
Normalmente, por estas fechas, la primavera hacía ilusión. Era la motivación renovada que traía el buen tiempo, la prolongación de la luz solar, la explosión violenta y fértil de la tierra. Parecía como si pudieran llegar divinamente las cosas emocionantes que nos gustan y nos hacen mover, despedidos durante los meses muertos. Que ve l’amor, que ve l’amor, Teresa Rampell. Pero este año nos hemos acercado a la primavera con más miedo que alegría, y que el miedo sea más fuerte que la alegría, como planteamiento de vida, es un desastre siempre. Provoca sufrimiento que no llueva como lo hacía antes y que esto anticipe un nuevo verano asmático y seco, políticamente sesgado, con más restricciones para los campesinos que para los turistas. On és la pluja, on és?, cantaba Pau Riba, en un símil sobre las etapas de la vida en las que la vejez es el invierno: ni papallones ni ocells s’hi posen, ni les abelles.
Dadas las circunstancias, el mes de marzo (por fin, lluvioso) me ha servido para aficionarme contundentemente al radar del Meteocat. Si va a llover, aparecen unas manchas verdes, azul turquesa y azul marino –en función de la intensidad de los chubascos– que se mueven robóticamente por encima del mapa de Cataluña, como una especie de stop-motion. Pulsas un botoncito digital que te calcula la predicción de los siguientes diez, veinte o treinta minutos. Entonces, fijas los ojos intensamente sobre tu comarca, quemando la pantalla. Te esperas que la mancha se ponga encima, miras por la ventana y, si ese día las coordenadas son exactas, lo tenemos: empieza a llover en ese preciso momento. Bastante mágico viniendo de una herramienta tan científica, coincidiremos.
Para dar un giro a los malos sentimientos y al pesimismo climático, he dado cuerda a mi delirio por el radar. Afortunadamente, mi entorno se ha dejado arrastrar: ahora ya es tan importante un partido del Barça como el pronóstico del tiempo. La lluvia se ha convertido en un evento que hace saltar, literalmente, de alegría y en casa también se celebra: ¡abramos cervezas y ventanas, que parece que llega un frente de perturbaciones procedente del norte de Europa! Es la misma excitación infantil de cuando en la escuela se anulaba el recreo porque llovía. La clase se convertía en una trinchera enloquecida de niños desordenados, chillidos, diversión, tizas volando por encima de las cabezas. Sugiero que, mientras no llueva, esperemos el agua con algo más de actitud hasta que lleguen los goles, las manchas azules sobre el mapa.


