El auditorio del Taller de Músics estaba lleno la noche del pasado 14 de marzo, y no para escuchar un concierto sino por la presentación de un libro. Un libro de música, eso sí, y más exactamente de canción. La excepcionalidad del caso justificaría la asistencia al acto: no aparecen muchos libros sobre canción catalana, más bien escasos, y los que aparecen son sobre artistas determinados, como la magnífica biografía de Maria del Mar Bonet por Jordi Bianciotto, la de Carles Sabater por Pep Blay o la semblanza de Joan Manuel Serrat por Jaume Collell, pero no compendios que expliquen este fenómeno sociocultural; quedan lejos las obras fundamentales de Jordi Garcia-Soler.
“La nostra cançó”, de Antoni Batista (Ed. Pòrtic) explica, en un formato breve, qué ha sido, qué es y qué significa la canción catalana. Es el libro que yo regalaría a un extraterrestre lo que quisiera saber porque un hecho musical ha tenido esa importancia para un país europeo moderno. El marciano lector se encontraría con una síntesis cuidadísima, escrita con pluma fina y medida con pie de rey, que va revisando los episodios fundamentales de la canción sin ajustar cuentas y con voluntad didáctica propia de alguien que ama aquello de lo que habla.
A la presentación de “La nostra cançó” asistió gran número de personalidades que habitualmente no acuden a este tipo de actos. Empezando por Raimon y su esposa Annalisa Corti; el editor de Pòrtic, Josep Lluch; el ex director de La Vanguardia y miembro del consejo editorial de El Periódico Joan Tapia; el editor del diario Ara Ferran Rodés; el músico y virtuoso guitarrista Max Sunyer; el fundador del Taller de Músics Lluís Cabrera y el ex presidente de la Generalitat Jordi Pujol, todos ellos convocados no sólo por la solvencia del autor y el interés del tema sino por una extraña sensación que se podría sospechar como rasgo común: la ciudadanía de nuestro país está en deuda, en una u otra medida, con la nova cançó catalana.
Esa sensación de agravio cometido con la canción no debería destacar en este país de agravios, agraviados y roc a la faixa, pero yo diría que si rascas un poco, el escozor aflora en la piel. Servidor lo comprobó al salir al escenario, invitado por Antoni Batista, presentado por Isabel Bosch y precedido por Lluís Cabrera y Josep Lluch para hacer mi aportación a la presentación del libro: la gente que me conoce sabe que hablo claro, más cuando servidor es, con el propio Antoni Batista y Miquel Pujadó, uno de los poquísimos cronistas históricos de la nueva canción que quedamos vivos (no es inmodestia sino simple biología).
Batista califica la cançó en el libro como algo más que un fenómeno artístico: “proceso comunicativo”, dice, con todo acierto. Yo lo llamo lisa y llanamente el hecho sociocultural y sociopolítico más importante de la Cataluña contemporánea. Sólo Pau Casals es capaz de llevar el nombre y la presencia de Cataluña en todo el mundo después de la derrota de 1939, pero será necesario que vuelvan a hacerlo Raimon y Serrat para encontrar un testimonio vivo de la lengua y la cultura de nuestro país en el panorama internacional. Es el reflejo de un fenómeno insólito: el establecimiento de una amplia red de complicidades entre artistas y seguidores que va más allá de la relación cantantes-público para formar un movimiento de gran alcance que sacará la lengua del uso privado o literario para ponerla en el centro de las transformaciones culturales y sociales de la Cataluña de los años decisivos del siglo XX, empezando por la cultura de masas.
No fue sólo una serie de recitales y artistas, de discos publicados, de composiciones realizadas y de reseñas y crónicas en la prensa. Fue un amplísimo movimiento de complicidades y sincronías que actuó de hecho como sustitutivo de una comunicación mediática inexistente, alrededor y a partir de la lengua catalana que llevó nuestro idioma a una presencia que nunca en la historia había tenido. No sólo como presencia sino como factor dinamizador del uso público del catalán y su papel como eje articulador de los grandes cambios lingüísticos, culturales y sociales acaecidos en el país.
La extraordinaria difusión y presencia del catalán promovidas por la nova cançó fueron, curiosamente, sistemáticamente ignoradas por la dimensión institucional catalana, empezando por un mundo literario y editorial totalmente vuelto de espaldas a la canción. Los cantantes musicaban poemas y popularizaban poetas, pero éstos no hicieron el camino inverso, salvo, quizás, Miquel Martí i Pol, que antes de ser poeta hizo pinitos como cantante. Entre la temprana biografía de Raimon por Joan Fuster y la aproximación de Manuel Vázquez Montalbán a la canción como movimiento no hay nada. Y no es casual que Raimon y Vázaquez Montalbán dialoguen a menudo en unos intercambios culturales e intelectuales muy potentes. Éramos los periodistas atentos quienes intentábamos analizar y promover la nueva canción como objeto de estudio sin que críticos literarios, lingüistas y especialistas en humanidades nos siguieran. Y nosotros no sabíamos lo suficiente como para poder situar este ingente hecho sociocultural en el verdadero lugar que le correspondía. Ningún intelectual aparte de Vázquez y ninguna agrupación de intelectuales fueron capaces de estudiar y si era necesario orientar a los artistas erigidos en líderes del catalanismo realmente existente.
Antoni Batista se refiere en el libro a la “industria patriótica” surgida a partir de la nova cançó y esta actividad, basada en un amplísimo apoyo del público, contribuyó a efectos de sustitución cultural y sociopolítica que ejercía la canción. Sin embargo, esta actividad fue gestionada con grandes limitaciones por parte de sus actores, empezando por una extensísima tacañería. Joan Manuel Serrat rompe, al incorporar la lengua castellana a su repertorio, no con una pertenencia nacional sino con una limitación insoportable para un profesional del espectáculo. No hay, de hecho, una división lingüística entre cantantes catalanes, sino una divergencia de orientaciones de sus carreras. El sector nacionalista de la industria patriótica y el público que le escucha pretende hacer ver que hay artistas “impuros” donde sólo hay profesionales que buscan un éxito legítimo y necesario.
La televisión nacional esperada sólo llega gracias a la iniciativa de la Generalitat y a un empuje que parece haber aprendido de las limitaciones de la industria patriótica: pasada la época resistente y dada la dimensión del hecho cultural de masas sólo puede existir con dinero público. Los artistas pensaban que, con la televisión a la cabeza, la Catalunya institucionalizada les encumbraría hacia un reconocimiento que ya echaban de menos. Pero eran otros tiempos y la normalización pasaba también por despojar a la nova cançó de su papel dinamizador y sustitutorio. Cuando se dan cuenta ya es demasiado tarde, y como antes, no hay ninguna mente reflexiva que ayude a despejar, reorientar y reformular la nova cançó, ningún esfuerzo organizado que incorpore a los cantantes a los lugares donde se piensan y se deciden las cosas (son vistos como famosos enriquecidos, cuando no son ni lo uno ni lo otro, y simplemente se les abandona). Solo queda una amarga sensación de agravio e injusticia.
Uno diría que el amplísimo público que vive todavía y valora la nueva canción se ha dado cuenta de que el agravio estuvo allí y la torpeza de unos y otros también. Y permanece: la prueba es que por ahora Raimon no ha sido admitido todavía, a los 83 años, como miembro del Institut d’Estudis Catalans.


