la luz la cuestionable gestión de la consejería de salud durante los primeros meses del año 2020.
Es en este pequeño oasis catalán donde sigue estrechándose la verdadera alianza política de Cataluña, la conformada entre el Partido Socialista con Esquerra Republicana de Cataluña, yendo de la mano, por tercer año consecutivo, en la elaboración y aprobación de los presupuestos anuales. Es curioso: el PSC y ERC se han estado proyectando públicamente como antagonistas ideológicos, pero en la realidad son las dos formaciones políticas que más cerca están la una de la otra. Eso salvando la independencia, claro. ERC y el PSC representan el centro amplio catalán: formalmente progresistas y alineados con una cierta moralidad de izquierdas, pero sin alzar demasiado la voz ni con voluntad de combatir a los principales lobbies económicos del país.
Pero ERC y PSC se enfrentan con una piedra en el zapato, una molestia que los sacude internamente porque saben que cuestiona su propio relato sobre qué significa ser de izquierdas: el Hard Rock Café. Porque ERC (33) y PSC (33) necesitan dos escaños más para conseguir mayoría, y, por lo tanto, necesitan el apoyo de Cataluña en Comú. Pero la formación morada, sistemáticamente ignorada por ERC y el PSC y con una escasa presencia mediática, reclaman como condición sine qua non para aprobarlos que se acabe de una vez por todas con la voluntad de llevar adelante el proyecto del Hard Rock.
El proyecto que prevé la construcción de un casino, un hotel, y un área comercial en la población de Vila-Seca, en el Tarragonés. A ojos de gran parte de la población (donde hay que incluir gran parte de los votantes del PSC y de ERC), implica volver al modelo de la España de la expansión turística, de la especulación inmobiliaria y de la absoluta desvinculación con la realidad climática catalana. Ante la condición impuesta por los comunes para aprobar los presupuestos, la posición del presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, es explícitamente confusa y presenta dos argumentos contradictorios. El primero: “no hay un euro destinado al Hard Rock”. El segundo: “no sé si el Hard Rock acabará construyéndose”.
Si Pere Aragonès no fuera un político sería difícil conjugar ambas frases, pero siéndolo es de lo más sencillo: a ERC no le hace especial ilusión el proyecto del Hard Rock, pero le hace aún menos ilusión ponerse en contra del sector económico que lo empuja. En consecuencia, deben medir mucho las palabras y confundir a su electorado para no decepcionarlo.
¿Qué es lo más probable que suceda? ¿Puede Cataluña en Comú hacer caer los presupuestos?
Pues es altamente improbable. Cataluña en Comú, realmente, no puede tumbar los presupuestos. Argumentarán que han conseguido que, por ahora, no tire adelante. Pero acabará haciéndolo. No aprobar los presupuestos significaría que tanto ERC como el PSC se pasarían un año culpándolos de no poder pagar los sueldos que se merecen los profesores, profesoras, médicos, etc. Una acusación que les pasaría demasiada factura a los comunes y que hace creer que no podrán cumplir con su desafío.
Así que todo parece apuntar que Hard Rock seguirá su tortuoso camino hasta que acabe viendo la luz. La única manera de echarlo atrás —como ha pasado toda la vida— será la que detiene desahucios cuando la administración mira a otro lado: movilización ciudadana y oposición vecinal.


